Diversidad institucional y sistemas coloniales de patentes
Las instituciones de patentes son invenciones en sí mismas, que proliferaron en las
sociedades atlánticas a lo largo del siglo xix. Los sistemas de patentes
decimonónicos fueron instituciones cimentadas sobre un ethos
jurídico-institucional común, si bien en la práctica tenían reglas y estándares
diferentes (Inkster, 2012; May y Sell, 2006). La profunda diversidad
internacional de las instituciones de fomento de la innovación durante el siglo
xix no se explica únicamente por las diferencias en los principios
legales nacionales o las culturas de la invención y la propiedad. La heterogénea
evolución institucional de los sistemas de propiedad industrial1 durante el siglo xix respondió, en
gran medida, a las necesidades de cada sociedad y a los determinantes de la economía
internacional. Los derechos de patentes fueron redefinidos por las distintas
sociedades, haciéndolos operativos y confiriéndoles significados específicos.
Los
sistemas de patentes fueron, además de una institución de defensa de los derechos
de
los inventores, un instrumento de política económica para el estímulo de las
economías nacionales o locales.2
Numerosos economistas e historiadores de la economía han mostrado que una de las
formas más aproximadas de determinar las capacidades tecnológicas nacionales desde
el siglo xix es a partir del análisis comparativo internacional de la
cantidad de patentes de invención registradas en los distintos países, si bien
este
indicador no está exento de problemas metodológicos (Edgerton, 1999; Inkster,
2003).3 Desde esta
perspectiva, los sistemas de protección de la propiedad industrial de los
inventores, además de su influencia como institución social, son una fuente
histórica de primer orden para clasificar a los países en función de su capacidad
tecnológica y dependencia del exterior, lo que permite realizar comparaciones
recíprocas que de otra manera serían difíciles. Las patentes constituirían un
indicador fiable, aunque imperfecto, de la evolución y el desarrollo económicos
(Griliches, 1990; Streb, 2016). Otros autores consideran, por el contrario, que
durante el siglo xix los derechos de patentes fueron una restricción legal
para la difusión internacional del conocimiento tecnológico, debido a que las
leyes
de propiedad y los acuerdos bilaterales e internacionales no eran respetados,
y a
que incluso las legislaciones de patentes concedían derechos de propiedad sobre
la
invención a importadores de tecnología (Chang,
2001, 2003).
La agregación de datos de patentes y su estudio cuantitativo en el largo plazo,
habitual en la literatura especializada, oculta la heterogeneidad de los distintos
sistemas nacionales de patentes. Durante el siglo xix existían profundas
diferencias en la legislación y una diversidad en las culturas de regulación de
la
propiedad industrial (Arapostathis y Gooday,
2013; Inkster, 2009; Pretel, 2017). Las diferencias se encuentran en
los ordenamientos legales, pero sobre todo en la práctica burocrática y la
organización institucional. El ejemplo más claro son las marcadas diferencias
entre
sistemas de registro y sistemas con examen de novedad, pero también había disparidad
en cuestiones como la composición de los órganos de concesión, el costo de
solicitud, el estatus de los inventores extranjeros, la redacción de
especificaciones, la presencia de intermediarios, la efectiva explotación de la
patente, la cesión de derechos a terceros, la duración del monopolio, la regulación
de modelos de utilidad y las materias patentables (Thompson, 1882).
De entre los múltiples regímenes de propiedad industrial decimonónicos, la
pervivencia de sistemas de patentes coloniales es un excelente ejemplo de esta
diversidad institucional internacional. La coexistencia de sistemas de propiedad
industrial coloniales en distintos imperios atlánticos es una cuestión apenas
abordada por la historiografía. Los estudios disponibles han tendido a un análisis
superficial de la regulación colonial, a menudo centrado en estudios cuantitativos,
sin problematizar cuestiones como la práctica administrativa, la infraestructura
social, la cultura tecnológica y los actores sociales participantes en la regulación
y funcionamiento institucional. El análisis de la institucionalización del derecho
de patentes en sociedades coloniales puede proporcionar una radiografía más precisa
de la divergente evolución de los distintos sistemas de propiedad intelectual
a
nivel internacional durante el siglo xix.
Desde época temprana encontramos ejemplos de concesiones de patentes de invención
en
colonias francesas, inglesas y españolas. Desde comienzos del siglo xvii
las colonias inglesas en América del norte empezaron a conceder monopolios de
patente de forma discrecional (Bently, 2011;
Bracha, 2016). Las entonces colonias de
Massachusetts, Connecticut, Rhode Island, Nueva York, Virginia, Carolina del Sur
y
Plymouth concedieron patentes de invención, sobre todo a invenciones agrícolas,
como
recoge el catálogo de patentes elaborado por el prestigioso abogado londinense
Bennet Woodcroft (1969). Entre 1839 y 1846
también se concedieron patentes en Texas (Muir,
1946), incluso hubo una Oficina de Patentes Confederada que otorgó 274
patentes durante los cuatro años (1861-1865) en que estuvo en funcionamiento (Knight, 2011).
En el caso del imperio británico, hubo sistemas coloniales de patentes en India,
Canadá, Australia y distintas islas del Atlántico y Pacífico. Siguiendo los
principios de derecho consuetudinario (o derecho común) de tradición anglosajona,
estos sistemas permanecieron sin regulación legislativa hasta al menos la ley
de
propiedad intelectual inglesa de 1852 (Bently,
2011; Nard, 2010). A partir de ese
momento las patentes concedidas en Inglaterra debían ser respetadas en las colonias
británicas, limitando de esta manera la libre explotación de técnicas agrícolas
patentadas en suelo inglés. Sin embargo, la ley de 1852 excluía explícitamente
a las
colonias de su ámbito de regulación. Esta relativa estandarización de la legislación
suscitó el rechazo de las autoridades coloniales y hacendados agrícolas en el
Caribe
que las consideraban de poca utilidad o preferían las regulaciones locales más
laxas
en la utilización de técnicas extranjeras. Así, las colonias británicas sin
legislación de patentes o con sistemas imperfectos de concesión mantenían una
ventaja comparativa en la utilización de tecnologías extranjeras sin restricción
alguna. En el caso de la India, por el contrario, la legislación de patentes de
1856
discriminaba a los inventores indios en relación con los británicos, excluyéndolos
de esta manera del sistema (Sagar, 2007).
En 1864 pervivían 17 legislaciones coloniales en el imperio británico, de entre
ellas, el ejemplo australiano es especialmente interesante (Bently, 2011; Todd,
1995). Antes del establecimiento de la Oficina de Patentes de la Commonwealth
en 1904, cada colonia australiana gestionó su sistema independiente de patentes
sin
adoptar un sistema uniforme. Seis sistemas formales fueron establecidos entre
1852 y
1876, sin reconocimiento de derechos de propiedad entre ellos (Queensland, Western
Australia, New South Wales, Victoria, Tasmania y South Australia); en principio,
estos sistemas respetaban el estatus de la legislación británica de 1852, y en
la
práctica cada sistema tenía distintos procedimientos de solicitud, costos de
registro, criterios de patentabilidad, duración del monopolio y publicidad. La
legislación de patentes era un instrumento de política tecnológica con el objetivo
de establecer nuevas industrias. Otras posesiones británicas, como Hong Kong,
no
tendrán legislación de patentes durante el siglo xix. A partir del decenio
de 1870, las colonias británicas se mostrarán más receptivas a la asimilación
de la
legislación de patentes inglesa ante las oportunidades que podían abrir los acuerdos
internacionales (Ricketson, 2015).
En el caso francés, algunas colonias caribeñas, como Martinica, Guadalupe, Reunión
y
Guyana, establecieron regímenes de patentes complementarios al sistema metropolitano
de patentes desde mediados del siglo xviii. En estas colonias, los
gobernadores generales concedían patentes provisionales, sobre todo vinculadas
a la
industria azucarera, con el objetivo de estimular las economías coloniales. Será
entre 1844 y 1849 cuando se empezarán a regular en Francia la concesión de patentes
en las colonias (Gálvez-Behar, 2016).
Con anterioridad al siglo xix pueden localizarse varias concesiones de
privilegios de invención en la América española. La extensión de estas prácticas
es
una cuestión insuficientemente explorada por la historiografía. Sí tenemos
constancia de la concesión, desde época temprana, de privilegios de invención
para
mejoras en técnicas mineras y agrícolas (Escobar,
2004; Sánchez, 1997; Sánchez, 1980). Durante el primer tercio del
siglo xix, las recién independizadas repúblicas latinoamericanas incorporan
legislaciones de propiedad intelectual, como México (1832), Brasil (1830) y Chile
(1840). Ya en la segunda mitad del siglo xix, otros países de la región
también establecerán regulaciones modernas de propiedad industrial como Uruguay
(1853), Argentina (1864), Perú (1869) y Venezuela (1878).4 En 1873, ocho países de América Latina tienen
legislaciones nacionales de patentes, lo que contrasta con la situación en Asia
y
África, donde sólo hay un país con regulación en cada continente. Eso se explica,
en
gran medida, por el relativamente tardío proceso de descolonización en África
y
Asia. Así, para 1900 en América Latina quince naciones tenían legislación de
patentes, por cuatro africanas y dos asiáticas (Patel, 1974).
En América Latina los promotores de estas regulaciones buscaban superar el legado
colonial y establecer instituciones que, como los sistemas de patentes, promovieran
la construcción liberal del Estado (Beatty,
2001). Los legisladores de estas nuevas repúblicas se propusieron
trascender la herencia colonial que trataba los derechos de patentes como
privilegios de prerrogativa real. Las elites latinoamericanas establecieron sistemas
basados en el ideal utilitarista de progreso económico de la nación. Hay excepciones
a esta tendencia, como Haití y República Dominicana, que no tuvieron leyes de
patentes durante el siglo xix, aunque sí se adhirieron a convenios
internacionales sobre derechos de patentes en el último tercio de tal siglo. Varios
países, como Chile, Perú, Argentina y Brasil, admitieron las patentes de
introducción, también llamadas de importación, modalidad de protección reconocida
en
España y sus territorios de ultramar. El objetivo de esta legislación era favorecer
la imitación de tecnologías extranjeras, independientemente de que el solicitante
de
la patente fuera o no el inventor original (Thompson, 1882).
El sistema de patentes en Cuba, Puerto Rico y Filipinas5
Tras los procesos de independencia de la América española, entre 1809 y 1826, España
conservará hasta 1898 las colonias de su segundo imperio: Cuba, Filipinas y Puerto
Rico. Estas colonias, especialmente Cuba, pasarán a ser parte fundamental del
mercado nacional de la España liberal tanto desde un punto de vista estrictamente
económico como del imaginario político. Estas colonias experimentaron una intensa
transformación económica durante el siglo xix. Entre 1830 y 1860, la
industria azucarera cubana y puertorriqueña asistieron a un proceso de modernización
tecnológica, una transición hacia un modelo agroindustrial de gran escala, intensivo
en maquinaria, con presencia de expertos cualificados, pero manteniendo el trabajo
esclavo en la plantación (Cabrera-Salcedo,
2010; Curry-Machado, 2011; Ortega, 2014). Como muestran las balanzas
comerciales y los registros de maquinistas de la isla de Cuba, España desempeñó
un
papel poco destacado en esta transformación tecnológica, ante la incapacidad de
suministrar maquinaria avanzada y trabajadores técnicos cualificados a los ingenios
azucareros. Esto contrasta con la situación en otras islas productoras de azúcar,
como Java y Jamaica, donde las metrópolis fueron activas en el proceso de
mecanización de las plantaciones de sus respectivas colonias (Pretel y Fernández de Pinedo, 2015). José Alcover, ingeniero industrial y
agente de patentes, resumió de manera elocuente esta situación en 1884: “nuestras
Antillas fueron elegidas por ciertos constructores extranjeros como mercado especial
para colocar las que llaman máquinas de exportación” (Alcover, 1884).6
A pesar de la riqueza de las economías coloniales y de la consideración de estos
dominios como parte central de la nación, las elites criollas estuvieron en gran
parte excluidas de las reformas políticas liberales llevadas a cabo en los decenios
centrales del siglo xix (Schmidt-Nowara,
2004). La metrópoli tampoco pareció tener especial interés en estimular
la industria e innovación tecnológica en las colonias. Las elites criollas
disfrutaron, desde finales del siglo xviii, de una relativa autonomía en la
administración de las economías coloniales (Moreno,
1995). La legislación española decimonónica, por influencia francesa, era
dual, con leyes especiales para los territorios de ultramar (Fradera, 2008). Así, en materia de propiedad industrial, hubo
una legislación específica para las colonias (real cédula de 1833 y real decreto
de
1880) distinta a la que se aplicaba en la península (leyes de 1820, 1826 y
1878).7
Encontramos concesiones de privilegio de invención desde las colonias con
anterioridad a la promulgación de la ley de 1833; por ejemplo, Fernando Arritola,
mecánico residente en La Habana, presentó solicitud, remitida a las autoridades
coloniales en 1819, de un privilegio exclusivo para fabricar un alambique de azúcar,
y en 1820 protección por una mejora del mismo destilador.8 El expediente presentado por Arritola en 1819
carecía de dibujo o modelo, pero la Comisión de Agricultura, Industria y Artes
de
las Cortes Españolas en Madrid accedió en 1820 a su solicitud y señaló que dada
la
distancia de las posesiones de ultramar las solicitudes de privilegios de invención
podían presentarse directamente ante las autoridades coloniales.9 Encontramos otros privilegios de invención
para las colonias anteriores a la ley de 1833, tramitados por el Real Conservatorio
de Artes de Madrid. Así, por ejemplo, en abril de 1824 les fue concedido a Lorenzo
Calvo y Domingo Rojas,10
prominentes hombres de negocios de Manila con importante influencia política (Fradera, 1999), un privilegio de introducción
por doce años con el objeto de instalar en las islas Filipinas una ferrería completa
a vapor de construcción inglesa destinada a fundir, laminar y refinar el
hierro.11 En diciembre de ese
mismo año, el Real Conservatorio les concedió a estos mismos comerciantes otro
privilegio de introducción por doce años para una máquina de hilado y torcido
de
construcción extranjera.12
La legislación colonial de 1833, aunque sustantivamente similar a la ley de 1826,
introducía algunos matices. El más importante era que restringía explícitamente
la
concesión de privilegios de introducción, también llamados de importación, en
mejoras relacionadas con adelantos en técnicas agrícolas.13 Además, de acuerdo con la ley de 1833, las
concesiones de privilegios debían publicarse en los respectivos Diarios de
Gobierno y en la Gaceta de Madrid. En las colonias no
existían oficinas de patentes exclusivas para la administración, concesión y
publicidad de las patentes de invención. Desde 1833 y, al menos, hasta el decenio
de
1860, el órgano encargado de la tramitación y el registro de las patentes en Cuba
fue un consejo regido por la Real Junta de Fomento y Agricultura, corporación
fundada por la oligarquía habanera (Marrero,
1984). Los requisitos administrativos requeridos por este consejo eran
arbitrarios y era frecuente la concesión de privilegios sin que el solicitante
presentara especificaciones o memoria técnica. La decisión final de la concesión
era
prerrogativa de las elites criollas, principales interesadas en modernizar sus
plantaciones. La novedad de la invención se equiparaba con la idea de conocimiento
público en la isla.
La legislación de 1833 dejaba espacio para una práctica administrativa arbitraria
en
la concesión de monopolios de invención. Al menos hasta el decenio de 1860, cada
solicitud de patente fue estudiada caso por caso por medio de un procedimiento
ad-hoc; la principal variable que determinaba la concesión de
monopolio temporal era el beneficio económico de la invención para las economías
agrarias coloniales, por encima de la novedad del invento o los derechos del
inventor.14 A diferencia de lo
que ocurría en la España metropolitana, donde la institución de patentes funcionaba
como un sistema de registro sin examen de novedad, en las colonias se practicaba
un
exhaustivo examen de utilidad económica de las invenciones coloniales,15 por lo que en la práctica, la
concesión de patentes en las colonias españolas funcionaba como un sistema de
privilegios con un examen previo de la utilidad de la invención para las economías
coloniales. Puede decirse que en la España metropolitana la barrera para patentar
era el costo del registro y, en ningún caso, el examen de la patente, pues, al
igual
que el sistema inglés, el español era un sistema de registro sin examen técnico
previo. En cambio, en las colonias la barrera era no sólo el costo de solicitud,
como consecuencia de las tasas adicionales de registro y la necesidad de utilizar
intermediarios internacionales, sino sobre todo el examen practicado por las
corporaciones locales. Parece, no obstante, que ambos sistemas, el metropolitano
y
el colonial, contaron con limitados recursos para asegurar el cumplimiento
sustantivo de la reglamentación, siendo el objetivo principal de la protección
de
patentes la transferencia de tecnología extranjera (Pella y Forgas, 1892; Pretel,
2017; Sáiz, 2006).16
Para el dictamen final sobre la concesión de privilegios de invención en Cuba, la
Junta de Fomento recababa informes de la Real Sociedad Económica, del Ayuntamiento
de La Habana y de expertos técnicos independientes con conocimiento especializado,
como el también inventor Mariano Vieta, doctor en farmacia, o el químico José
Luis
Casaseca.17 El voto de las
elites coloniales en esta materia era, en palabras de los propios miembros de
la
junta, “más estricta que indulgente para los [privilegios] de introducción y muy
cauta en los de mejora”.18
Frecuentemente, con el objeto de preparar estos informes, se establecían comisiones
para realizar ensayos de los nuevos procedimientos en las plantaciones.19 Estos exámenes se vieron
facilitados por la proximidad social entre los solicitantes y los encargados de
la
concesión. El abogado y secretario de la Real Sociedad Económica, Rafael Matamoros
y
Téllez, concluía en 1843, en relación con estos dictámenes, que “antes de expedir
cédulas de privilegio por los inventos e introducción de máquinas y mejoras
destinadas al fomento de la agricultura, el Gobierno ha consultado la opinión
del
Cuerpo; y podemos asegurar sin temor a engaños, que en nuestros informes han
brillado los mejores principios de la ciencia económica, y los más puros de acertar
para el bien del país”.20 Esto no
fue siempre así, la propia Sociedad Económica había denunciado en 1836 que estos
informes eran en ocasiones errados y arbitrarios.21
Los extensos informes comisionados por la Junta de Fomento de Cuba para resolver sus
dictámenes muestran que la cultura tecnológica en la plantación azucarera estaba
identificada con la innovación incremental y la experimentación práctica. La cultura
tecnológica en la plantación cubana, en los decenios centrales del siglo
xix, se caracterizaba por un esfuerzo por adaptar la tecnología
extranjera a las particulares condiciones tropicales; era una práctica
agroindustrial basada en el conocimiento tácito de las necesidades técnicas de
la
plantación que contrastaba con la cultura tecnológica más formal que podía
encontrase en enclaves de la España metropolitana, como por ejemplo en las escuelas
de ingeniería industrial (Curry-Machado,
2011; Pretel y Fernández de Pinedo, 2015; Rood, 2017). Con el objetivo de fomentar esta cultura tecnológica práctica la Sociedad Económica
estableció en 1846 una escuela de maquinaria. Esta escuela se estableció en el mismo
edificio que albergaba la Sociedad Económica con el propósito declarado de reducir
la dependencia de maquinistas extranjeros empleados en plantaciones de azúcar, ferrocarriles
y buques a vapor.22
Es importante subrayar el papel de otros incentivos públicos a la innovación. Las
corporaciones controladas por las elites criollas cubanas utilizaron, en el periodo
de 1830 a 1860, un conjunto de instrumentos alternativos de estímulo (premios
monetarios, subsidios, medallas, exhibiciones, ensayos públicos y traducciones
de
manuales) que competía directamente con las patentes y que al parecer proporcionó
mayores incentivos a la innovación. Estas iniciativas de promoción pública fueron
solicitadas en ocasiones en la forma de privilegios de invención, cuando en realidad
no cabían en los contornos legales de este tipo de protección.
Las elites hacendadas implantaron simultáneamente una estrategia de difusión de la
información tecnológica registrada y de datos estadísticos relacionados con los
inventos. Esta información se transmitía a las clases agroindustriales a través
de
órganos oficiales, publicaciones corporativas, informes públicos y tratados
monográficos.23 Esta iniciativa
de transmisión de información tecnológica al dominio público estaba sustentada
en
una concepción colectiva de la innovación, en la que los hacendados compartían
libremente los avances agroindustriales surgidos de la experimentación práctica
en
la plantación, verdadero espacio de producción de conocimiento. La tecnología
y
otros conocimientos agroindustriales eran considerados un bien público no exclusivo.
En este contexto, el sistema de patentes colonial era concebido como un espacio
de
intercambio de información, antes que una institución para la reclamación de
derechos de propiedad del inventor. La competencia estaba en el mercado
internacional, por el abaratamiento de los precios del azúcar y el auge de nuevos
productores. La competencia entre los hacendados cubanos era
amistosa, en palabras de Franklin Knight (1977), y centrada en el estatus social.
Entre los instrumentos de esta política corporativa de estímulo tecnológico
encontramos las comisiones organizadas por la Junta de Fomento para inspeccionar
las
nuevas tecnologías introducidas en distintos ingenios de la isla, que mostraban
la
colocación, el funcionamiento y los resultados de las zafras. Asimismo, fueron
frecuentes las expediciones científicas e industriales subvencionadas por la Junta
de Fomento, iniciativa recogida en el articulado de creación de dicha corporación.
Hacendados, funcionarios gubernamentales y científicos cubanos fueron enviados
a
Estados Unidos, Europa y otras islas del Caribe en busca de maquinaria y expertos
extranjeros. Las nuevas técnicas descritas en los informes de estas comisiones
no
podían ser materia de privilegio, sino después de tres años desde su conocimiento
en
Cuba, y sólo si se daba la circunstancia de que no habían sido puestas en práctica
en la isla.
Buen ejemplo es el viaje, en 1848, de José María de la Torre, catedrático de
geografía de la Universidad de La Habana y socio de la Real Sociedad Económica,
comisionado por la junta para visitar durante varios meses la Confederación
Americana del Norte, incluidas las plantaciones azucareras de Luisiana y el museo
de
patentes de Washington.24 Las notas
de este comisionado fueron publicadas por la Sociedad Económica y en varios
periódicos de Cuba, donde se incluyeron referencias a los principales tratados
de
cultivo y ganadería estadunidenses de la época, así como a estadísticas oficiales
y
modelos de máquinas e inventos. De la Torre remitió también a la junta semillas
escogidas de distintas clases, incluidas las de algodón y trigo, así como pequeños
instrumentos y maquinaria; además, dio a conocer en Cuba el tren de evaporación
de
Norbert Rillieux, que contaba con patentes de Estados Unidos y Francia. Otros
ejemplos de viajes industriales costeados por la Real Junta para examinar progresos
tecnológicos extranjeros incluyen la estancia de un año en Europa del prestigioso
químico José Luis Casaseca, en 1842; la expedición de cinco meses de los hacendados
Ramón Arozarena y Pedro Banduy a Jamaica, en 1828; o la visita de Alejandro de
Olivar a Inglaterra y Francia, en 1830.25
Las colonias y la península tuvieron, durante los años de funcionamiento del sistema
de patentes ultramarino (1833-1898), diferentes organismos de registro y publicidad
de las patentes concedidas (Fernández de Pinedo, Pretel y
Sáiz, 2010; Fernández, 2008, pp.
113-119; Marqués, 2006, pp. 98,
224; Pretel, 2018). Esto significó la coexistencia de múltiples registros, sin
comunicación administrativa fluida acerca de las patentes concedidas en una y
otra
institución, a pesar de que la legislación establecía que las patentes de ultramar
debían ser publicadas en los órganos de la España metropolitana. Esta práctica
hace
muy difícil valorar la evolución, en el largo plazo, del número de solicitudes
de
patentes. Debido al procedimiento poco sistemático de concesión, así como a la
fragmentación y falta de consistencia de los registros de patentes coloniales,
el
estudio cuantitativo de los datos de patentes coloniales es problemático.26 Para este propósito, y sólo para
el caso cubano, existen dos fuentes complementarias: en primer lugar, las memorias
e
informes elaborados por las elites hacendadas, como Memorias de la Sociedad
Económica de La Habana, y en segundo lugar, los expedientes de
tramitación de privilegios de invención custodiados en el Archivo Nacional de
Cuba
(en adelante anc). El problema de la documentación custodiada en el
anc es que carece de un libro de registro estandarizado para todos los
años y recoge además decenas de expedientes de solicitudes de apoyo público para
el
desarrollo de avances técnicos y agrícolas que no pueden ser considerados como
solicitudes de patentes en sentido estricto. Entre la documentación
de rivilegios del anc se encuentran también solicitudes de otras clases de
monopolios comerciales e industriales, así como distintos tipos de ayudas.
Entre 1826 y 1898 se tramitaron en Cuba alrededor de 2 600 solicitudes de privilegios
de invención e introducción.27 Las
solicitudes de protección se concentraron en invenciones relacionadas con la
producción de azúcar, materiales de construcción, combustibles, transportes y
maquinaria, pero también encontramos mejoras en diversos procedimientos
organizativos. Asimismo, entre 1820 y 1898, se realizaron 575 solicitudes de
privilegios de invención en los registros de la España metropolitana para residentes
en Cuba, Filipinas y Puerto Rico (499 para Cuba, 61 para Puerto Rico y quince
para
Filipinas; la gran mayoría, 455 solicitudes, fue cursada entre 1880 y 1898). Decenas
de estos privilegios fueron extendidos a las colonias por medio de trámite
administrativo ante el Ministerio de Ultramar.28 Por desgracia no hemos podido consultar hasta la fecha
la documentación sistemática de registro de patentes para los casos de Puerto
Rico y
Filipinas, si bien disponemos de documentación indirecta y algunas, aunque escasas,
referencias en fuentes secundarias (Cabrera-Salcedo,
2007, 2010).
Para el caso cubano, el periodo con mayor cantidad de solicitudes será el decenio
de
1850, con casi 830 solicitudes, que coinciden con la transformación tecnológica
del
sector azucarero de la isla. En el decenio de 1860 las solicitudes se reducirán
a
poco más de 500, y en el de 1870 serán apenas 130. La impresionante caída en la
cantidad de solicitudes registradas en Cuba a partir de 1860 parece responder
a
cuestiones sociopolíticas y a la transición de las autoridades coloniales hacia
un
modelo de gestión de patentes menos autónomo.29 En el periodo de 1830 a 1860, las solicitudes de
patentes en Cuba correspondían tanto a inventos extranjeros como a domésticos.
Podría hablarse incluso de un predominio de invenciones criollas, resultado de
la
colaboración transnacional de distintos actores (Edgerton, 2007). Se disuelve así la distinción entre invenciones
extranjeras y locales, y la plantación se revela como el espacio de desarrollo
tecnológico.
Entre los solicitantes de patentes en el sistema cubano encontramos al estadunidense
Alfred Cruger (ingeniero jefe de la línea de ferrocarril de La Habana a Güines),
la
casa comercial Drake Hermanos, la empresa Bell Telephone, el químico José Luis
Casaseca, el fotógrafo profesional Esteban Mestre Aulet y los hacendados Juan
Poey y
Wanceslao de Villaurrutia. La gran mayoría de estas solicitudes de patente por
parte
de extranjeros era intermediada por residentes en Cuba. Entre estos intermediarios
destacan los hacendados y maquinistas que no sólo tramitaban las solicitudes
extranjeras, sino adaptaban las nuevas tecnologías de producción de azúcar a las
condiciones tropicales, como el clima y la topografía. Por ejemplo, el ingeniero
francés Pierre Theodore Vaurigaud, profesor de la Escuela de Maquinaria de La
Habana, intermedió en 1851 para obtener una patente como representante de Enrique
Oliveiro Robiuson por una máquina de vapor para la producción de azúcar.30
Entre los solicitantes de patentes en el subsistema cubano encontramos también a
numerosos maquinistas e ingenieros extranjeros, entre ellos Fernando Klever, Ezra
Dod, Hiran Havens, Charles Edmonstone, Elisha Fitzgerald, Michael Glynn, Edward
Beanes y James Ross. Por su superior seguridad, garantía jurídica y posibilidades
de
obtener ganancias económicas, estos maquinistas residentes en Cuba registraron
también sus invenciones, concebidas en las plantaciones de las Antillas españolas,
en oficinas de patentes del Reino Unido, Francia y, sobre todo, Estados Unidos
(Curry-Machado, 2011). Por ejemplo, el
ingeniero inglés Edward Beanes, que tenía una experiencia de dos decenios trabajando
en plantaciones cubanas, obtuvo en 1865 una patente en Estados Unidos por mejoras
en
el refinado de azúcar mediante la neutralización de los ácidos del jugo de la
caña,
invento que también patentó en Cuba y Reino Unido.31
También se encuentran solicitudes de privilegios de hacendados puertorriqueños en
Cuba. Por ejemplo, en 1868 Carlos Federico Schomburg, vecino de Puerto Rico,
solicitó, a través de su representante en Cuba, José Peligero de Lama, dos
privilegios, uno para un nuevo sistema de montura de pailas para elevar azúcar
y un
segundo para un sistema de riego por medio de pozos tubulares en combinación con
bombas; ambos le fueron concedidos.32 Otro puertorriqueño, llamado Juan Ramos, patentó distintos
procedimientos para la depuración y clarificación de la caña de azúcar en Puerto
Rico, Cuba, España y Estados Unidos.33 Ramos vendió algunos de estos derechos de patentes a
emprendedores cubanos y estadunidenses.34
Los inventores franceses Charles Derosne y Jean Francois Cail, y sus sucesivas
empresas de producción de maquinaria, estuvieron entre los más activos en el sistema
cubano de patentes; en 1842 solicitaron privilegio de invención por un moderno
tren
de evaporación al vacío de azúcar en el que adaptaban a la caña de azúcar los
adelantos en la elaboración del azúcar de remolacha.35 Las corporaciones de la isla reconocieron el
inmejorable adelanto que suponía esta instalación; sin embargo, dictaminaron no
acceder a la concesión de patente, después de recabar tres informes, y en su lugar
otorgarle un premio por su invención. La razón esgrimida por la Junta de Fomento
fue
que ese invento ya estaba introducido en Cuba y que la corporación había facilitado
caudales para su transferencia. El informe de la Real Sociedad Económica de La
Habana añadió que Dersone y Cail no eran “los inventores de la base principal
del
aparato” y que la concesión del monopolio resultaría en “un prejuicio al comercio
y
particularmente a los hacendados”. De manera similar, a esta misma empresa se
le
denegó, en 1845, otro privilegio de introducción por un nuevo método de purga
y
cristalización del azúcar. El dictamen de la comisión, formada a tal efecto por
la
Real Junta, justificó en esta ocasión el rechazo en el elevado grado de adelanto
tecnológico en que se encontraba la industria azucarera cubana.36 La Junta de Fomento sí concedió a esta
empresa francesa otras solicitudes de protección, como por ejemplo, en 1850, para
una máquina que elaboraba azúcar sin el empleo de carbón animal.37
Convergencia institucional y reforma de los sistemas coloniales
En el último tercio del siglo xix asistimos a una gradual transformación de
los sistemas coloniales de patentes. En un contexto de creciente globalización
tecnológica, la protección de la propiedad industrial limitada a los territorios
nacionales fue señalada como inadecuada por gobiernos, inventores, empresas e
intermediaros. La conveniencia de uniformidad legislativa entre los distintos
sistemas de patentes, asimismo, empezó a ser demanda internacional habitual,
incluida una presión por homogeneizar las legislaciones coloniales. Los economistas
librecambistas, que tan fuertemente criticaron la protección de patentes durante
los
decenios centrales del siglo xix, perdían influencia (Machlup y Penrose, 1950; May y
Sell, 2006).
A partir del decenio de 1880 se firmaron diversos tratados supranacionales que
regularon internacionalmente los derechos de patentes de invención. Entre ellos
destaca el Convenio Internacional para la Protección de la Propiedad Industrial
suscrito en París en 1883 que, con revisiones posteriores, sigue vigente hasta
nuestros días (Penrose, 1951; Plasseraud y Savignon, 1983; Ricketson, 2015). Entre los estados
contratantes38 se encontraban
potencias coloniales como España, Francia, Bélgica y Portugal. También estuvieron
representados países de América Latina como Brasil, El Salvador y Guatemala. Otros
centros imperiales se incorporarán en poco tiempo, como Reino Unido en 1884 y
Estados Unidos en 1887. El convenio de 1883 –uno de los primeros tratados
multilaterales de la historia– consagró la doctrina de derecho natural de la
invención, el principio de tratamiento nacional y el derecho de prioridad. Su
principal logro fue la constitución, en 1884, de la Unión para la Protección de
la
Propiedad Industrial y el establecimiento de una Oficina de la Unión Internacional
con sede en Berna.39
En el congreso de 1883 se abordó la problemática de los sistemas de patentes
coloniales, si bien no se acordó regulación al respecto. En el largo plazo, la
Convención de París sí tendrá efectos notables en espacios coloniales (Ricketson, 2015). Durante los decenios de 1880
y 1890, las conferencias de revisión que seguirán al Convenio de París sí incluirán
en los acuerdos referencias a la regulación colonial, con escasos efectos jurídicos,
por la oposición de España y Estados Unidos (Gálvez-Behar, 2016). Así, el reglamento para la ejecución del convenio,
aprobado en Roma en 1886,40
disponía que fuera prerrogativa de las metrópolis indicar cuáles de sus
“territorios, colonias o posesiones” formarían parte de la Unión. En esa ocasión,
el
representante español, Mariano de Larra, por entonces director del Boletín
Oficial de la Propiedad Industrial, declaró a la asamblea, siguiendo
las instrucciones recibidas del gobierno español, que las islas de Cuba, Puerto
Rico
y Filipinas debían ser consideradas partícipes de la Unión por la adhesión de
la
metrópoli.41 Otras colonias,
protectorados y territorios dependientes también se adhirieron en los años
siguientes a la Convención de París, por ejemplo Siria, Túnez y Argelia, por parte
de Francia; Azores y Madeira, por parte de Portugal, o Surinam y Curasao, en el
caso
holandés. En la conferencia de Washington de 1911 se añadirá explícitamente al
Convenio de París la posibilidad de solicitud directa de adhesión de colonias
y
territorios dependientes.
Durante los mismos años, al final del decenio de 1880, y como respuesta a la Unión
de
París, se creará un sistema interamericano de patentes vinculado con la celebración
de las Conferencias Panamericanas (Ladas,
1975);42 en la primera,
en Washington entre octubre de 1889 y abril de 1890, Estados Unidos y varias
repúblicas latinoamericanas, como México y Brasil, discutieron, entre otros temas,
la adopción de acuerdos en materia de patentes o privilegios de invención. En
la
conferencia se recomendó la adhesión al tratado sobre patentes que varias naciones
americanas habían firmado en el Congreso Sudamericano de Derecho Internacional
Privado, celebrado en Montevideo un año antes. En la primera Conferencia
Panamericana no estuvieron representados todos los países hispanoamericanos,
faltaron Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico; el primero denegó la invitación por
sus
disputas territoriales con Estados Unidos y las otras dos islas del Caribe no
pudieron asistir por ser aún colonias de España. En 1902, en la segunda Conferencia
Panamericana, celebrada en México, se firmó un tratado sobre patentes de invención,
dibujos industriales y marcas de comercio de fábrica, suscrito, entre otros países,
por Argentina, Bolivia, Chile, México, Perú y Uruguay. Estados Unidos y Cuba,
ya
independizada de España, también se adhieren al tratado.43
A pesar de los diferentes acuerdos internacionales, hasta 1898 continuará funcionando
un sistema de patentes colonial en las islas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas,
que
habían reafirmado su relativa autonomía en la materia con la legislación especial
colonial de propiedad industrial de 1880.44 Los gobernadores generales de las colonias
conservaron, en los dos últimos decenios del siglo xix, la prerrogativa de
conceder patentes de invención. A diferencia de la legislación de 1833, la concesión
de patentes en la metrópoli pasó a tener efectos legales en todos los dominios
españoles, sin necesidad, como hasta entonces, de abonar cuatro veces las tasas
de
registro. Toda patente metropolitana se consideraba concedida no sólo para la
península, sino para las provincias de ultramar. Las tasas de registro, como también
ocurrió en la península con la ley de 1878, pasarán a ser de tipo progresivo,
lo que
supuso un fuerte aumento, entre 1880 y 1898, en la solicitud de patentes en los
registros de la España metropolitana por parte de residentes en las colonias.
El
título metropolitano protegía en todos los dominios, si bien era necesaria una
solicitud específica y un testimonio legalizado ante el Ministerio de Ultramar
para
que los derechos de patentes fueran extendidos a las colonias. Los inventores
podían
también legalizar sus patentes directamente ante los gobernadores generales de
cada
provincia de ultramar, a quienes les correspondía llevar un registro general de
patentes y publicar la información de las concesiones en la gaceta oficial de
cada
provincia. Parece que esta legislación especial se siguió prestando a abusos e
inseguridad jurídica, como denunció el ingeniero industrial Gumersindo Vicuña,
profesor de física matemática en la Universidad Central de Madrid y antiguo director
general de Agricultura, Industria y Comercio (Vicuña, 1882, p. 144).
De la misma manera, cualquier patente concedida en ultramar podía ser extendida a
los
otros dominios españoles, incluida la península, por medio de instancia al
gobernador general de la respectiva colonia, sin costo adicional alguno. Las
dificultades que encontraban los solicitantes extranjeros para satisfacer los
complejos requerimientos administrativos de la legislación colonial, como la
certificación de la puesta en práctica y la redacción de las especificaciones,
llevaron a la proliferación de agentes intermediarios en la solicitud de patentes.
Tres agencias dominaron la lucrativa actividad de intermediación de patentes en
las
colonias españolas: Elzaburu (fundada por el abogado puertorriqueño Julio
Vizcarrondo); Clarke, Modet & Co. y el Centro Auxiliar de la Industria. Esta
situación ya había sido denunciada en 1877 en uno de los editoriales de la revista
mecánica madrileña La Crónica de la Industria: “si desea que, como
español, su invento se proteja en toda España, entonces es necesario que atraviese
los mares, que nombre agentes en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, obtenga tres nuevos
privilegios y apronte casi una fortuna”.45
En definitiva, a pesar de la nueva reglamentación de 1880, siguieron existiendo dos
sistemas de patentes distintos: uno, con lo legislado para la península y en el
que
las concesiones eran reconocidas en todos los dominios españoles; y otro, colonial,
en el que se solicitaban los privilegios que en principio sólo tenían efecto en
ultramar (García-Garófalo, 1890). La España
ultramarina tuvo, asimismo, una legislación específica sobre marcas, dibujos y
modelos industriales, gracias a la ley de 1884, proyecto presentado por iniciativa
de Manuel Aguirre de Tejada, ministro de Ultramar, inmediatamente después de los
acuerdos de la Convención de París.46 La existencia de una ley específica de marcas colonial se
justificó por la necesidad de una protección efectiva de la industria del tabaco
en
las dos Antillas. Esta situación fue denunciada por el prestigioso abogado de
patentes José Pella y Forgás, autor en 1892 de Las Patentes de Invención y
los Derechos de Inventor, uno de los tratados sobre patentes de
invención más extensos y destacados de la época: “No se explica sino por la desidia
que caracteriza a los gobiernos españoles la anomalía de poseer legislación de
modelos industriales para ultramar y no tenerla para España” (Pella y Forgas, 1892). En realidad, tampoco los hacendados
cubanos parecían contentos con la paulatina formalización del sistema colonial
de
propiedad industrial. Francisco Zayas, director de la Revista de
Agricultura, órgano oficial del Círculo de Hacendados de la Isla de
Cuba, señalaba en 1880: “La máquina o máquinas y aparatos que han de hacer la
extracción y concentración de ese rico jugo, no es ningún invento privilegiado
por
una patente, que sólo pueden emplear uno o unos pocos constituidos en
sociedad”.47
En el último tercio del siglo xix se redujeron drásticamente las solicitudes
de patentes de invención en los registros cubanos. Dicho esto, se aprecia al mismo
tiempo una creciente actividad en el sistema de patentes colonial de los inventores
y las empresas estadunidenses. Por ejemplo, la división neoyorquina de la empresa
de
maquinaria Babcok & Wilcox solicitó en 1885 privilegio por diez años para una
mejora en la construcción de calderas de vapor. El dictamen de la Real Sociedad
Económica de Amigos del País de La Habana fue favorable. En este caso el ingeniero
Alberto Verastegui, representante de la empresa en la isla, solicitó, y se le
concedió, extensión del plazo de puesta en práctica de la invención, por ser este
“sumamente corto cuando se trata de una industria que ha de explotarse en grande
escala y que requiere el auxilio de costosas máquinas, plantillas y modelos para
su
fabricación”.48 Frederick Cook,
ingeniero de la compañía Babcock Wilcox, también obtuvo un privilegio en La Habana,
pocos años más tarde, en 1889, por un aparato automático completo para quemar
bagazo
verde en combinación con una batería de calderas seccionales. En esta ocasión
la
duración de la protección fue por quince años.49
Buena muestra de la creciente influencia estadunidense son los artículos aparecidos
en la revista La América Científica e Industrial, publicada desde
1880 en Nueva York por la agencia de patentes Munn & Company. Esta revista de
patentes se publicaba acompañada por la Scientific American Export
Edition y estaba especialmente dirigida a los países latinoamericanos
de habla española, donde la agencia de patentes Munn & Co. y los inventores
americanos a los que representaba solían extender derechos de patentes. Las colonias
españolas de Cuba y Puerto Rico fueron objeto de numerosos artículos de las revistas
publicadas por Munn & Co., tanto en su edición en inglés como en español. Muchos
de estos textos destacaban las oportunidades que presentaban la transición al
central azucarero en la agroindustria caribeña para los
inventores, ingenieros y fabricantes de maquinaria de Estados Unidos.
Las empresas de Thomas Alva Edison fueron especialmente activas en entornos
coloniales, como India, Sudáfrica, Ceilán y Australia. En cuanto a las colonias
españolas, en el decenio de 1880 se establecieron varias compañías en Nueva York
para controlar, publicitar y licenciar tecnologías patentadas en Cuba, Puerto
Rico y
“otras colonias españolas”: la Electric Light Company of Cuba and Porto Rico,
la
Edison Electric Light Company of Havana, la Edison Spanish and Colonial Electric
Light Company y La Havana Electric Light Company (Hausman, Hertner y Wilkins, 2008, pp. 77-78).50 Estas empresas se constituyeron
principalmente para controlar patentes y comercializar tecnología, como plantas
de
iluminación eléctrica para centrales azucareras y centros urbanos. Thomas A. Edison
cedió a estas compañías coloniales varias patentes que se le habían otorgado con
anterioridad en España. La Edison Spanish Colonial Light Company incluso tuvo
desde
1882 hasta 1884 una planta de exhibición en La Habana, con el estadunidense Edward
Beardsley como ingeniero jefe. De acuerdo con el ingeniero eléctrico Thomas C.
Martin y el abogado de patentes Frank L. Dyer, a estas compañías se les otorgaron
doce patentes en Cuba (Dyer y Martin, 1910).
La Edison Spanish Colonial Light Company también obtuvo en Madrid varias patentes
en
el decenio de 1880 sobre distribución eléctrica y lámparas incandescentes.51
Con la independencia de Cuba, Filipinas y Puerto Rico en 1898, se asiste a una
reconfiguración de los derechos de propiedad industrial en estos territorios.
A
partir de 1898 Estados Unidos impuso un nuevo sistema de patentes en las colonias
españolas. En el Tratado de París de 1898 entre España y Estados Unidos se
discutieron, entre otras cosas, medidas legislativas transitorias en materia de
derechos de patentes, adoptándose algunas provisiones (Bellido, Xalabarder y Casas, 2011). A partir de noviembre de
1899 todas las patentes en vigor en Estados Unidos pasaron a ser reconocidas en
las
colonias españolas.52 Por su parte,
en 1899, España estableció un periodo de tres meses para que los titulares de
patentes en Cuba, que no pudieron hacerlo durante la guerra, se pusieran al día
en
el pago de anualidades.53 Un año
después, en mayo de 1900, por orden militar, se estableció que todos los titulares
de patentes registradas en Cuba que quisieran amparo de Estados Unidos debían
revalidar sus certificados acreditativos de registro ante las nuevas autoridades
de
la isla.54 Finalmente, en 1904,
Cuba se adhirió al Convenio de París para la Protección de la Propiedad Industrial,
además de haber ratificado el tratado sobre patentes de invención acordado en
la
Segunda Conferencia Internacional Americana en enero de 1902 en México.
Conclusiones
El objetivo de este texto ha sido estudiar la evolución de los sistemas coloniales
de
patentes durante el siglo xix, tomando como ejemplo el caso español. La
existencia de una institución de patentes colonial no fue una excepción española.
La
regulación formal de los derechos de patentes en las colonias inglesas, francesas
y
españolas fue impuesta por las respectivas metrópolis. Ahora bien, el funcionamiento
de dichas instituciones muestra que esta no es tan sólo una historia de intervención
imperial, sino de descentralización con distintos grados de coordinación con las
metrópolis. En muchos de estos dominios la protección de patentes no era deseable
o
necesaria. Tampoco parece que hubiera al respecto una estrategia coherente de
los
centros imperiales. Existía poca preocupación de las potencias coloniales por
homogeneizar estos divergentes sistemas de patentes, por lo que se mantuvieron
su
debilidad legal e imperfección institucional.
Durante el siglo xix compitieron distintos modelos de regulación del derecho
de propiedad industrial. Las legislaciones coloniales respondieron a las necesidades
de las economías coloniales, antes que a una lógica de índole filosófico o a
cuestiones morales. En América Latina se toma como modelo preferido el sistema
francés. Respecto de los sistemas coloniales, se encuentra una práctica del derecho
de patentes distinta a la concepción habitual hoy en día. El sistema de patentes
colonial español entre 1830 y el decenio de 1860 tenía tres elementos definitorios;
en primer lugar, se caracterizaba por una concesión discrecional, con decisiones
ad-hoc y respaldada por una legislación confusa, ambigua y
excepcional. El dualismo de la legislación permitió a las elites coloniales
preservar la autoridad de conceder privilegios monopolistas. Los gobernadores
generales tenían reservada la prerrogativa de conceder privilegios de invención
en
función de las necesidades económicas de sus territorios. Distintas corporaciones
coloniales actuaban como consultores. Se empleaba un incentivo utilitario, de
corte
neomercantilista. También fueron utilitarios los criterios de patentabilidad,
que en
la práctica restringían la concesión de patentes en sectores económicos estratégicos
o avanzados.
Esta imperfección institucional ofrecía claras ventajas. Las invenciones extranjeras
podían ser introducidas en las economías coloniales sin los costos adicionales
que
supondría un sistema de patentes garantista. La autoridad colonial administró
estos
sistemas de manera pragmática, guiada por los imperativos de sus economías. Había
una concepción de las patentes como privilegio exclusivo para emprender una
actividad económica, antes que un derecho natural del inventor. Las patentes eran
vistas en la práctica como privilegios y no como derechos o méritos. El contrato
entre el solicitante y la administración colonial se centraba fundamentalmente
en la
puesta en práctica de la nueva tecnología en ese territorio. El objetivo era
promover la aplicabilidad económica del invento en la colonia, no proteger o
incentivar al autor del invento; es decir, lo definitorio eran los intereses
económicos de las elites coloniales.
En segundo lugar, se trataba de un sistema con una administración no
profesionalizada. Las corporaciones coloniales conformadas por las elites económicas
y políticas locales actuaban de oficinas de registro, evaluación y publicidad
de las
patentes. No había un procedimiento administrativo estandarizado de concesión.
La
legislación establecía que el titular de una patente podía demandar judicialmente
al
usurpador de su propiedad, aunque no parece que la jurisprudencia ni los tribunales
fueran garantistas. En los dictámenes de concesión se valoraban cuestiones como
el
precio de los bienes, el costo de la maquinaria, la política comercial o la posible
competencia de nuevos productores. Tampoco había un cuerpo burocrático especializado
en la concesión de patentes, como sí se conformaría (aunque muy reducido, falto
de
recursos y menguante) en la España metropolitana durante el siglo xix.
Aunque es un aspecto difícil de analizar de manera sistemática, parece claro que
los
derechos de propiedad del invento eran débiles y difíciles de hacer cumplir. La
naturaleza incremental de muchas de las innovaciones introducidas en las economías
coloniales dificultaba la detección de incumplimientos en los derechos de patentes,
siendo los derechos de propiedad del invento de poca utilidad para sus titulares
ante la incertidumbre legal. Las patentes coloniales fueron una limitada fuente
de
extracción de rentas, ante el prácticamente inexistente mercado de patentes en
las
economías coloniales.
En tercer lugar, el tipo de protección que ofrecían estas instituciones coloniales
también era variado, en muchas ocasiones mediante incentivos alternativos a las
patentes. Las corporaciones coloniales, en su objetivo de estimular la innovación,
promovieron premios, subsidios, comisiones de estudio, viajes, traducción de textos
y otros monopolios de explotación. Estos instrumentos entraban frecuentemente
en
conflicto con la concesión de patentes. Así, las corporaciones coloniales tejieron
una infraestructura social para el intercambio de información práctica, cuyo
objetivo era evitar el secretismo tecnológico. Estas instituciones eran nodos
en las
redes de intercambio de conocimiento tecnológico en el Atlántico, redes que no
sólo
intercambiaron técnicas, sino también circularon derechos, expertos, textos e
ideas.
Al menos en el caso de Cuba, en el periodo de 1820 a 1860, esta estrategia de
promoción de la innovación permitió la circulación de nuevos inventos y
procedimientos agroindustriales, lo que también fomentó la experimentación y las
mejoras de tipo incremental en las plantaciones, basadas en la experiencia práctica.
Ahora bien, este sistema colonial de patentes se institucionalizó de manera
divergente, lo que pone de manifiesto que arreglos institucionales alternativos
a
las patentes podrían haber sido tanto o más efectivos.
Las dinámicas políticas internacionales fueron un determinante en la evolución del
sistema de patentes en las colonias españolas. La presión internacional por
estandarizar y armonizar la legislación de patentes inició un lento proceso de
transformación de dichos sistemas coloniales de patentes durante los dos últimos
decenios del siglo xix. En 1898, Cuba, Filipinas y Puerto Rico pasaron a
ser nominalmente estados soberanos, si bien sujetos a la intervención de Estados
Unidos. En materia de propiedad industrial, a partir de ese momento Estados Unidos
introdujo medidas legislativas que garantizaban un reconocimiento recíproco de
las
patentes concedidas. Los efectos del Convenio de París de 1883 y de las Conferencias
Panamericanas sólo se harán sentir en las antiguas colonias españolas ya entrado
el
siglo xx.