América Latina en la historia económica | , 2019 | vol. 27, núm. 2 | pp. e1068 | ISSN: 1405-2253 | eISSN: 2007-3496 |
DOI: 10.18232/alhe.1068

Fases, similitudes y diferencias entre los casos de las dictaduras y economía política en Argentina, 1966-1973 y 1976-1983, y Brasil, 1964-1985


Phases, Similarities and Differences between the Cases of Dictatorships and Political Economy in Argentina, 1966-1973 and 1976-1983, and Brazil (1964-1985)

Leandro M. Bona1*, ORCID: 0000-0002-0920-9754

Sergio M. Páez2, ORCID: 0000-0003-2630-2536

[1] Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Buenos Aires, Argentina.
[2] Universidade Federal do Rio de Janeiro, Rio de Janeiro, Brasil.
Correspondencia::

Resumen

Argentina y Brasil vivieron dictaduras cívico-militares durante las décadas de 1960 y 1980. En Argentina, la experiencia se dividió en dos etapas: en la primera (1966-1973) se persiguió una estrategia industrializadora; mientras que en la segunda (1976-1983), se alineó al proceso neoliberal. En Brasil, la dictadura (1964-1985) se inició en pleno auge de la etapa desarrollista y no abandonó ese patrón económico. En este artículo se analiza la evolución de ambas experiencias desde la economía política; se indaga en las formas que asumen los procesos de acumulación de capital en cada caso, al analizar cómo las dictaduras incidieron en los mismos, así como los objetivos ideológicos y de política económica que persiguieron. La comparación pone en debate aspectos como las condicionantes del mercado mundial en las dinámicas internas de cada país y las alianzas de clases sociales para entender las similitudes y diferencias entre los dos países.

Abstract

Argentina and Brazil experienced military civic dictatorships during the 1960s and 1980s. In Argentina, the experience is divided into two stages: in the first one (1966-1973), the country pursued an industrializing strategy; in the second one (1976-1983), it started a neoliberal process. In Brazil, the dictatorship (1964-1985) began in the context of the developmental stage and did not abandon that economic pattern. This article analyzes the evolution of both experiences with the elements of political economy; it investigates the processes of capital accumulation in each case, by analyzing how the dictatorships affected them, as well as the ideological and economic policy objectives they searched. This comparison discusses aspects such as the conditions of the world market in the internal dynamics of each country and social class alliances to understand the similarities and differences between both countries.

Palabras Clave: economía política; dictaduras; política industrial.

Key Words: political economy; dictatorships; industrial policy.

Clasificación JEL: Clasificación JEL: N16; N46; N96; P16.

Fecha de recibido: 27 de febrero, 2019.
Fecha de aceptado: 8 de octubre, 2019.
Fecha de publicado: 16 de diciembre, 2019.


Introducción

Desde el fin de la segunda guerra mundial hasta 1960, Brasil experimentó una de las tasas de crecimiento del pib más alta del mundo (tasa media anual de 6.3%), solo superada por Alemania, Japón, Corea del Sur y Taiwán. En 1964, las fuerzas armadas derrocaron al presidente constitucional de Brasil, João Goulart, quien se había abocado, especialmente sobre al final de su mandato, a la tarea de instaurar un conjunto de medidas económicas expansivas, a la vez que basó la política exterior en un criterio de independencia y no de alineamiento con Estados Unidos; pero la estrategia popular acabó cuando el general H. A. Castelo Branco arribó al Palacio del Planalto en abril.

Las razones que explican el golpe obedecieron tanto a fenómenos internos como externos largamente analizados (Ramírez, 2012; Mattos, 2017). Correa y Fontes (2016) argumentan que, para los sectores populares, el cambio de gobierno significó un viraje decisivo en materia de relación salarial,1 lo que inauguró un largo ciclo dictatorial que dejaría huellas permanentes en los sindicatos y en las condiciones materiales de la clase trabajadora. En contraposición, Oliveira (2003) afirma que el salario mínimo ya sufría un deterioro desde 1957. Desde el punto de vista de la economía política, los cambios también expresaron nuevas estrategias por parte del nuevo bloque en el poder,2 el cual mantuvo el impulso al proceso de industrialización, pero reordenó los actores y protagonistas dentro del mismo. En este sentido, se identifican distintas etapas hasta 1985, cuando se da paso a la transición democrática.

En el caso argentino, ocurrieron dos golpes de Estado entre mediados de las décadas de 1960 y 1980. En 1966, la autoproclamada revolución argentina asumió el poder, con Juan Carlos Onganía al frente, luego de derrocar al gobierno del radical Arturo Humberto Illia, ya sobre la fase económica ascendente del segundo ciclo sustitutivo (Brodherson, 1973). Esta dictadura atravesó distintas etapas y elencos de gobierno hasta 1973, e intentó desarrollar una estrategia de crecimiento económico apoyada en el dinamismo del sector industrial, combinado con una neutralización y fractura (a la postre fracasada) del movimiento popular.

Posteriormente, la dictadura, iniciada en 1976, implicó una transformación decisiva respecto de la etapa de sustitución de importaciones (1945-1975), al iniciar el proceso neoliberal bajo la modalidad de la valorización financiera (Basualdo, 2013). Para lograr este propósito, se recurrió a un genocidio, que tuvo como principal blanco de ataque a la clase trabajadora organizada (Canitrot, 1980; Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, 1984).

El análisis de estos acontecimientos, desde la economía política resulta pertinente porque aún se discute respecto de las diferentes derivas que tomaron estos procesos dictatoriales y por qué siguieron derroteros distintos (Lazzari y Rapoport, 2012; Moreno y Figueroa, 2018; Ramírez, 2014). En este artículo se sostiene que el contrapunto entre ambas experiencias muestra que las correlaciones de fuerza entre las clases sociales, los distintos engranajes del bloque en el poder en cada país, y la tendencia que determinan el mercado y la geopolítica internacionales son elementos necesarios para comprender los derroteros seguidos por Brasil y Argentina entre las décadas de 1960 y 1980.

Bajo el trasfondo que delimitan las tendencias mundiales y con el apoyo explícito de Estados Unidos a Brasil, los sectores dominantes representados durante la dictadura (1964-1985) desplegaron una estrategia de aceleración industrial combinada con distribución regresiva del ingreso. El tránsito neoliberal solo acaeció cuando los intentos de sostenimiento del modelo sustitutivo chocaron con la crisis de la deuda de la década de 1980 y este proyecto político y social comenzó a tornarse hegemónico en el nivel global (Harvey, 2007). No obstante, el proceso de democratización y las presiones por demandas sociales atendidas en la Constitución de 1988 demoraron la instauración de las reformas neoliberales hasta principios de la década de 1990.

En cambio, en Argentina se asistió a dos estrategias diferentes: primero, la dictadura de 1966-1973, en el marco de proscripción del peronismo,3 desplegó una política económica relativamente similar a la brasileña, pero cuando chocó contra la resistencia popular (en particular desde 1969), se vio condicionada a retroceder paulatinamente en su proyecto, convalidar mejoras distributivas que no estaban en agenda, y dar lugar a la apertura democrática. Después de esa experiencia y luego de un tercer gobierno peronista donde la conflictividad social se acrecentó, la dictadura de 1976-1983 redefinió el diagnóstico: la clave del conflicto distributivo, político y social era infranqueable dentro del marco del modelo de industrialización y se abocó a su desmantelamiento, lo que sentó las bases del proyecto neoliberal (Harvey, 2007).

Así, el presente artículo da cuenta de los factores político-institucionales que explican la llegada al poder de los regímenes militares, a través de la concepción de O’Donnell (1988) de Estado burocrático autoritario, y también presenta las características de la economía política en Argentina y Brasil, primero para el periodo 1966-1974 y, luego, para el de 1975-1985.

El Estado burocrático autoritario en Brasil y Argentina

Guillermo O’Donnell (1988) planteó las características de los regímenes de dictaduras en el Cono Sur. En su obra señala que el Estado burocrático autoritario es un tipo de Estado que “no es garante de la burguesía, sino del conjunto de la relación que establece a esta clase como clase dominante. No es, por lo tanto, un Estado de la burguesía” (p. 16).

Las características de este tipo de Estado son: a) una sociedad global que garantiza y organiza la dominación ejercida a través de una estructura de clases subordinada a las fracciones superiores de una burguesía altamente oligopólica y trasnacionalizada, y en donde su principal base social es esta gran burguesía; b) institucional: un conjunto de organizaciones en el que adquieren peso las especializadas en la coacción, así como las que pretenden normalizar la economía. Por lo tanto, sus tareas se centran en reinstaurar el orden en la sociedad mediante la subordinación del sector popular y estabilizar la economía, y c) un sistema de exclusión política –sin libertades democráticas– y económica –promoción de un régimen de acumulación concentrador de la riqueza y extranjerizado– del sector popular activo, donde ocupan un lugar destacado las fuerzas armadas y las grandes empresas públicas y privadas (Moreno y Figueroa, 2018).

La activación del Estado burocrático autoritario ocurre cuando la gran burguesía doméstica y trasnacionalizada se siente amenazada por el sector popular. Si bien el proceso de industrialización liderado por el Estado diversificó y creó nuevas relaciones de producción que expandieron los intereses de las clases dominantes,4 permitió, a su vez, la organización y formación de un movimiento obrero que, en última instancia, también cuestionó las relaciones de dominación, en especial durante el peronismo (1946-1955). Entonces, los sectores dominantes autopercibidos en peligro, invocaron el tutelaje de las fuerzas armadas para restablecer las condiciones económicas originales y sus relaciones de dominación. El discurso sobre el que se apoya este mensaje consiste en la promoción de la estabilidad, es decir, en normalizar la economía reorganizando las relaciones de trabajo, eje sobre el que funciona la sociedad capitalista, pero con la aniquilación de las instituciones de participación democrática. En este sentido, el doble proceso coerción-consenso de validación del régimen de acumulación se reduce a la coerción que ejercen los aparatos de Estado.5

Desde el punto de vista de la economía política, el reclamo de normalización de las relaciones económicas, es decir la garantía de estabilidad –vía reducción de la inflación–, se transforma en uno de los pilares del nuevo enfoque que asocia el desorden y el descontrol con los procesos populistas. Al respecto, el llamado a la corrección de los desequilibrios fiscales y comerciales, así como a los desbordes salariales, forma parte del discurso clásico aplicado por los gobiernos liberales –luego neoliberales– a la hora de diagnosticar la inconsistencia de los llamados populismos (Dornbusch y Edwards, 1990). En esos casos se hace hincapié en la necesidad de aplicar planes de estabilización o de enfriamiento de la economía, basados en las recetas de los organismos multilaterales de crédito y que consisten, por diferentes vías, en la reducción del salario real y en la consecuente contracción del consumo agregado, considerado este último como doblemente nocivo: inflacionario y comercial-deficitario, por efectos de la creciente demanda importadora.

El enfoque de O’Donnell aporta una importante perspectiva sobre este asunto, y que aplica tanto al caso argentino como en el brasileño: el papel de ese conglomerado de grandes empresas en la génesis del Estado burocrático autoritario. En el marco de la guerra fría, la burguesía oligopólica y concentrada había sufrido importantes transformaciones, producto de la industrialización liderada por el Estado, evolucionando desde las actividades tradicionales que la habían constituido (agricultura, ganadería y minería) hasta las ramas industriales, en ese entonces de baja sofisticación (Furtado, 2003; Peña, 2007). En este contexto, su programa económico consistía en el desarrollo de un régimen de acumulación jalonado por la industria, pero con límites sobre las demandas de las clases subalternas (salarios y relaciones de trabajo).

Estos sectores se complementaban con el capital extranjero, de creciente relevancia en el aparato productivo de los países bajo análisis (Furtado, Soler, y Oliveira, 1972). La fuerte transnacionalización, según O’Donnell, no solo se expresaba en el avance de las empresas de origen foráneo en los principales resortes de las industrias medianas y pesadas, sino, además, en firmas de cierta composición u origen doméstico, pero con libre capacidad para moverse extra fronteras. En este sentido, la taxonomía empleada para definir al capital transnacional dista de las miradas tradicionales de la economía y remite a los tipos de conducta de este sector que refuerzan la idea de que, a medida que se expande, concentra y centraliza, “el capital no tiene bandera” y actúa en consecuencia con este tipo de intereses (descarta el papel del salario como vector de demanda y lo relega al de costo de producción). De ahí que sean relevantes las asociaciones entre firmas nacionales (tanto públicas como privadas) y empresas multinacionales. En este escenario, la estructura productiva desempeña un papel fundamental para comprender las relaciones entre el Estado, la economía política, las clases sociales y fracciones de clase, y las expresiones políticas en que las mismas se expresan, por lo que cabe mencionar qué características salientes tenían estas economías.

A inicios de la década de 1960, Brasil y Argentina habían avanzado en la industria liviana (industrialización espontánea por la caída del comercio mundial de las décadas previas), profundizando su proceso de urbanización, lo que también implicaba una diversificación en servicios. Toda esta reestructuración productiva se había realizado sobre la adopción de técnicas de los países centrales, lo cual implicaba mantener relaciones laborales estructuralmente heterogéneas en términos de productividad y un elevado excedente de mano de obra (Bielschowsky, 1998). Si bien se habían moderado las compras externas de bienes de consumo por efecto del proceso de sustitución de importaciones, las importaciones de bienes intermedios y de capital crecían a un elevado ritmo para aceitar la producción industrial doméstica. De este modo, el equilibrio de la balanza de pagos dependía de las exportaciones de los bienes agropecuarios (que en 1964-1965 representaba 73.2% del total de las exportaciones para Argentina y 72.3% para el caso de Brasil), por lo que los límites del crecimiento solían emerger desde el sector externo (Sunkel y Paz, 1970). Ello alentaba el concurso del mencionado capital extranjero y el endeudamiento internacional, lo que anticipaba futuras dificultades financieras, además de verificarse conflictos en el orden fiscal (déficit) y monetario (inflación). Más allá de estos problemas, ambas economías se encaminaban a transitar un periodo pujante (1964-1974) donde los términos de intercambio tendrían una tendencia positiva (Gerchunoff y Llach, 2018).

A mediados de la década de 1960, ambos países ya mostraban una predominancia industrial relevante. En Argentina, en 1955, 44.5% de su pib industrial estaba representado por textiles, cuero, calzado, alimentos y bebidas, con 37.3% entre químicos y derivados, y metalmecánica. Diez años después esas proporciones eran de 32.5% y 52.9%, respectivamente, y eran las industrias dinámicas (químicos, metales básicos, maquinaria y equipo) las que más crecerían en esa década (Azpiazu et al., 1976). Los salarios, en este escenario, asumían un papel clave en la dinamización del mercado interno, convalidando una distribución del ingreso relativamente equitativa en el escenario regional, en tanto que el sector agrícola mostraba cierto estancamiento y los servicios iban incrementando su participación en el pbi (Gerchunoff y Llach, 2018).

En cambio, Brasil tenía una distribución del ingreso más desigual, aunque la misma empeoraría hacia la década de 1970 (Medialdea, 2012). Sin embargo, compartía la relevancia del producto industrial y su tendencia creciente, ya que hacia mediados de la década de 1960 logró la instalación en el país de la industria automotriz, construcción naval, material eléctrico, maquinarias y equipos, además de anotar la expansión de industrias básicas como la siderurgia, la de metales no ferrosos, la de química pesada, la de petróleo, y la de papel y celulosa. Se avanzaba en industrias de mayor contenido tecnológico, con incrementos de la participación del Estado en la inversión y de las inversiones extranjeras en sectores dinámicos (Kupfer, Ferraz, y Carvalho, 2009).

El arribo de las fuerzas armadas al poder, tanto en Brasil como en Argentina, puede entenderse como el sustento del proyecto económico de ciertas clases y fracciones de clase articuladas con el propio proyecto económico-político de las fuerzas armadas y la proyección de los intereses de la potencia hegemónica –Estados Unidos– en la región bajo el contexto de la guerra fría, con el propósito de reorganizar las relaciones de trabajo y eliminar el conflicto político-distributivo y, en última instancia, el cuestionamiento a la dominación. De esta manera, los sectores dominantes prefirieron lograr un proceso de crecimiento sostenido de la acumulación de capital que configurase la base material de su proyecto de nación.

Primera etapa, 1964-1973

La irrupción de la dictadura militar en Brasil, en 1964, se inserta en una etapa histórica específica y muy particular: los Treinta Gloriosos, que corrieron entre 1945 y 1975 (Hobsbawm, 2007). En ese periodo, el mundo desarrollado se movía dentro del consenso keynesiano: un acuerdo patronal-laboral donde los salarios crecían a la par de la productividad, lo que daba lugar a mejoras distributivas y ampliación del consumo generalizado, además de la extensión de derechos sociales y económicos. En América Latina se asistió al Estado desarrollista6 durante la llamada industrialización por sustitución de importaciones:

El proceso de sustitución de importaciones en América Latina había tenido, al menos en los países de mayores dimensiones de la región, acentuados rasgos comunes: el fuerte peso del Estado como orientador del proceso y agente productivo; el control público de los flujos financieros orientado a apoyar el proceso de industrialización, y la estrecha articulación entre la expansión de la capacidad productiva (a cargo, preponderantemente, de empresas especializadas) y el consumo interno. Esa articulación, que estaba acompañada de una rápida expansión del empleo, con un particular dinamismo del sector industrial y bajas tasas de desempleo, servía de sustento a una alianza entre las fracciones de las clases dominantes orientadas hacia la producción para el mercado interno y parte de los sectores populares. Sin embargo, esa alianza, en los países en donde existió, se plasmó en el marco de una industrialización que tenía como supuesto la extrema concentración de la riqueza y del ingreso heredadas de las anteriores fases y que, al avanzar a etapas más complejas, recurría crecientemente a las inversiones de empresas extranjeras (Basualdo y Arceo, 2006, p. 16).

Esta situación, común en todo el periodo 1964-1974 en la región sur del continente, resulta esclarecedora respecto de las tendencias económicas generales que marcan la etapa, aun bajo las distintas fases de la dictadura iniciada en 1964. Sin embargo, conviene distinguir algunos aspectos relevantes.

El primer periodo de Castelo Branco (1964-1967) estuvo signado por una álgida impronta represiva y un alineamiento con Estados Unidos en el marco de la guerra fría. Ello marcaba distancia con dos de las decisiones destacadas de la etapa de Goulart: diálogo con los sectores organizados de la clase trabajadora7 y una política exterior autónoma. El Estado burocrático autoritario brasileño irrumpió en el marco de una escalada inflacionaria simultánea al crecimiento de las demandas de la clase trabajadora, que se había expresado en importantes actualizaciones del salario mínimo. En efecto, si la inflación es una expresión de la lucha de clases (Noyola, 2009), el conflicto distributivo había derivado en un recrudecimiento de la estrategia inflacionaria de parte de los sectores formadores de precios, toda vez que el gobierno de Goulart acrecentaba el control y manejo público de los sectores estratégicos de la macroeconomía. En este escenario, los grupos económicos brasileños invocaron una pronta normalización de la economía,que retrotrajera los niveles salariales a registros previos a la experiencia 1961-1964.

La articulación de la acción de los sectores dominantes y la ideología de los elementos militares se materializó en la creación del Grupo Permanente de Movilización Industrial, un espacio de interacción en el ámbito de la Federación de Industrias del Estado de San Pablo. Ello derivó en la creación de un fuerte complejo militar-industrial, lo que generó una simbiosis de significativo impacto en el régimen de acumulación desde ese momento. Dicha Federación de Industrias ocuparía el lugar, en tanto representante de la alta burguesía industrial, de establecer y ampliar el consentimiento de importantes segmentos de la sociedad para lograr la progresiva militarización de las relaciones económicas y sociales. En ese mismo sentido se había creado, en 1961, el Instituto de Investigaciones y Estudios Sociales, en el que confluían importantes empresarios de varios estados del país, alineados bajo la defensa de la democracia liberal como mejor estrategia de lucha contra el comunismo. En este instituto se corporificaba la identificación ideológica entre empresarios y militares en torno al problema de la seguridad nacional (Mattos, 2017). Una simbiosis que daría resultados, ya que, en 1964, en los meses previos al golpe, las reuniones en el Grupo Permanente de Movilización Industrial-Federación de Industrias del Estado de San Pablo, donde confluirían algunos de los empresarios que serían futuros ministros del gobierno de Castelo Branco, acelerarían los acontecimientos y acordarían la próxima política económica.

El primer periodo de la dictadura (1964-1967) estaría signado por la preponderancia dada al capital extranjero. Buena parte del elenco de ministros provenía del Instituto de Investigaciones y Estudios Sociales, lo que reconfiguró el bloque de poder e inclinó la balanza de las políticas públicas hacia los intereses de las firmas transnacionales. El programa instaurado –Plan de Acción Económica del Gobierno– trae a la memoria el Plan Prebisch llevado a cabo en Argentina en 1955-1956:8 su blanco principal era el populismo distributivo, por lo que se produjo una rápida disminución del gasto público, una retracción del crédito y, por supuesto, de los salarios reales. Se incrementó la carga tributaria sobre las mayorías a la vez que se contraía el mercado interno. Este programa revelaba el peso del sector extranjero en el Estado burocrático autoritario, puesto que estas medidas tendrían un efecto negativo en la industria de construcción pesada y otros sectores mercado-internistas (Campos, 2012).

En lo que atañe estrictamente al mundo del trabajo, allí se manifestaron con claridad los propósitos de subordinación de clase de la dictadura: se produjo un congelamiento del salario mínimo con prohibición de incrementos salariales en periodos menores a un año y la represión directa en los lugares de trabajo con exclusión del derecho a huelga. Como ejemplo, basta citar que, a pocas horas del golpe, el 31 de marzo de 1964, el general Olimpio Mourao invadió la Fábrica Nacional de Motores para aislar a los trabajadores comprometidos con las reformas de base, quienes impulsaban el avance de la república sindicalista desde el eje Río-Minas (Correa y Fontes, 2016).

La contracción del mercado interno y el relativo desplazamiento de los grandes capitales locales se verificaron también en la liquidación del entramado ferroviario, que clausuró 5 000 km de vías destruyendo 154 000 empleos entre 1964 y 1974 (Campos, 2012). Asimismo, la apertura al capital extranjero se manifestó en el desarrollo de un extenso mercado de capitales, así como en el otorgamiento de concesiones en materia energética, con megaproyectos de largo aliento. Los organismos multilaterales de crédito –Banco Interamericano de Desarrollo, Banco Mundial– aportaron fondos y consejos para desmantelar el transporte ferrocarrilero y reformular el sistema vial terrestre.

Más allá de los cambios, la lógica del régimen de acumulación permaneció inalterada. Como lo destacan Marquetti, Maldonado, y Lautert (2014):

En lo que respecta a las reformas, las más importantes se llevaron a cabo en los años 1964-1965 y reconfiguraron el mercado financiero, el sistema fiscal y el mercado laboral. La reforma del mercado de trabajo, junto a la represión contra los sindicatos y los partidos de izquierda, generaron un aumento de la tasa de plusvalía o explotación. \[…\]A pesar del sesgo promercado de las reformas, estas no modificaron la estrategia de desarrollo brasileño (p. 93).

El segundo periodo de esta primera etapa de la dictadura brasileña (1967-1973) tuvo un carácter distinto. En el marco de una creciente movilización social (1967-1968) –marcada por las protestas estudiantiles– el surgimiento de la guerrilla urbana y los reclamos obreros, el mando militar respondió reforzando el papel hegemónico de las clases dominantes industrialistas. Se produjeron importantes movimientos dentro del bloque de poder que se expresaron con el arribo del ministro Delfim Neto a la cartera de economía. Ligado a las más grandes corporaciones locales, este personaje cultivaba un perfil abiertamente desarrollista, con marcada tónica nacionalista para robustecer el proceso de industrialización. Es así como se alistaron grandes grupos económicos locales en los principales ministerios y secretarías. Sobresaldrían aquellos ligados a la construcción y a la industria de bienes durables, principales vectores del reverdecer económico experimentado entre 1967 y 1973: los años del milagro, con tasas de crecimiento superiores a los dos dígitos. La dictadura brasileña podía reforzar esta estrategia porque la correlación de fuerzas no lograba cuestionar la hegemonía establecida por este bloque (Portantiero, 1977).

Entonces, la industria creció a pasos agigantados de la mano de firmas locales. Incluso se dictaron decretos que limitaban la presencia extranjera. Los sectores de la construcción –con el liderazgo de Odebrecht, Camargo Correa y Andrade Gutiérrez–, los bienes de consumo durables, los caminos viales, el automotriz, la maquinaria y equipo, la industria naval, la petroquímica, la electrónica y la aeronáutica fueron los más dinámicos en el marco del Plan Estratégico de Desarrollo. El Estado asumió un papel preponderante en todo este proceso, ya que dirigió y condujo el programa, incentivando la producción para las elites (consumo suntuario), la exportación de manufacturas y la aceleración del gasto público –pasó de representar 20% del pib en 1950 a 34% en 1969 y cerca de 50% desde 1974– (Marini, 1977).

Una percepción de clase de estos cambios da cuenta de que el Estado burocrático autoritario avanzó en el logro de algunos de sus principales objetivos en este periodo: reprimió y neutralizó, al menos parcialmente (Correa y Fontes, 2016), la activación de la clase trabajadora y tuvo éxito en relanzar la acumulación de capital ya que la tasa de ganancia, de acuerdo con cálculos de Marquetti, Maldonado, y Lautert (2014) aumentó 23% entre 1964 y 1973. Este fenómeno se explica porque los años del milagro estuvieron marcados por periodos de alta inflación y, en el marco de la relación salarial en curso, significaron una reducción de los ingresos reales de los trabajadores. La economía creció significativamente, pero la desigualdad se incrementó en tanto que la clase obrera desarrollaba un proceso subterráneo de resurgimiento que emergería de manera contundente recién con las luchas en el cordón industrial de los alrededores de la ciudad de San Pablo (el llamado abc paulista) en 1978-1979.

En el caso argentino, el Estado burocrático autoritario del tperiodo 1966-1973 tuvo mayores dificultades para subordinar a la clase obrera y normalizar la economía, aunque emprendió la tarea con rasgos similares al caso brasileño.

El Estado burocrático autoritario no emergía en el marco de una verdadera amenaza populista o socializante del país, ya que el gobierno de A. Illia (1963-1966) solo expresaba una vertiente antiimperialista dentro de uno de los partidos tradicionales, la Unión Cívica Radical. Su política económica se apoyó en el intervencionismo estatal, al cancelar los contratos petroleros con firmas extranjeras, establecer una ley de medicamentos genéricos –que alentaba la industria nacional y erosionaba el poder de los laboratorios extranjeros–, descartar el endeudamiento externo como vía de financiamiento y favorecer la recuperación salarial. No obstante, un amplio programa de lucha de la Confederación General del Trabajo –única confederación sindical del país– durante su gobierno generó el temor a la agitación social por parte de los sectores dominantes. En el marco de la proscripción del peronismo, A. Illia tuvo una política sindical que atacaba la estructura y organización del movimiento obrero (Ley de Asociaciones Profesionales) con la idea de quebrar el eje de sustento del movimiento de resistencia peronista. En ese contexto, las elecciones de 1965 fueron una muestra de lo que podía ocurrir si se avanzaba en un proceso democrático real: el peronismo ganaría las elecciones, lo que se constituía en el límite explícito de las clases dominantes.9

En el escenario de crisis política –la economía, en cambio, crecería de manera ininterrumpida entre 1964 y 1974 (Basualdo, 2010a)–, el mando militar que, en 1966, ejecutó el golpe respondía a la línea de los Azules. En ese tiempo, los grupos castrenses, divididos entre Azules y Colorados, tenían estrategias distintas respecto del peronismo: los Colorados querían aniquilar al movimiento por asociarlo a la izquierda marxista, mientras que los Azules, lo aceptaban como dique de contención del comunismo y lo toleraban, pero sin permitirle acceso al poder.10 En este contexto, los Azules diagnosticaban una crisis de autoridad, derivada de la incapacidad del gobierno de manejar el conflicto social. Esta situación de inestabilidad marcaba una crisis de hegemonía, es decir, una situación en donde un sector que deviene predominante en lo económico es incapaz de proyectar sobre la sociedad un orden público que lo exprese de manera legítima. De ahí que el periodo 1958-1973 se haya caracterizado como de empate hegemónico (Portantiero, 1973).

Los Azules, que tomarían el poder bajo la presidencia de Onganía (1966-1970), estaban interesados en forjar un proceso de modernización, tecnificación y burocratización del Estado para resolver el empate hegemónico en favor de la burguesía urbana, desplazando a la burguesía agraria y disciplinando a los sectores populares. Para ello resulta central, al igual que en el caso de Brasil, tomar nota del cambio en la ideología en los sectores militares, muchos de los cuales habían abandonado el nacionalismo (popular en su vertiente peronista) que pretendía controlar a través del Estado el proceso económico, con el propósito de enfrentar posibles conflictos externos de las décadas de 1940 y 1950. Después de la reconfiguración geopolítica de la guerra fría, el enemigo pasaba a ser interno y se descartaba la necesidad de comandar desde el sector público los resortes estratégicos de la industria, el armamento, los caminos y la energía, que pasaban a estar encabezados por el capital extranjero (en crecida estadunidense). Este nuevo actor –el capital extranjero industrial– alentado desde la política desarrollista del gobierno de A. Frondizi (1958-1962), redefinía el mapa de estrategias y alianzas sociales, lo que dio lugar a que los militares depositaran en el sector privado la responsabilidad para el desarrollo de las ramas industriales, en tanto que el poder ejecutivo se encargaría entonces de garantizar la seguridad interna (Portantiero, 1977).

Desde el punto de vista económico, la dictadura, encabezada por Onganía, tuvo en Adalbert Krieger Vasena a su ministro de economía emblemático, quien desde 1967 encaró un proyecto de clara raíz industrialista, apoyado en una planificación e intervención activa del Estado para tal fin (O’Donnell, 1977). El plan proponía avanzar en la industrialización, completando los casilleros vacíos en materia de producción pesada y recurriendo para ello a la contribución del capital extranjero. En sus primeros meses, decretó una devaluación del peso de 40% para reducir los salarios en dólares e incentivar la producción agrícola, pero la compensó (de manera parcial) con el establecimiento de retenciones a las exportaciones tradicionales (16-25%), lo que evitó parte de su traslado a la canasta básica de bienes y servicios, en el marco de los acuerdos de precios. Además, alentó las importaciones industriales vía reducción de aranceles, lo que constituía un esquema de tipos de cambio múltiples. La repatriación de capitales locales en el exterior, sumado a la promoción de inversiones extranjeras, dio lugar al dinamismo del aparato industrial. Asimismo, se decretó un aumento de los salarios, que igualmente pasaron a congelarse por un año y medio (Verseci, 2001).

Se verificó una masiva inversión pública en infraestructura (represas como El Chocón, Cerros Colorados, la usina nuclear Atucha, puentes, rutas, etc.) que se materializó a través de un entramado de redes entre el sector público y los grandes grupos económicos locales, que dio lugar al fenómeno conocido como patria contratista. Las adjudicaciones directas y el vínculo endogámico entre estos sectores y el poder político permitieron que surgiera un conjunto de ganadores de la obra pública, posibilitando el desarrollo de empresas que crecerían al calor del cobijo estatal11 (Basualdo, 2010a).

Por su parte, el capital foráneo sería el centro de gravitación del proyecto de desarrollo. En el marco de la reducción de la inflación, la promoción del sector financiero y las facilidades para la inversión extranjera directa se produjo un incremento del peso de las transnacionales en la economía, ya no solo a partir del desembarco en sectores anteriormente no explotados (como había sido bajo la impronta desarrollista de Frondizi), sino a través de la compra o asociación con firmas locales. La batería de políticas económicas instaurada, en especial la obra pública, se valió del endeudamiento externo, ya que Krieger Vasena sintonizaba perfectamente con los organismos multilaterales de crédito. Es así como se rubricaron acuerdos con el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional.

Así, el proyecto pretendía acelerar la extranjerización del aparato productivo nacional, pero integrando, a su vez, a los grandes grupos económicos locales que se habían extendido desde las actividades tradicionales hacia las de mayor valor agregado. Sin embargo, esta vía industrial-extranjerizante no había quebrado la capacidad combativa de la clase trabajadora, a pesar de la proscripción del peronismo. A diferencia del caso de Brasil, los salarios no fueron la variable de ajuste que se empleó para elevar la tasa de ganancia: mientras en el periodo 1959-1965 la participación asalariada en el pib promedió 38.3%, la misma varió entre 42.7 y 44.7% entre 1966 y 1970 (Graña y Kennedy, 2008), lo que reafirmó su papel como motor del crecimiento económico mercado-internista. El peso, tanto de los sectores tradicionales del sindicalismo peronista mercado-internista como de actores del movimiento obrero de nuevo cuño (la Confederación General del Trabajo de los Argentinos [cgta], el clasismo), imprimía creciente conflictividad social y evitaba fuertes pérdidas de poder adquisitivo de los salarios (Portantiero, 1977).

Más allá de que en Argentina no existió un milagro económico entre 1967 y 1973, se pudieron verificar síntomas de consolidación del proceso industrial (con crecimiento constante de los sectores señalados y del producto) combinados con una distribución del ingreso relativamente equitativa (Ferrer, 2008). Ello no se modificó en el periodo 1970-1973, pero, sin duda, asumió un perfil diferente. Con el Cordobazo, en 1969, se inició un ciclo de luchas obreras, estudiantiles, sociales y políticas de significativa magnitud (en verdaderas batallas como las que se dieron en las grandes ciudades de Rosario, La Plata, Tucumán, Mendoza, Trelew, nuevamente Córdoba, entre otras) que sentenciaron el destino de la revolución argentina. Comenzaron a producirse cambios en el gobierno, así como una relajación de los controles autoritarios hasta efectivizarse la apertura democrática de 1973.

Esta segunda parte del Estado burocrático autoritario (1970-1973) presentó un giro nacionalista en el gobierno de facto, que se expresó con la salida de Krieger Vasena y su reemplazo por figuras como Aldo Ferrer, economista vinculado al desarrollismo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal). El diagnóstico era que el Estado debía complementar mucho más al sector privado, por lo que se intensificaron las obras públicas (viviendas, represas, rutas, etc.) y se rediseñó un instrumento crediticio útil para tal efecto: el Banco Nacional de Desarrollo (Rougier, 2016). Bajo un espíritu de planificación económica, los sectores castrenses se adherían, desde el nacionalismo, a un arreglo económico con mayor redistribución del ingreso y nuevas leyes (como la 18.587 de promoción industrial) y controles sobre el capital extranjero,12 lo que derivó en una merma de la extranjerización simultánea a un incremento del peso del sector público y privado nacional. La apuesta guardaba coincidencias con la etapa desarrollista de Antonio Delfim Netto en Brasil, pero aquí se mostraba incapaz de sostener la hegemonía, por la incapacidad del bloque urbano (el gran capital industrial, tanto nacional como extranjero) de subordinar consistentemente a los demás actores en pugna.

La explicación de este fenómeno, que presenta diferencias con el caso brasileño, debe buscarse en las características estructurales y coyunturales que permitieron el intenso proceso de movilización de los sectores populares, y que logró quebrar el proyecto de Onganía y hacer retroceder a la dictadura sistemáticamente hasta 1973. Desde el punto de vista coyuntural, es importante destacar que el proceso de industrialización en Argentina había disminuido la tasa de desempleo hasta 3.9% hacia 1973-1974 (Arceo et al., 2008). El caso de Brasil, por el contrario, mantuvo una masa constante de trabajadores con una inserción laboral precaria: empleadas domésticas, cuentapropistas y asalariados informales. Algunos autores estimaron que, a mediados de la década de 1970, el proletariado bajo esta condición representaba la mitad de la población económicamente activa (Bielschowsky y Mussi, 2013; Singer, 2009).

Este diferencial en el tamaño del ejército de reserva tiene raíces estructurales en la formación del movimiento proletario. La constitución de la clase trabajadora en Argentina estuvo basada en los flujos migratorios de principios de siglo xx donde los obreros tenían experiencia de organización gremial y a su vez, patrones de vida modernos, con tasas de crecimiento poblacional más reducidas que en Brasil. A diferencia de la relevancia de la inmigración europea, el caso brasilero también incorpora las dinámicas del fin de la esclavitud que implicaron que las grandes masas de ex esclavos y sus descendientes no se integraran a la producción capitalista y se mantuvieran marginados (Fernandes, 1964; Furtado, 1966).

Segunda etapa: el periodo 1974-1985

La irrupción de la crisis mundial de 1973, con el incremento del precio del petróleo y el posterior abaratamiento del crédito internacional a partir de la abundancia de petrodólares, marcarían un mojón en la historia económica mundial. La década, inaugurada a partir del fin de la convertibilidad del patrón oro-dólar y la instauración de un patrón dólar flexible (Serrano, 2002), significó una transición entre dos modos de acumulación a escala global. Después de dos depreciaciones unilaterales de los tipos de cambio fijados en Bretton Woods, el shock Volcker13 desató la burbuja de precios de commodities y la inflación internacional. A partir de entonces, Estados Unidos reforzó progresivamente el control del sistema monetario-financiero internacional y reforzó la hegemonía de la acumulación global (Tavares, 1985).

Los shocks del petróleo aparecieron como elementos exógenos para fomentar una transformación y dirimir la disputa capital-trabajo en los países del centro (Korpi, 2002). En paralelo, Estados Unidos iniciaba un nuevo ataque en la guerra fría: en tiempos de paz, su gasto militar aumentaba sin precedentes y retomaba las relaciones diplomáticas con China, con el fin de aislar internacionalmente a la URSS (Kissinger y Hormann, 2011; Medeiros y Serrano, 1999). Es en este momento en que se sitúa la génesis de un cambio global en el régimen de acumulación, donde finalizan los Treinta Gloriosos (del consenso keynesiano en el centro y del desarrollismo en la periferia) para dar paso al neoliberalismo (Harvey, 2007). Este cambio generaría la rearticulación de instituciones internacionales,14 las cuales tendrían importantes consecuencias sobre el comportamiento de las dictaduras bajo análisis, observándose tendencias divergentes.

Además del cambio en el régimen monetario que exigía una industria en crecimiento, este plan tuvo como propósitos centrales el aumento internacional, el elemento que fue decisivo en el capitalismo global en las últimas décadas del siglo xxi fue la construcción de un sistema financiero verdaderamente global basado en la internacionalización del modelo estadunidense. Estas reformas desarrollaron un papel clave en los objetivos de los gobiernos militares del Cono Sur, puesto que permitieron el acceso a préstamos internacionales y otorgaron una fugaz holgura en la balanza de pagos.

La experiencia brasileña tiene importantes particularidades, ya que en 1974 se inició un periodo marcado por el II Plan Nacional de Desarrollo (ii pnd), ante el encarecimiento de la energía en el mercado mundial y la fuerte demanda de la capacidad energética, la producción de insumos básicos y los bienes de capital. El programa reconocía en la cepal algunas de sus principales fuentes de inspiración sobre la idea de acelerar el proceso de sustitución de importaciones como plataforma de desarrollo económico. La situación mundial, que transitaba por una crisis de este tipo de enfoques, generó fuertes reparos de parte tanto de académicos como de los propios integrantes de los sectores dominantes (véase Manifiesto empresarial de 1979, en Fonseca y Monteiro, 2008) que consideraban más apropiado instaurar un ajuste que un programa expansivo. Sin embargo, la racionalidad del plan residía en la estrategia política del elenco militar que veía en el crecimiento económico una válvula de contención del reclamo social, necesaria para dar paso a la lenta apertura democrática (Fonseca y Monteiro, 2008).

En efecto, Brasil tenía, a pesar de haber transitado por un periodo inédito de crecimiento acelerado (1967-1973), tensiones estructurales para el desarrollo sostenido. Dependía de la importación de energía e insumos, así como de la inversión extranjera en sectores de más alta tecnología. Para atacar estos problemas, en lugar de iniciar el sendero neoliberal de apertura y desindustrialización, la dictadura “huyó hacia adelante” (Fiori, 1992), ya que el ii pnd diseñó un ambicioso programa de construcción de represas hidroeléctricas y centrales nucleares, como también incrementos en la prospección de petróleo y la producción de alcohol. Y gracias al apoyo estatal, se intensificó la capacitación tecnológica en informática y petroquímica, lo que convirtió al Estado en el principal productor del país. No obstante, se recurrió a un ajuste del gasto público, al congelamiento salarial y el endeudamiento externo. Además, puesto que la industria requería de mayores (y encarecidas) importaciones, se promovió la política exportadora a través del impulso a los productos primarios, industriales y de servicios (Madrid, 2011).

Como se ve, la apuesta militar pasaba por consolidar definitivamente el complejo industrial brasileño, avanzando en aquellos sectores donde la industrialización por sustitución de importaciones no había logrado completar los casilleros vacíos. Para ello, el financiamiento del programa provendría del endeudamiento externo.

La estrategia se puede retratar en un círculo virtuoso: puesto que se requerían importaciones para elevar la productividad industrial y avanzar en el cambio estructural, el endeudamiento externo (barato en ese momento) permitiría sortear la brecha comercial. Una vez madurados los proyectos de autoabastecimiento energético, desarrollo de industrias pesadas y bienes de capital, las importaciones necesariamente tenderían a caer, mientras que el impulso exportador lograría incrementar el ingreso de divisas. Con el cambio en la matriz productiva, al generarse genuinamente los recursos para crecer, el país podría cancelar progresivamente sus pasivos con el exterior. Siguiendo esta lógica, la deuda externa pasó de 12 000 millones de dólares en 1973 a 64 000 millones en 1980. Cuando, en 1979, se produjo el encarecimiento del crédito (shock Volker), los compromisos de pago se incrementaron de forma sustancial: se transfirieron 6 000 millones de dólares solo en concepto de intereses, en 1980, doce veces más que en 1973 (Madrid, 2011). La apuesta no dio los resultados esperados, puesto que la economía ingresó en un sendero de declive que, desde finales de la década de 1970, desembocaría en crisis.

Dentro del bloque en el poder también hubo modificaciones de relevancia. Después de un matrimonio estratégico entre los principales grupos económicos paulistas y la tecnoburocracia en el Estado, desde 1974 se dio prioridad a las oligarquías regionales, que pasaron a incrementar su participación en la obra pública. Se destacaron, entonces, los sectores de bienes de producción con goce de créditos preferenciales del Banco Nacional de Desarrollo. Esta situación generó una reacción de la burguesía desplazada, que inició un creciente enfriamiento con el poder ejecutivo, y que se transformó en alejamiento desde 1977. En ese momento, que conecta con el ciclo de luchas de la periferia abc paulista, se inicia una crisis de hegemonía que daría lugar al desmembramiento del bloque de poder (Campos, 2012).

Si se observa el proceso como un todo, la dictadura enfrentó tres indisciplinas: la electoral, desde 1974, del capital, desde 1977, y la sindical, desde 1978 (Fiori, 1992). Esta última resultó en un movimiento que se extendió al resto del país, lo que reubicó a la clase obrera organizada como protagonista de peso en la arena política y social (Correa y Fontes, 2016). Las luchas sindicales en el centro operatorio del entramado industrial del país, que se manifestaron a través de tomas de fábricas y huelgas masivas con apoyo de múltiples sectores culturales y sociales, articuló una referencia de oposición a la dictadura militar y cuestionó el núcleo central del modelo económico brasileño: los bajos salarios, que hacían de los trabajadores sistemáticos los perjudicados del sistema.

Fue entonces cuando se produjo una crisis de acumulación y hegemonía en que comenzó a explorarse la idea de transitar hacia un proyecto neoliberal. El presidente del Banco Nacional de Desarrollo, Marcos Vianna, montó un programa de privatización de las empresas públicas que serían transferidas a los principales grupos económicos del país. Como se verá más adelante, esta estrategia ya era la aplicada por el gobierno argentino desde 1976, pero en el caso de Brasil no prosperaría hasta la década de 1990.

Durante la década de 1980 se asistió a un declive persistente del sistema económico que no lograba encontrar los mecanismos de recuperación en el marco del ciclo neoliberal que se abría a escala global (Filgueiras, 2006; Fiori, 1992; Marini, 1992). La crisis de la deuda fue particularmente aguda de 1982 a 1983, ya que el desempleo se elevó y la economía se desplomó, coronándose esta situación con un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. La década perdida de 1980 (Comisión Económica para América Latina, 1996) mostró un comportamiento errático de la economía, con marchas y contramarchas en el planteo económico, en muchos casos orientada a sostener el modelo sustitutivo y, en otros, marcando la pauta del tránsito hacia las reformas neoliberales. De acuerdo con Campos (2012), luego de la ruptura del pacto político de 1977-1979, el mismo no logró restablecerse sino hasta la década de 1990, lo que se advierte al tomar nota del sinnúmero de políticas y planes económicos ejecutados entre 1979 y 1993: ocho planes de estabilización, cuatro monedas nacionales, cuatro índices de inflación distintos, cinco congelamientos de precios, catorce políticas salariales, 18 cambios en reglas cambiarias, etc. Los planes de estabilización heterodoxos –devaluación con control de precios, indexación salarial, incremento de impuestos, etc.– pretendían proteger y resguardar el modelo industrial, en el marco de una oposición sindical, patronal y electoral a la dictadura que fue in crescendo desde 1978. A pesar de ello, desde la perspectiva de los sectores populares, dichos planes significaron una caída del salario real, con incrementos del desempleo y subempleo, reducción del consumo y las importaciones, lo cual formaba parte del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional de 1982 (Madrid, 2011).

Otras medidas como la liberalización financiera obedecen al inicio del giro neoliberal. Al incrementarse la deuda a principios de la década de 1980: “el gobierno crea el espacio y las condiciones para que parte del capital dinerario se vuelque a la más desenfrenada especulación y vuelva a prestarle al Estado todos los días una factura abultada” (Marini, 1992, p. 119); es decir, se transfirieron los pasivos del sector privado al público, estatizando la deuda externa. En 1984, el ex ministro de Industria y Comercio durante la dictadura bajo la gestión económica de Netto (1967-1964), señalaba que se estaba transfiriendo renta de la industria a los bancos. Representaba al desarrollismo en retirada.

En efecto, la crisis de hegemonía y el quiebre del pacto político no solo se expresaban en tendencias regresivas en la distribución del ingreso, sino también en una crisis del régimen de acumulación, puesto que la tasa de ganancia cayó 50% entre 1973 y 1984 (Marquetti, Maldonado, y Lautert, 2014). La transición democrática acordada (1985-1988) tampoco modificó este cuadro de situación, ratificando la crisis económica y social.

En Argentina la experiencia fue muy distinta. Convencidos de que bajo el modelo sustitutivo era imposible forjar un capitalismo nacional que excluyera a la clase trabajadora del debate político y pudiera deprimir los salarios de manera decisiva, la dictadura que se inició en 1976 se abocó a la transformación del régimen de acumulación desde sus inicios. Siguiendo a Canitrot (1980), el objetivo de la dictadura no fue lograr un proceso de estabilización (como sus primeros planes de contención de la inflación sugerían), sino reformar la estructura económica argentina con un horizonte duradero en el marco del auge neoliberal de la época, que se había iniciado en Chile en 1973.

Al respecto, cabe destacar que existe un debate sobre la caracterización neoliberal de la dictadura del periodo 1976-1983. Algunos señalan que se trató de una etapa desarrollista con nuevas formas (Sanz y Sartelli, 2018). Con un punto de vista coincidente, otros arguyen que los cambios que se producirían en la estructura productiva no indicaban un cambio en el régimen de acumulación de capital y se inscribían en el marco de fenómenos de alcance global (Grigera, 2011). También se ha sostenido que la experiencia careció de coherencia y se basó más bien en el pragmatismo de los elencos económicos que adoptaron distintos y contradictorios enfoques a lo largo de los casi ocho años de dictadura (Müller, 2001). Respecto de estos avances y retrocesos en su tránsito neoliberal, Canelo (2008) los enmarca en las disputas que existieron en el seno de las fuerzas armadas, tanto entre nacionalistas y liberales –en la ideología general del proceso– como entre tecnócratas y liberales tradicionales –respecto del manejo de la inflación y la política monetaria–, en particular en el periodo 1976-1981.

Más allá de las evidentes marchas y contramarchas de las políticas económicas de la dictadura, como se verá más adelante, existen importantes evidencias que dan cuenta de que el cambio producido en ese país a partir de aquel momento sería estructural, al modificar la organización económica y las relaciones sociales de manera decisiva y dar inicio, por ende, al proyecto neoliberal en su versión argentina que se consolidaría en la década de 1990 (Azpiazu y Schorr, 2007; Basualdo, 2010a; Basualdo,2010b; Canitrot, 1980; Ferrer, 2008; Peralta-Ramos, 2007; Schvarzer, 1988; Pucciarelli, 2004).

En este sentido, el primer ministro de Economía de la dictadura, José A. Martínez de Hoz, descendiente de una de las familias tradicionales de la oligarquía agropecuaria y exgerente de la siderúrgica Acindar –en tiempos de represión ilegal al movimiento obrero de dicha fábrica durante el año 1975–, representaba a los sectores que intentaban lanzar un cambio estructural en la economía argentina.15 La tesis que sostenía el mando económico de la dictadura era que el modelo sustitutivo estaba agotado y era necesario crecer para después dirimir la distribución del ingreso (Martínez, 1989).

Asimismo, la confluencia de distintos sectores intelectuales, militares y empresariales en este proyecto, que daría como resultado diversas fases en el plano económico, indicaba que se consolidaba, después de años de empate hegemónico y ciclos de alianzas sociales diversas (O’Donnell, 1977), el modelo liberal-conservador. El mismo recuperaba una tradición intelectual de sectores medios, mandos militares y corporaciones empresariales, sumamente ecléctica, que se basaba en el anticomunismo y antiperonismo, el impulso al libre mercado (pero también con un Estado capaz de poner en funcionamiento ese mercado), la reivindicación de las tradiciones políticas, morales y culturales con ambiciones modernizantes e institucionalizantes, y la importancia de la instalación social de una ética cristiana para que el orden político funcione (Morresi, 2010). La articulación entre distintas ideologías, antes enfrentadas en el seno de las fuerzas armadas y la intelectualidad orgánica de las clases dominantes, se basaba en el principio de destruir la subversión,16 para lo que habría que doblegar al movimiento obrero.

Los objetivos en el plano económico eran: a) modificar la relación entre capital y trabajo, volcando la balanza a favor del primero a través de una caída dramática del salario real simultáneamente con un incremento de la productividad: b) reconfigurar el equilibrio campo-industria restituyendo el poder al sector agrario y quitando las ventajas del periodo sustitutivo hacia la industria; c) reestructurar las relaciones dentro del empresariado industrial concentrando ingresos, y d) fusionar cúpulas de fracciones del capital favoreciendo la concentración económica y fortaleciendo al capital financiero como nuevo actor protagónico de la actividad económica argentina (Peralta-Ramos, 2007).

Respecto a la relación entre capital y trabajo, es notorio que la política de represión actuó como la disciplina más brutal contra la clase trabajadora. Con la supresión de la actividad sindical y la imposibilidad de cualquier forma de organización, los militares vulneraron severamente la capacidad de intervención en el conflicto social, laboral y político de los trabajadores.17 Solo entre 1974 y 1977, los asalariados disminuyeron su participación en el ingreso en 20 puntos porcentuales (de 45 a 25%). Para 1982 este indicador no superaba el 22 por ciento.

En lo que atañe a la reconfiguración campo-industria, la política ejecutada obedecía a la tesis de que el campo había sostenido a una industria ineficiente, siendo necesario que la misma diera un salto en términos de productividad o sucumbiera (Peralta-Ramos, 2007). De esta forma, la eliminación de tipos de cambios diferenciales que operaban gracias a la implementación de subsidios, aranceles, retenciones, y otros instrumentos regulatorios, afectó regresivamente la distribución del ingreso18 (Ferrer, 2008).

Por su parte, el proceso de concentración hacia el interior del empresariado no fue menos acentuado. La creación de leyes como la de Inversiones Extranjeras y Entidades Financieras no lograron los objetivos explícitos de mejorar la competitividad y la competencia, motivar las inversiones, atraer capitales de alta tecnología, dinamizar el ahorro interno (Martínez, 1989), pero sí los solapados, es decir, concentrar los ingresos y beneficiar a fracciones de clase determinadas.

En lo referente al fortalecimiento del sector financiero, es importante mencionar que el nuevo comportamiento estatal operó redireccionando parte del excedente económico hacia la valorización del capital ficticio gracias a un diferencial de tasas de interés fenomenal y la posibilidad de fugar las divisas generadas con el mecanismo de la deuda externa, lo que guarda similitudes con el caso brasileño, en particular, y con el latinoamericano, en general (Bárcena, 2014). La Ley de Entidades Financieras de 1977 resignaba los instrumentos de control que tenía el Estado (tasas de interés, direccionamiento del crédito, limitaciones de ganancias por spread, etc.) y los liberaba en manos de los bancos (Cibils y Allami, 2008).

Una vez cerrado el capítulo de redistribución de ingresos desde el sector agropecuario hasta el industrial con una dinámica salarial que aceitaba un mercado interno relativamente pujante (capítulo vigente hasta 1975 bajo la impronta sustitutiva), se materializó una revancha oligárquica (Basualdo, 2010a).

En cuanto al bloque de poder, las fracciones del peronismo que disputaban la hegemonía del movimiento habían pasado por alto la capacidad de respuesta de la oligarquía terrateniente después de tres décadas de políticas sustitutivas. El escenario que se abre en 1976 con la llegada de los militares al ejecutivo es la confirmación de que esa hipótesis había obviado a las fracciones que condujeron el desarrollo periférico del país desde el siglo xix. En consecuencia, los grupos económicos locales, perjudicados por la absorción de renta que el Estado había ejecutado en esos años, recuperaron el protagonismo y la hegemonía en el control del accionar económico. El capital financiero transnacional, como puede desprenderse de lo señalado hasta ese momento, acompañaba este proceso.

La estrategia de los sectores económicos dominantes consistió en diversificar su inversión. Por un lado, avanzó en la concentración de la propiedad agropecuaria a la vez que mejoraba el paquete tecnológico y, por ende, los rendimientos. Por el otro, logró insertarse con éxito en la estructura industrial en aquellos nichos que fueron privilegiados, en buena medida, gracias a los regímenes de promoción industrial y la privatización periférica de los activos del Estado (como fue el caso de la estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales).

La acción de la clase trabajadora en este periodo se vio absolutamente condicionada por el nuevo contexto. La legislación sindical consecuente con este programa –sancionado por la dictadura– estable­cía: la disolución de la Confederación General del Trabajo, la prohibición tanto de la actuación política de los sindicatos como de la actuación de cualquier confederación de tercer grado, la presión inter­vencionista del Estado a través del Ministerio de Trabajo sobre la autonomía sindical, entre otros (Instituto de Estudios Fiscales y Económicos, 2012).

La combinación de la normativa antisindical y la política económica fue complementaria de la represión sin igual que tuvo un ensañamiento especial con la clase trabajadora. Al respecto, parte de la identificación de los trabajadores conflictivos corrió a cargo de las patronales y los blancos más buscados fueron los delegados y miembros de las comisiones inter­nas, es decir, las bases más combativas (Basualdo, 2010a).

El impacto de las políticas dictatoriales fue significativo sobre la estructura de la clase traba­jadora y las respuestas sindicales. Por un lado, se generó una creciente brecha salarial entre sectores y, por el otro, una inédita dualidad en el mundo laboral donde creció tanto el sector informal como la desocupación. Esta dualidad entre el universo formal e informal generó una consecuente escisión entre las demandas y ca­pacidades reivindicativas de cada sector (Basualdo, 2010b).

Por su parte, otro conjunto de políticas resultó decisiva en la fractura del mundo laboral: ex­pulsión de empleos públicos, aumento del cuen­tapropismo (por desintegración industrial y vía desaliento ante bajos salarios) y reducción de la cantidad de trabajadores indus­triales (entre 1975 y 1982 los textiles pasaron de 150 000 a 80 000, los metalúrgicos de 500 000 a 380 000, los mecánicos de 750 000 a 70 000 y los ferroviarios de 170 000 a 120 000) (Abós, 1984).

Los objetivos de la dictadura argentina, plenamente identificada con el proyecto neoliberal, se alcanzaron gracias a la mencionada represión, dejando una pesada herencia para el gobierno constitucional que asumiría en diciembre de 1983. Desde ese momento, el proceso económico, al igual que en el caso brasileño, combinó dosis de heterodoxia, en especial bajo la gestión del ministro Grinspun hasta 1985, con medidas liberales como el intento de privatización de activos públicos, la economía de guerra contra el salario o los acuerdos con los organismos multilaterales de crédito. El neoliberalismo se haría hegemónico en la década de 1990, después de la crisis hiperinflacionaria de 1989-1990.

Reflexiones finales

Las dictaduras de Brasil (1964-1985) y Argentina (1966-1973 y 1976-1983) surgieron como dos modelos de Estado burocráticos autoritarios. Sus propósitos centrales fueron subordinar al sector popular y normalizar la economía para redefinir las relaciones de producción que estructuran las sociedades capitalistas. Más allá de esta definición, existieron dos etapas diferenciales al calor de las transformaciones en el contexto internacional y la dinámica interna, que se han presentado a través del estudio de los periodos 1964-1973 y 1974-1985.

En la primera etapa, las experiencias tanto de Brasil como de Argentina se insertaron en el contexto del desarrollismo –consenso keynesiano en los países del centro–, por lo que ambas dictaduras se propusieron acelerar la industrialización sustitutiva de importaciones. En un primer periodo (1964-1969), ambas administraciones acudieron al concurso del capital extranjero, con ello lograron anotar un buen desempeño económico y exploraron mecanismos tanto ortodoxos como heterodoxos en el manejo macroeconómico. En un segundo momento (1970-1973) se viró hacia un predominio del gran capital local en la inserción en los resortes estratégicos de la industria, con mayores dosis de planificación centralizada de la economía.

Así, se expresaba una alianza entre los grandes grupos económicos locales con las transnacionales, donde la dirección hegemónica del proceso corría a cuenta de los primeros que, sintiéndose amenazados por el crecimiento de las demandas populares, se articularon en torno a las fuerzas armadas, unidos a estas por razones ideológicas como mecanismo de resguardo de sus intereses. La diferencia central entre ambos países residió en la eficacia en el logro de sus objetivos: en Brasil, el golpe de 1964 desarticuló a la clase trabajadora (que había alcanzado importantes niveles de movilización con el gobierno de Goulart), logrando subordinarla y reducir sus salarios a través de la represión y su política económica regresiva. En Argentina, esa estrategia no alcanzó sus objetivos porque los actores sociales en pugna, en especial el movimiento obrero, la bloquearon: tanto en la etapa de la presidencia de Onganía como en la posterior, los salarios no se redujeron, sino que tendieron a permanecer en niveles elevados. La subordinación del sector popular se hizo inviable desde 1969, cuando se inició un ciclo de luchas sociales que derivarían en la salida de la dictadura –lo que no estuvo en agenda en el caso de Brasil.

En la segunda etapa (1974-1985) se presentan diferencias significativas, no ya desde el punto de vista de la eficacia de sus objetivos, sino de las estrategias de política económica para alcanzarlos. En Brasil, desde 1974 se apostó a una nueva fase de industrialización, utilizando para ello el financiamiento externo. El ii pnd fue la más cabal demostración de que la dictadura pretendía consolidar la industrialización por sustitución de importaciones a través de una cuantiosa inversión en los sectores de la industria pesada, energía nuclear e hidroeléctrica, e infraestructura, tanto para dar curso al modelo del milagro de 1967-1973 y a los grupos económicos locales en asociación con el capital extranjero como para garantizar la permanencia de la dictadura desde el punto de vista de sus aspiraciones hegemónicas. Más allá de que la crisis desde finales de la década de 1970 imprimió cierta deriva aperturista con mayor énfasis del sector financiero –aumento de los pasivos públicos, estatización de la deuda externa privada, liberalización de tasas de interés–, los intentos por sostener el modelo sustitutivo se manifestaron en distintos planes de estabilización heterodoxos, con marchas y contramarchas como resultado de la ruptura del pacto político y la unidad del bloque dominante. El giro neoliberal no logró plasmarse sino hasta la década siguiente.

En Argentina el diagnóstico de la dictadura de 1976-1983 era diferente: para clausurar el conflicto distributivo y subordinar al sector popular, se consideraba necesario dar por terminado el régimen de acumulación de la etapa sustitutiva. De esta manera, a la represión sobre la clase trabajadora y el ataque al mundo sindical se sumó una batería de políticas económicas que dio inicio a la valorización financiera: la apertura comercial, el endeudamiento externo, las privatizaciones periféricas, la desregulación de precios y tarifas, la liberalización financiera, entre otras. Así, se asistió a un proceso de desindustrialización, caída del salario real, incremento del subempleo y cuentapropismo, crecimiento de la desigualdad, entre otros aspectos que dejarían marcas indelebles en el mundo del trabajo argentino.

Más allá de factores ideológicos que definen las estrategias y conducta de los militares en cada caso, se destacó en este artículo que han sido los elementos diferenciales de la dinámica de acumulación que estructuran las correlaciones de fuerza entre las clases sociales y sus fracciones de distinta naturaleza entre los casos de Argentina y Brasil, los que describen mejor las trayectorias de los gobiernos bajo análisis. De este modo puede comprenderse que las dictaduras, a ambos lados del río Uruguay, emplearon diferentes estrategias económicas en cada etapa para lograr la subordinación del sector popular.

Agradecimentos

A los participantes del seminario Dictaduras, Transformaciones Económicas y Sociales, Militancias Obreras y Sindicales y Políticas Represivas en América del Sur durante la Guerra Fría (cedinci), 2017; en especial a Victoria Basualdo, docente, y a Valeria Ianni y a Pablo Peláez, lectores de versiones preliminares de este artículo. Ambos autores agradecen a Andrés Wainer y a los evaluadores anónimos. Se excluye a los mencionados de posibles errores, imprecisiones u omisiones.

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Notas

1 En un régimen de acumulación, la relación salarial refiere no solo al nivel y tendencia de los salarios en la economía, sino además a sus diversas formas de regulación y su papel dentro de la acumulación (Boyer, 1989).

2 Por bloque en el poder se remite a las fracciones de la clase dominante que comandan el proceso de acumulación en una unidad contradictoria y tienen mayor capacidad de proyectar sus intereses dentro de los aparatos de Estado (Poulantzas, 1969).

3 Luego del golpe de Estado de 1955, el peronismo permaneció proscripto durante 18 años. Ello significó el exilio de su líder, Juan Domingo Perón, e implicó que el movimiento, en sus diversas facetas, no pudiera participar de las actividades políticas, culturales y sindicales del país sino hasta 1973.

4 En Argentina, Basualdo (2010a) estudia este proceso bajo el nombre de oligarquía diversificada.

5 Marini (1978) extiende su análisis a la región y define como Estado de contrainsurgencia a la articulación, independientemente de sus formas políticas, entre los sectores dominantes y las fuerzas armadas con apoyo de Estados Unidos para suprimir el cuestionamiento a las relaciones de dominación por parte de las masas populares.

6 Fiori (2013) argumenta que las experiencias de los Estados desarrollistas en América Latina se reducen a los casos de Brasil y, en menor medida, a México. La estrategia desarrollista en Brasil estuvo articulada a partir de la doctrina de Seguridad Nacional fundada por la Escola Superior de Guerra, donde el objetivo del desarrollo aparece como un consenso capaz de constituir y unificar a la nación por encima de sus divisiones internas, de clase, étnicas y religiosas.

7 Más allá de provenir de la cartera de Trabajo y contar con antecedentes ligados al movimiento obrero, Goulart tuvo distintos momentos de tensión y contrapuntos con el sindicalismo brasileño. De todos modos, en su última etapa (1963-1964) impulsó un mayor vínculo con este sector a través de políticas como un aumento de 100% del salario mínimo. Sobre el tema, véase Loureiro (2017).

8 Se conoce como Plan Prebisch a las políticas ejercidas bajo las recomendaciones del primer secretario de la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas durante la dictadura encabezada por A. Lonardi, en Argentina (1955-1956). En síntesis, partía de una concepción sumamente crítica de los gobiernos peronistas y consideraba que se había privilegiado el consumo por encima de los requisitos de expansión, particularmente el sector agrario, lo que atentaba contra el equilibrio en la balanza de pagos. Consecuentemente, propuso una devaluación de la moneda, una política antiinflacionaria apoyada en la limitación de los salarios, la privatización de empresas públicas, el ajuste fiscal, el auxilio de los organismos multilaterales de crédito, y la promoción de la inversión extranjera directa, entre otros aspectos. Sobre el tema, véase Belini (2018).

9 En 1965 se habilitó la presentación a elecciones legislativas de Unidad Popular (fórmula que obtuvo la primera minoría nacional). Se trataba de un partido que contenía expresiones del peronismo, en el marco de que este último no podía presentarse formalmente a elecciones debido a su proscripción.

10 De todos modos, existen numerosos aspectos que definen los sectores en pugna en los mandos militares en esta época. Al respecto, véase Brown (1994).

11 Este tipo de modalidad es similar al desplegado por las tres grandes constructoras de Brasil desde la dictadura: Odebrecht, Camargo Correa y Andrade Gutiérrez.

12 Se prohibieron inversiones extranjeras en sectores estratégicos (servicios públicos), además de establecerse límites al endeudamiento externo.

13 En 1979, el director de la Reserva Federal de Estados Unidos, Paul Volcker, determinó un alza de la tasa de interés de referencia que la llevó de 8% en 1978 a 18% en 1981. Como consecuencia de ello, masivos excedentes se colocaron en bonos del Tesoro de este país (Harvey, 2007; Panitch y Gindin, 2012).

14 Las modificaciones tendrían origen en Estados Unidos y, después, se expandirían a Japón y Europa. Dentro de estas transformaciones, se destacan una nueva era de las finanzas, la reestructuración industrial, la explosión de la alta tecnología, la omnipresencia de los servicios empresariales, y el debilitamiento de la organización y la identidad de la clase trabajadora. Todas estas transformaciones estuvieron al servicio de una reestructuración del imperio de Estados Unidos (Panitch y Gindin, 2012).

15 En efecto, si bien Martínez de Hoz, como expresión de las clases dominantes, se abocó a redefinir el régimen de acumulación, ello no quita que su objetivo encontró en determinados momentos resistencias y oposiciones tanto de parte de sectores castrenses como de corporaciones económicas, intelectuales y funcionarios de la cartera de economía (Canelo, 2008).

16 Se consideraban subversivas a aquellas organizaciones que cuestionaran aspectos de la vida económica, política y social: fundamentalmente organizaciones políticas, movimientos de estudiantes y sindicatos. Desde fines de la década de 1960, al igual que en muchos países de América Latina, algunas fracciones de estos movimientos se radicalizaron y abrazaron la lucha armada. De manera general, se adherían a las experiencias socialistas y antiimperialistas del tercer mundo, particularmente la revolución cubana.

17 No obstante el certero ataque a los trabajadores y sus organizaciones durante este periodo, cabe destacar que siguieron existiendo, aunque con escasa participación, distintas formas de lucha, como el sabotaje, trabajo a desgano, interrupción parcial de tareas, entre otras (Pozzi, 2008)

18 Más allá de la búsqueda de incrementar la productividad y rentabilidad del sector agropecuario por parte del sector económico de la dictadura, hacia el periodo 1979/1981 la apreciación de la moneda (que tiene la particularidad de transferir ingresos desde los exportadores hacia otros sectores) generó tensiones y públicas expresiones de disconformidad por parte de las entidades agropecuarias. Al respecto, véanse Canelo (2008) y Sanz y Sartelli (2018).