Introducción
Desde el fin de la segunda guerra mundial hasta 1960, Brasil experimentó una de las
tasas de crecimiento del pib más alta del mundo (tasa media anual de 6.3%),
solo superada por Alemania, Japón, Corea del Sur y Taiwán. En 1964, las fuerzas
armadas derrocaron al presidente constitucional de Brasil, João Goulart, quien
se
había abocado, especialmente sobre al final de su mandato, a la tarea de instaurar
un conjunto de medidas económicas expansivas, a la vez que basó la política exterior
en un criterio de independencia y no de alineamiento con Estados Unidos; pero
la
estrategia popular acabó cuando el general H. A. Castelo Branco arribó al Palacio
del Planalto en abril.
Las razones que explican el golpe obedecieron tanto a fenómenos internos como
externos largamente analizados (Ramírez,
2012; Mattos, 2017). Correa y Fontes (2016) argumentan que, para los
sectores populares, el cambio de gobierno significó un viraje decisivo en materia
de
relación salarial,1 lo que inauguró
un largo ciclo dictatorial que dejaría huellas permanentes en los sindicatos y
en
las condiciones materiales de la clase trabajadora. En contraposición, Oliveira (2003) afirma que el salario mínimo ya
sufría un deterioro desde 1957. Desde el punto de vista de la economía política,
los
cambios también expresaron nuevas estrategias por parte del nuevo bloque en el
poder,2 el cual mantuvo el
impulso al proceso de industrialización, pero reordenó los actores y protagonistas
dentro del mismo. En este sentido, se identifican distintas etapas hasta 1985,
cuando se da paso a la transición democrática.
En el caso argentino, ocurrieron dos golpes de Estado entre mediados de las décadas
de 1960 y 1980. En 1966, la autoproclamada revolución argentina asumió el poder,
con
Juan Carlos Onganía al frente, luego de derrocar al gobierno del radical Arturo
Humberto Illia, ya sobre la fase económica ascendente del segundo ciclo sustitutivo
(Brodherson, 1973). Esta dictadura
atravesó distintas etapas y elencos de gobierno hasta 1973, e intentó desarrollar
una estrategia de crecimiento económico apoyada en el dinamismo del sector
industrial, combinado con una neutralización y fractura (a la postre fracasada)
del
movimiento popular.
Posteriormente, la dictadura, iniciada en 1976, implicó una transformación decisiva
respecto de la etapa de sustitución de importaciones (1945-1975), al iniciar el
proceso neoliberal bajo la modalidad de la valorización financiera (Basualdo, 2013). Para lograr este propósito, se
recurrió a un genocidio, que tuvo como principal blanco de ataque a la clase
trabajadora organizada (Canitrot, 1980; Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas,
1984).
El análisis de estos acontecimientos, desde la economía política resulta pertinente
porque aún se discute respecto de las diferentes derivas que tomaron estos procesos
dictatoriales y por qué siguieron derroteros distintos (Lazzari y Rapoport, 2012; Moreno y Figueroa, 2018; Ramírez,
2014). En este artículo se sostiene que el contrapunto entre ambas
experiencias muestra que las correlaciones de fuerza entre las clases sociales,
los
distintos engranajes del bloque en el poder en cada país, y la tendencia que
determinan el mercado y la geopolítica internacionales son elementos necesarios
para
comprender los derroteros seguidos por Brasil y Argentina entre las décadas de
1960
y 1980.
Bajo el trasfondo que delimitan las tendencias mundiales y con el apoyo explícito
de
Estados Unidos a Brasil, los sectores dominantes representados durante la dictadura
(1964-1985) desplegaron una estrategia de aceleración industrial combinada con
distribución regresiva del ingreso. El tránsito neoliberal solo acaeció cuando
los
intentos de sostenimiento del modelo sustitutivo chocaron con la crisis de la
deuda
de la década de 1980 y este proyecto político y social comenzó a tornarse hegemónico
en el nivel global (Harvey, 2007). No
obstante, el proceso de democratización y las presiones por demandas sociales
atendidas en la Constitución de 1988 demoraron la instauración de las reformas
neoliberales hasta principios de la década de 1990.
En cambio, en Argentina se asistió a dos estrategias diferentes: primero, la
dictadura de 1966-1973, en el marco de proscripción del peronismo,3 desplegó una política económica
relativamente similar a la brasileña, pero cuando chocó contra la resistencia
popular (en particular desde 1969), se vio condicionada a retroceder paulatinamente
en su proyecto, convalidar mejoras distributivas que no estaban en agenda, y dar
lugar a la apertura democrática. Después de esa experiencia y luego de un tercer
gobierno peronista donde la conflictividad social se acrecentó, la dictadura de
1976-1983 redefinió el diagnóstico: la clave del conflicto distributivo, político
y
social era infranqueable dentro del marco del modelo de industrialización y se
abocó
a su desmantelamiento, lo que sentó las bases del proyecto neoliberal (Harvey, 2007).
Así, el presente artículo da cuenta de los factores político-institucionales que
explican la llegada al poder de los regímenes militares, a través de la concepción
de O’Donnell (1988) de Estado burocrático
autoritario, y también presenta las características de la economía política en
Argentina y Brasil, primero para el periodo 1966-1974 y, luego, para el de
1975-1985.
El Estado burocrático autoritario en Brasil y Argentina
Guillermo O’Donnell (1988) planteó las
características de los regímenes de dictaduras en el Cono Sur. En su obra señala
que
el Estado burocrático autoritario es un tipo de Estado que “no es garante de la
burguesía, sino del conjunto de la relación que establece a esta clase como clase
dominante. No es, por lo tanto, un Estado de la burguesía” (p. 16).
Las características de este tipo de Estado son: a) una sociedad
global que garantiza y organiza la dominación ejercida a través de una estructura
de
clases subordinada a las fracciones superiores de una burguesía altamente
oligopólica y trasnacionalizada, y en donde su principal base social es esta gran
burguesía; b) institucional: un conjunto de organizaciones en el
que adquieren peso las especializadas en la coacción, así como las que pretenden
normalizar la economía. Por lo tanto, sus tareas se centran en reinstaurar el
orden
en la sociedad mediante la subordinación del sector popular y estabilizar la
economía, y c) un sistema de exclusión política –sin libertades
democráticas– y económica –promoción de un régimen de acumulación concentrador
de la
riqueza y extranjerizado– del sector popular activo, donde ocupan un lugar destacado
las fuerzas armadas y las grandes empresas públicas y privadas (Moreno y Figueroa, 2018).
La activación del Estado burocrático autoritario ocurre cuando la gran burguesía
doméstica y trasnacionalizada se siente amenazada por el sector popular. Si bien
el
proceso de industrialización liderado por el Estado diversificó y creó nuevas
relaciones de producción que expandieron los intereses de las clases
dominantes,4 permitió, a su vez,
la organización y formación de un movimiento obrero que, en última instancia,
también cuestionó las relaciones de dominación, en especial durante el peronismo
(1946-1955). Entonces, los sectores dominantes autopercibidos en peligro, invocaron
el tutelaje de las fuerzas armadas para restablecer las condiciones económicas
originales y sus relaciones de dominación. El discurso sobre el que se apoya este
mensaje consiste en la promoción de la estabilidad, es decir, en
normalizar la economía reorganizando las relaciones de trabajo,
eje sobre el que funciona la sociedad capitalista, pero con la aniquilación de
las
instituciones de participación democrática. En este sentido, el doble proceso
coerción-consenso de validación del régimen de acumulación se reduce a la coerción
que ejercen los aparatos de Estado.5
Desde el punto de vista de la economía política, el reclamo de normalización de las
relaciones económicas, es decir la garantía de estabilidad –vía reducción de la
inflación–, se transforma en uno de los pilares del nuevo enfoque que asocia el
desorden y el descontrol con los procesos populistas. Al respecto, el llamado
a la
corrección de los desequilibrios fiscales y comerciales, así como a los desbordes
salariales, forma parte del discurso clásico aplicado por los gobiernos liberales
–luego neoliberales– a la hora de diagnosticar la inconsistencia de los llamados
populismos (Dornbusch y Edwards, 1990). En
esos casos se hace hincapié en la necesidad de aplicar planes de estabilización
o de
enfriamiento de la economía, basados en las recetas de los organismos multilaterales
de crédito y que consisten, por diferentes vías, en la reducción del salario real
y
en la consecuente contracción del consumo agregado, considerado este último como
doblemente nocivo: inflacionario y comercial-deficitario, por efectos de la
creciente demanda importadora.
El enfoque de O’Donnell aporta una importante perspectiva sobre este asunto, y que
aplica tanto al caso argentino como en el brasileño: el papel de ese conglomerado
de
grandes empresas en la génesis del Estado burocrático autoritario. En el marco
de la
guerra fría, la burguesía oligopólica y concentrada había sufrido importantes
transformaciones, producto de la industrialización liderada por el Estado,
evolucionando desde las actividades tradicionales que la habían constituido
(agricultura, ganadería y minería) hasta las ramas industriales, en ese entonces
de
baja sofisticación (Furtado, 2003; Peña, 2007). En este contexto, su programa
económico consistía en el desarrollo de un régimen de acumulación jalonado por
la
industria, pero con límites sobre las demandas de las clases subalternas (salarios
y
relaciones de trabajo).
Estos sectores se complementaban con el capital extranjero, de creciente relevancia
en el aparato productivo de los países bajo análisis (Furtado, Soler, y Oliveira, 1972). La fuerte
transnacionalización, según O’Donnell, no solo se expresaba en el avance de las
empresas de origen foráneo en los principales resortes de las industrias medianas
y
pesadas, sino, además, en firmas de cierta composición u origen doméstico, pero
con
libre capacidad para moverse extra fronteras. En este sentido, la taxonomía empleada
para definir al capital transnacional dista de las miradas tradicionales de la
economía y remite a los tipos de conducta de este sector que refuerzan la idea
de
que, a medida que se expande, concentra y centraliza, “el capital no tiene bandera”
y actúa en consecuencia con este tipo de intereses (descarta el papel del salario
como vector de demanda y lo relega al de costo de producción). De ahí que sean
relevantes las asociaciones entre firmas nacionales (tanto públicas como privadas)
y
empresas multinacionales. En este escenario, la estructura productiva desempeña
un
papel fundamental para comprender las relaciones entre el Estado, la economía
política, las clases sociales y fracciones de clase, y las expresiones políticas
en
que las mismas se expresan, por lo que cabe mencionar qué características salientes
tenían estas economías.
A inicios de la década de 1960, Brasil y Argentina habían avanzado en la industria
liviana (industrialización espontánea por la caída del comercio
mundial de las décadas previas), profundizando su proceso de urbanización, lo
que
también implicaba una diversificación en servicios. Toda esta reestructuración
productiva se había realizado sobre la adopción de técnicas de los países centrales,
lo cual implicaba mantener relaciones laborales estructuralmente heterogéneas
en
términos de productividad y un elevado excedente de mano de obra (Bielschowsky, 1998). Si bien se habían moderado
las compras externas de bienes de consumo por efecto del proceso de sustitución
de
importaciones, las importaciones de bienes intermedios y de capital crecían a
un
elevado ritmo para aceitar la producción industrial doméstica. De este modo, el
equilibrio de la balanza de pagos dependía de las exportaciones de los bienes
agropecuarios (que en 1964-1965 representaba 73.2% del total de las exportaciones
para Argentina y 72.3% para el caso de Brasil), por lo que los límites del
crecimiento solían emerger desde el sector externo (Sunkel y Paz, 1970). Ello alentaba el concurso del mencionado capital
extranjero y el endeudamiento internacional, lo que anticipaba futuras dificultades
financieras, además de verificarse conflictos en el orden fiscal (déficit) y
monetario (inflación). Más allá de estos problemas, ambas economías se encaminaban
a
transitar un periodo pujante (1964-1974) donde los términos de intercambio tendrían
una tendencia positiva (Gerchunoff y Llach,
2018).
A mediados de la década de 1960, ambos países ya mostraban una predominancia
industrial relevante. En Argentina, en 1955, 44.5% de su pib industrial
estaba representado por textiles, cuero, calzado, alimentos y bebidas, con 37.3%
entre químicos y derivados, y metalmecánica. Diez años después esas proporciones
eran de 32.5% y 52.9%, respectivamente, y eran las industrias dinámicas (químicos,
metales básicos, maquinaria y equipo) las que más crecerían en esa década (Azpiazu et al., 1976). Los salarios, en este
escenario, asumían un papel clave en la dinamización del mercado interno,
convalidando una distribución del ingreso relativamente equitativa en el escenario
regional, en tanto que el sector agrícola mostraba cierto estancamiento y los
servicios iban incrementando su participación en el pbi (Gerchunoff y Llach, 2018).
En cambio, Brasil tenía una distribución del ingreso más desigual, aunque la misma
empeoraría hacia la década de 1970 (Medialdea,
2012). Sin embargo, compartía la relevancia del producto industrial y su
tendencia creciente, ya que hacia mediados de la década de 1960 logró la instalación
en el país de la industria automotriz, construcción naval, material eléctrico,
maquinarias y equipos, además de anotar la expansión de industrias básicas como
la
siderurgia, la de metales no ferrosos, la de química pesada, la de petróleo, y
la de
papel y celulosa. Se avanzaba en industrias de mayor contenido tecnológico, con
incrementos de la participación del Estado en la inversión y de las inversiones
extranjeras en sectores dinámicos (Kupfer, Ferraz, y
Carvalho, 2009).
El arribo de las fuerzas armadas al poder, tanto en Brasil como en Argentina, puede
entenderse como el sustento del proyecto económico de ciertas clases y fracciones
de
clase articuladas con el propio proyecto económico-político de las fuerzas armadas
y
la proyección de los intereses de la potencia hegemónica –Estados Unidos– en la
región bajo el contexto de la guerra fría, con el propósito de reorganizar las
relaciones de trabajo y eliminar el conflicto político-distributivo y, en última
instancia, el cuestionamiento a la dominación. De esta manera, los sectores
dominantes prefirieron lograr un proceso de crecimiento sostenido de la acumulación
de capital que configurase la base material de su proyecto de nación.
Primera etapa, 1964-1973
La irrupción de la dictadura militar en Brasil, en 1964, se inserta en una etapa
histórica específica y muy particular: los Treinta Gloriosos, que corrieron entre
1945 y 1975 (Hobsbawm, 2007). En ese periodo,
el mundo desarrollado se movía dentro del consenso keynesiano: un acuerdo
patronal-laboral donde los salarios crecían a la par de la productividad, lo que
daba lugar a mejoras distributivas y ampliación del consumo generalizado, además
de
la extensión de derechos sociales y económicos. En América Latina se asistió al
Estado desarrollista6 durante la
llamada industrialización por sustitución de importaciones:
El proceso de sustitución de importaciones en América Latina había tenido, al
menos en los países de mayores dimensiones de la región, acentuados rasgos
comunes: el fuerte peso del Estado como orientador del proceso y agente
productivo; el control público de los flujos financieros orientado a apoyar el
proceso de industrialización, y la estrecha articulación entre la expansión de
la capacidad productiva (a cargo, preponderantemente, de empresas
especializadas) y el consumo interno. Esa articulación, que estaba acompañada
de
una rápida expansión del empleo, con un particular dinamismo del sector
industrial y bajas tasas de desempleo, servía de sustento a una alianza entre
las fracciones de las clases dominantes orientadas hacia la producción para el
mercado interno y parte de los sectores populares. Sin embargo, esa alianza,
en
los países en donde existió, se plasmó en el marco de una industrialización que
tenía como supuesto la extrema concentración de la riqueza y del ingreso
heredadas de las anteriores fases y que, al avanzar a etapas más complejas,
recurría crecientemente a las inversiones de empresas extranjeras
(Basualdo y Arceo, 2006, p. 16).
Esta situación, común en todo el periodo 1964-1974 en la región sur del continente,
resulta esclarecedora respecto de las tendencias económicas generales que marcan
la
etapa, aun bajo las distintas fases de la dictadura iniciada en 1964. Sin embargo,
conviene distinguir algunos aspectos relevantes.
El primer periodo de Castelo Branco (1964-1967) estuvo signado por una álgida
impronta represiva y un alineamiento con Estados Unidos en el marco de la guerra
fría. Ello marcaba distancia con dos de las decisiones destacadas de la etapa
de
Goulart: diálogo con los sectores organizados de la clase trabajadora7 y una política exterior autónoma. El
Estado burocrático autoritario brasileño irrumpió en el marco de una escalada
inflacionaria simultánea al crecimiento de las demandas de la clase trabajadora,
que
se había expresado en importantes actualizaciones del salario mínimo. En efecto,
si
la inflación es una expresión de la lucha de clases (Noyola, 2009), el conflicto distributivo había derivado en un
recrudecimiento de la estrategia inflacionaria de parte de los sectores formadores
de precios, toda vez que el gobierno de Goulart acrecentaba el control y manejo
público de los sectores estratégicos de la macroeconomía. En este escenario, los
grupos económicos brasileños invocaron una pronta normalización de la economía,que
retrotrajera los niveles salariales a registros previos a la experiencia
1961-1964.
La articulación de la acción de los sectores dominantes y la ideología de los
elementos militares se materializó en la creación del Grupo Permanente de
Movilización Industrial, un espacio de interacción en el ámbito de la Federación
de
Industrias del Estado de San Pablo. Ello derivó en la creación de un fuerte complejo
militar-industrial, lo que generó una simbiosis de significativo impacto en el
régimen de acumulación desde ese momento. Dicha Federación de Industrias ocuparía
el
lugar, en tanto representante de la alta burguesía industrial, de establecer y
ampliar el consentimiento de importantes segmentos de la sociedad para lograr
la
progresiva militarización de las relaciones económicas y sociales. En ese mismo
sentido se había creado, en 1961, el Instituto de Investigaciones y Estudios
Sociales, en el que confluían importantes empresarios de varios estados del país,
alineados bajo la defensa de la democracia liberal como mejor estrategia de lucha
contra el comunismo. En este instituto se corporificaba la identificación ideológica
entre empresarios y militares en torno al problema de la seguridad nacional (Mattos, 2017). Una simbiosis que daría
resultados, ya que, en 1964, en los meses previos al golpe, las reuniones en el
Grupo Permanente de Movilización Industrial-Federación de Industrias del Estado
de
San Pablo, donde confluirían algunos de los empresarios que serían futuros ministros
del gobierno de Castelo Branco, acelerarían los acontecimientos y acordarían la
próxima política económica.
El primer periodo de la dictadura (1964-1967) estaría signado por la preponderancia
dada al capital extranjero. Buena parte del elenco de ministros provenía del
Instituto de Investigaciones y Estudios Sociales, lo que reconfiguró el bloque
de
poder e inclinó la balanza de las políticas públicas hacia los intereses de las
firmas transnacionales. El programa instaurado –Plan de Acción Económica del
Gobierno– trae a la memoria el Plan Prebisch llevado a cabo en Argentina en
1955-1956:8 su blanco principal
era el populismo distributivo, por lo que se produjo una rápida disminución del
gasto público, una retracción del crédito y, por supuesto, de los salarios reales.
Se incrementó la carga tributaria sobre las mayorías a la vez que se contraía
el
mercado interno. Este programa revelaba el peso del sector extranjero en el Estado
burocrático autoritario, puesto que estas medidas tendrían un efecto negativo
en la
industria de construcción pesada y otros sectores mercado-internistas (Campos, 2012).
En lo que atañe estrictamente al mundo del trabajo, allí se manifestaron con claridad
los propósitos de subordinación de clase de la dictadura: se produjo un
congelamiento del salario mínimo con prohibición de incrementos salariales en
periodos menores a un año y la represión directa en los lugares de trabajo con
exclusión del derecho a huelga. Como ejemplo, basta citar que, a pocas horas del
golpe, el 31 de marzo de 1964, el general Olimpio Mourao invadió la Fábrica Nacional
de Motores para aislar a los trabajadores comprometidos con las reformas de base,
quienes impulsaban el avance de la república sindicalista desde el eje Río-Minas
(Correa y Fontes, 2016).
La contracción del mercado interno y el relativo desplazamiento de los grandes
capitales locales se verificaron también en la liquidación del entramado
ferroviario, que clausuró 5 000 km de vías destruyendo 154 000 empleos entre 1964
y
1974 (Campos, 2012). Asimismo, la apertura al
capital extranjero se manifestó en el desarrollo de un extenso mercado de capitales,
así como en el otorgamiento de concesiones en materia energética, con megaproyectos
de largo aliento. Los organismos multilaterales de crédito –Banco Interamericano
de
Desarrollo, Banco Mundial– aportaron fondos y consejos para desmantelar el
transporte ferrocarrilero y reformular el sistema vial terrestre.
Más allá de los cambios, la lógica del régimen de acumulación permaneció inalterada.
Como lo destacan Marquetti, Maldonado, y Lautert
(2014):
En lo que respecta a las reformas, las más importantes se llevaron a cabo en los
años 1964-1965 y reconfiguraron el mercado financiero, el sistema fiscal y el
mercado laboral. La reforma del mercado de trabajo, junto a la represión contra
los sindicatos y los partidos de izquierda, generaron un aumento de la tasa de
plusvalía o explotación. \[…\]A pesar del sesgo promercado de las reformas,
estas no modificaron la estrategia de desarrollo brasileño (p. 93).
El segundo periodo de esta primera etapa de la dictadura brasileña (1967-1973) tuvo
un carácter distinto. En el marco de una creciente movilización social (1967-1968)
–marcada por las protestas estudiantiles– el surgimiento de la guerrilla urbana
y
los reclamos obreros, el mando militar respondió reforzando el papel hegemónico
de
las clases dominantes industrialistas. Se produjeron importantes movimientos dentro
del bloque de poder que se expresaron con el arribo del ministro Delfim Neto a
la
cartera de economía. Ligado a las más grandes corporaciones locales, este personaje
cultivaba un perfil abiertamente desarrollista, con marcada tónica nacionalista
para
robustecer el proceso de industrialización. Es así como se alistaron grandes grupos
económicos locales en los principales ministerios y secretarías. Sobresaldrían
aquellos ligados a la construcción y a la industria de bienes durables, principales
vectores del reverdecer económico experimentado entre 1967 y 1973: los años del
milagro, con tasas de crecimiento superiores a los dos dígitos. La dictadura
brasileña podía reforzar esta estrategia porque la correlación de fuerzas no lograba
cuestionar la hegemonía establecida por este bloque (Portantiero, 1977).
Entonces, la industria creció a pasos agigantados de la mano de firmas locales.
Incluso se dictaron decretos que limitaban la presencia extranjera. Los sectores
de
la construcción –con el liderazgo de Odebrecht, Camargo Correa y Andrade Gutiérrez–,
los bienes de consumo durables, los caminos viales, el automotriz, la maquinaria
y
equipo, la industria naval, la petroquímica, la electrónica y la aeronáutica fueron
los más dinámicos en el marco del Plan Estratégico de Desarrollo. El Estado asumió
un papel preponderante en todo este proceso, ya que dirigió y condujo el programa,
incentivando la producción para las elites (consumo suntuario), la exportación
de
manufacturas y la aceleración del gasto público –pasó de representar 20% del
pib en 1950 a 34% en 1969 y cerca de 50% desde 1974– (Marini, 1977).
Una percepción de clase de estos cambios da cuenta de que el Estado burocrático
autoritario avanzó en el logro de algunos de sus principales objetivos en este
periodo: reprimió y neutralizó, al menos parcialmente (Correa y Fontes, 2016), la activación de la clase trabajadora y
tuvo éxito en relanzar la acumulación de capital ya que la tasa de ganancia, de
acuerdo con cálculos de Marquetti, Maldonado, y
Lautert (2014) aumentó 23% entre 1964 y 1973. Este fenómeno se explica
porque los años del milagro estuvieron marcados por periodos de alta inflación
y, en
el marco de la relación salarial en curso, significaron una reducción de los
ingresos reales de los trabajadores. La economía creció significativamente, pero
la
desigualdad se incrementó en tanto que la clase obrera desarrollaba un proceso
subterráneo de resurgimiento que emergería de manera contundente recién con las
luchas en el cordón industrial de los alrededores de la ciudad de San Pablo (el
llamado abc paulista) en 1978-1979.
En el caso argentino, el Estado burocrático autoritario del tperiodo 1966-1973 tuvo
mayores dificultades para subordinar a la clase obrera y normalizar la economía,
aunque emprendió la tarea con rasgos similares al caso brasileño.
El Estado burocrático autoritario no emergía en el marco de una verdadera amenaza
populista o socializante del país, ya que el gobierno de A. Illia (1963-1966)
solo
expresaba una vertiente antiimperialista dentro de uno de los partidos
tradicionales, la Unión Cívica Radical. Su política económica se apoyó en el
intervencionismo estatal, al cancelar los contratos petroleros con firmas
extranjeras, establecer una ley de medicamentos genéricos –que alentaba la industria
nacional y erosionaba el poder de los laboratorios extranjeros–, descartar el
endeudamiento externo como vía de financiamiento y favorecer la recuperación
salarial. No obstante, un amplio programa de lucha de la Confederación General
del
Trabajo –única confederación sindical del país– durante su gobierno generó el
temor
a la agitación social por parte de los sectores dominantes. En el marco de la
proscripción del peronismo, A. Illia tuvo una política sindical que atacaba la
estructura y organización del movimiento obrero (Ley de Asociaciones Profesionales)
con la idea de quebrar el eje de sustento del movimiento de resistencia peronista.
En ese contexto, las elecciones de 1965 fueron una muestra de lo que podía ocurrir
si se avanzaba en un proceso democrático real: el peronismo ganaría las elecciones,
lo que se constituía en el límite explícito de las clases dominantes.9
En el escenario de crisis política –la economía, en cambio, crecería de manera
ininterrumpida entre 1964 y 1974 (Basualdo,
2010a)–, el mando militar que, en 1966, ejecutó el golpe respondía a la
línea de los Azules. En ese tiempo, los grupos castrenses, divididos entre Azules
y
Colorados, tenían estrategias distintas respecto del peronismo: los Colorados
querían aniquilar al movimiento por asociarlo a la izquierda marxista, mientras
que
los Azules, lo aceptaban como dique de contención del comunismo y lo toleraban,
pero
sin permitirle acceso al poder.10
En este contexto, los Azules diagnosticaban una crisis de
autoridad, derivada de la incapacidad del gobierno de manejar el conflicto
social. Esta situación de inestabilidad marcaba una crisis de hegemonía, es decir,
una situación en donde un sector que deviene predominante en lo económico es incapaz
de proyectar sobre la sociedad un orden público que lo exprese de manera legítima.
De ahí que el periodo 1958-1973 se haya caracterizado como de empate
hegemónico (Portantiero,
1973).
Los Azules, que tomarían el poder bajo la presidencia de Onganía (1966-1970), estaban
interesados en forjar un proceso de modernización, tecnificación y burocratización
del Estado para resolver el empate hegemónico en favor de la
burguesía urbana, desplazando a la burguesía agraria y disciplinando a los sectores
populares. Para ello resulta central, al igual que en el caso de Brasil, tomar
nota
del cambio en la ideología en los sectores militares, muchos de los cuales habían
abandonado el nacionalismo (popular en su vertiente peronista) que pretendía
controlar a través del Estado el proceso económico, con el propósito de enfrentar
posibles conflictos externos de las décadas de 1940 y 1950. Después de la
reconfiguración geopolítica de la guerra fría, el enemigo pasaba a ser interno
y se
descartaba la necesidad de comandar desde el sector público los resortes
estratégicos de la industria, el armamento, los caminos y la energía, que pasaban
a
estar encabezados por el capital extranjero (en crecida estadunidense). Este nuevo
actor –el capital extranjero industrial– alentado desde la política desarrollista
del gobierno de A. Frondizi (1958-1962), redefinía el mapa de estrategias y alianzas
sociales, lo que dio lugar a que los militares depositaran en el sector privado
la
responsabilidad para el desarrollo de las ramas industriales, en tanto que el
poder
ejecutivo se encargaría entonces de garantizar la seguridad interna (Portantiero, 1977).
Desde el punto de vista económico, la dictadura, encabezada por Onganía, tuvo en
Adalbert Krieger Vasena a su ministro de economía emblemático, quien desde 1967
encaró un proyecto de clara raíz industrialista, apoyado en una planificación
e
intervención activa del Estado para tal fin (O’Donnell, 1977). El plan proponía
avanzar en la industrialización, completando los casilleros vacíos en materia
de
producción pesada y recurriendo para ello a la contribución del capital extranjero.
En sus primeros meses, decretó una devaluación del peso de 40% para reducir los
salarios en dólares e incentivar la producción agrícola, pero la compensó (de
manera
parcial) con el establecimiento de retenciones a las exportaciones tradicionales
(16-25%), lo que evitó parte de su traslado a la canasta básica de bienes y
servicios, en el marco de los acuerdos de precios. Además, alentó las importaciones
industriales vía reducción de aranceles, lo que constituía un esquema de tipos
de
cambio múltiples. La repatriación de capitales locales en el exterior, sumado
a la
promoción de inversiones extranjeras, dio lugar al dinamismo del aparato industrial.
Asimismo, se decretó un aumento de los salarios, que igualmente pasaron a congelarse
por un año y medio (Verseci, 2001).
Se verificó una masiva inversión pública en infraestructura (represas como El Chocón,
Cerros Colorados, la usina nuclear Atucha, puentes, rutas, etc.) que se materializó
a través de un entramado de redes entre el sector público y los grandes grupos
económicos locales, que dio lugar al fenómeno conocido como patria
contratista. Las adjudicaciones directas y el vínculo endogámico entre
estos sectores y el poder político permitieron que surgiera un conjunto de ganadores
de la obra pública, posibilitando el desarrollo de empresas que crecerían al calor
del cobijo estatal11 (Basualdo, 2010a).
Por su parte, el capital foráneo sería el centro de gravitación del proyecto de
desarrollo. En el marco de la reducción de la inflación, la promoción del sector
financiero y las facilidades para la inversión extranjera directa se produjo un
incremento del peso de las transnacionales en la economía, ya no solo a partir
del
desembarco en sectores anteriormente no explotados (como había sido bajo la impronta
desarrollista de Frondizi), sino a través de la compra o asociación con firmas
locales. La batería de políticas económicas instaurada, en especial la obra pública,
se valió del endeudamiento externo, ya que Krieger Vasena sintonizaba perfectamente
con los organismos multilaterales de crédito. Es así como se rubricaron acuerdos
con
el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional.
Así, el proyecto pretendía acelerar la extranjerización del aparato productivo
nacional, pero integrando, a su vez, a los grandes grupos económicos locales que
se
habían extendido desde las actividades tradicionales hacia las de mayor valor
agregado. Sin embargo, esta vía industrial-extranjerizante no había quebrado la
capacidad combativa de la clase trabajadora, a pesar de la proscripción del
peronismo. A diferencia del caso de Brasil, los salarios no fueron la variable
de
ajuste que se empleó para elevar la tasa de ganancia: mientras en el periodo
1959-1965 la participación asalariada en el pib promedió 38.3%, la misma
varió entre 42.7 y 44.7% entre 1966 y 1970 (Graña y
Kennedy, 2008), lo que reafirmó su papel como motor del crecimiento
económico mercado-internista. El peso, tanto de los sectores tradicionales del
sindicalismo peronista mercado-internista como de actores del movimiento obrero
de
nuevo cuño (la Confederación General del Trabajo de los Argentinos [cgta],
el clasismo), imprimía creciente conflictividad social y evitaba fuertes pérdidas
de
poder adquisitivo de los salarios (Portantiero,
1977).
Más allá de que en Argentina no existió un milagro económico entre
1967 y 1973, se pudieron verificar síntomas de consolidación del proceso industrial
(con crecimiento constante de los sectores señalados y del producto) combinados
con
una distribución del ingreso relativamente equitativa (Ferrer, 2008). Ello no se modificó en el periodo 1970-1973,
pero, sin duda, asumió un perfil diferente. Con el Cordobazo, en 1969, se inició
un
ciclo de luchas obreras, estudiantiles, sociales y políticas de significativa
magnitud (en verdaderas batallas como las que se dieron en las grandes ciudades
de
Rosario, La Plata, Tucumán, Mendoza, Trelew, nuevamente Córdoba, entre otras)
que
sentenciaron el destino de la revolución argentina. Comenzaron a producirse cambios
en el gobierno, así como una relajación de los controles autoritarios hasta
efectivizarse la apertura democrática de 1973.
Esta segunda parte del Estado burocrático autoritario (1970-1973) presentó un giro
nacionalista en el gobierno de facto, que se expresó con la salida de Krieger
Vasena
y su reemplazo por figuras como Aldo Ferrer, economista vinculado al desarrollismo
de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal). El
diagnóstico era que el Estado debía complementar mucho más al sector privado,
por lo
que se intensificaron las obras públicas (viviendas, represas, rutas, etc.) y
se
rediseñó un instrumento crediticio útil para tal efecto: el Banco Nacional de
Desarrollo (Rougier, 2016). Bajo un espíritu
de planificación económica, los sectores castrenses se adherían, desde el
nacionalismo, a un arreglo económico con mayor redistribución del ingreso y nuevas
leyes (como la 18.587 de promoción industrial) y controles sobre el capital
extranjero,12 lo que derivó en
una merma de la extranjerización simultánea a un incremento del peso del sector
público y privado nacional. La apuesta guardaba coincidencias con la etapa
desarrollista de Antonio Delfim Netto en Brasil, pero aquí se mostraba incapaz
de
sostener la hegemonía, por la incapacidad del bloque urbano (el gran capital
industrial, tanto nacional como extranjero) de subordinar consistentemente a los
demás actores en pugna.
La explicación de este fenómeno, que presenta diferencias con el caso brasileño, debe
buscarse en las características estructurales y coyunturales que permitieron el
intenso proceso de movilización de los sectores populares, y que logró quebrar
el
proyecto de Onganía y hacer retroceder a la dictadura sistemáticamente hasta 1973.
Desde el punto de vista coyuntural, es importante destacar que el proceso de
industrialización en Argentina había disminuido la tasa de desempleo hasta 3.9%
hacia 1973-1974 (Arceo et al., 2008). El caso
de Brasil, por el contrario, mantuvo una masa constante de trabajadores con una
inserción laboral precaria: empleadas domésticas, cuentapropistas y asalariados
informales. Algunos autores estimaron que, a mediados de la década de 1970, el
proletariado bajo esta condición representaba la mitad de la población
económicamente activa (Bielschowsky y Mussi,
2013; Singer, 2009).
Este diferencial en el tamaño del ejército de reserva tiene raíces estructurales en
la formación del movimiento proletario. La constitución de la clase trabajadora
en
Argentina estuvo basada en los flujos migratorios de principios de siglo xx
donde los obreros tenían experiencia de organización gremial y a su vez, patrones
de
vida modernos, con tasas de crecimiento poblacional más reducidas que en Brasil.
A
diferencia de la relevancia de la inmigración europea, el caso brasilero también
incorpora las dinámicas del fin de la esclavitud que implicaron que las grandes
masas de ex esclavos y sus descendientes no se integraran a la producción
capitalista y se mantuvieran marginados (Fernandes,
1964; Furtado, 1966).
Segunda etapa: el periodo 1974-1985
La irrupción de la crisis mundial de 1973, con el incremento del precio del petróleo
y el posterior abaratamiento del crédito internacional a partir de la abundancia
de
petrodólares, marcarían un mojón en la historia económica mundial. La década,
inaugurada a partir del fin de la convertibilidad del patrón oro-dólar y la
instauración de un patrón dólar flexible (Serrano,
2002), significó una transición entre dos modos de acumulación a escala
global. Después de dos depreciaciones unilaterales de los tipos de cambio fijados
en
Bretton Woods, el shock Volcker13 desató la burbuja de precios de
commodities y la inflación internacional. A partir de entonces,
Estados Unidos reforzó progresivamente el control del sistema monetario-financiero
internacional y reforzó la hegemonía de la acumulación global (Tavares, 1985).
Los shocks del petróleo aparecieron como elementos exógenos para
fomentar una transformación y dirimir la disputa capital-trabajo en los países
del
centro (Korpi, 2002). En paralelo, Estados
Unidos iniciaba un nuevo ataque en la guerra fría: en tiempos de paz, su gasto
militar aumentaba sin precedentes y retomaba las relaciones diplomáticas con China,
con el fin de aislar internacionalmente a la URSS (Kissinger y Hormann, 2011; Medeiros y
Serrano, 1999). Es en este momento en que se sitúa la génesis de un
cambio global en el régimen de acumulación, donde finalizan los Treinta Gloriosos
(del consenso keynesiano en el centro y del desarrollismo en la periferia) para
dar
paso al neoliberalismo (Harvey, 2007). Este
cambio generaría la rearticulación de instituciones internacionales,14 las cuales tendrían importantes
consecuencias sobre el comportamiento de las dictaduras bajo análisis, observándose
tendencias divergentes.
Además del cambio en el régimen monetario que exigía una industria en crecimiento,
este plan tuvo como propósitos centrales el aumento internacional, el elemento
que
fue decisivo en el capitalismo global en las últimas décadas del siglo xxi
fue la construcción de un sistema financiero verdaderamente global basado en la
internacionalización del modelo estadunidense. Estas reformas desarrollaron un
papel
clave en los objetivos de los gobiernos militares del Cono Sur, puesto que
permitieron el acceso a préstamos internacionales y otorgaron una fugaz holgura
en
la balanza de pagos.
La experiencia brasileña tiene importantes particularidades, ya que en 1974 se inició
un periodo marcado por el II Plan Nacional de Desarrollo (ii pnd), ante el
encarecimiento de la energía en el mercado mundial y la fuerte demanda de la
capacidad energética, la producción de insumos básicos y los bienes de capital.
El
programa reconocía en la cepal algunas de sus principales fuentes de
inspiración sobre la idea de acelerar el proceso de sustitución de importaciones
como plataforma de desarrollo económico. La situación mundial, que transitaba
por
una crisis de este tipo de enfoques, generó fuertes reparos de parte tanto de
académicos como de los propios integrantes de los sectores dominantes (véase
Manifiesto empresarial de 1979, en Fonseca y Monteiro, 2008) que consideraban
más
apropiado instaurar un ajuste que un programa expansivo. Sin embargo, la
racionalidad del plan residía en la estrategia política del elenco militar que
veía
en el crecimiento económico una válvula de contención del reclamo social, necesaria
para dar paso a la lenta apertura democrática (Fonseca y Monteiro, 2008).
En efecto, Brasil tenía, a pesar de haber transitado por un periodo inédito de
crecimiento acelerado (1967-1973), tensiones estructurales para el desarrollo
sostenido. Dependía de la importación de energía e insumos, así como de la inversión
extranjera en sectores de más alta tecnología. Para atacar estos problemas, en
lugar
de iniciar el sendero neoliberal de apertura y desindustrialización, la dictadura
“huyó hacia adelante” (Fiori, 1992), ya que
el ii pnd diseñó un ambicioso programa de construcción de represas
hidroeléctricas y centrales nucleares, como también incrementos en la prospección
de
petróleo y la producción de alcohol. Y gracias al apoyo estatal, se intensificó
la
capacitación tecnológica en informática y petroquímica, lo que convirtió al Estado
en el principal productor del país. No obstante, se recurrió a un ajuste del gasto
público, al congelamiento salarial y el endeudamiento externo. Además, puesto
que la
industria requería de mayores (y encarecidas) importaciones, se promovió la política
exportadora a través del impulso a los productos primarios, industriales y de
servicios (Madrid, 2011).
Como se ve, la apuesta militar pasaba por consolidar definitivamente el complejo
industrial brasileño, avanzando en aquellos sectores donde la industrialización
por
sustitución de importaciones no había logrado completar los casilleros vacíos.
Para
ello, el financiamiento del programa provendría del endeudamiento externo.
La estrategia se puede retratar en un círculo virtuoso: puesto que se requerían
importaciones para elevar la productividad industrial y avanzar en el cambio
estructural, el endeudamiento externo (barato en ese momento) permitiría sortear
la
brecha comercial. Una vez madurados los proyectos de autoabastecimiento energético,
desarrollo de industrias pesadas y bienes de capital, las importaciones
necesariamente tenderían a caer, mientras que el impulso exportador lograría
incrementar el ingreso de divisas. Con el cambio en la matriz productiva, al
generarse genuinamente los recursos para crecer, el país podría cancelar
progresivamente sus pasivos con el exterior. Siguiendo esta lógica, la deuda externa
pasó de 12 000 millones de dólares en 1973 a 64 000 millones en 1980. Cuando,
en
1979, se produjo el encarecimiento del crédito (shock Volker), los
compromisos de pago se incrementaron de forma sustancial: se transfirieron 6 000
millones de dólares solo en concepto de intereses, en 1980, doce veces más que
en
1973 (Madrid, 2011). La apuesta no dio los
resultados esperados, puesto que la economía ingresó en un sendero de declive
que,
desde finales de la década de 1970, desembocaría en crisis.
Dentro del bloque en el poder también hubo modificaciones de relevancia. Después de
un matrimonio estratégico entre los principales grupos económicos paulistas y
la
tecnoburocracia en el Estado, desde 1974 se dio prioridad a las oligarquías
regionales, que pasaron a incrementar su participación en la obra pública. Se
destacaron, entonces, los sectores de bienes de producción con goce de créditos
preferenciales del Banco Nacional de Desarrollo. Esta situación generó una reacción
de la burguesía desplazada, que inició un creciente enfriamiento con el poder
ejecutivo, y que se transformó en alejamiento desde 1977. En ese momento, que
conecta con el ciclo de luchas de la periferia abc paulista, se inicia una
crisis de hegemonía que daría lugar al desmembramiento del bloque de poder (Campos, 2012).
Si se observa el proceso como un todo, la dictadura enfrentó tres indisciplinas: la
electoral, desde 1974, del capital, desde 1977, y la sindical, desde 1978 (Fiori, 1992). Esta última resultó en un
movimiento que se extendió al resto del país, lo que reubicó a la clase obrera
organizada como protagonista de peso en la arena política y social (Correa y Fontes, 2016). Las luchas sindicales
en el centro operatorio del entramado industrial del país, que se manifestaron
a
través de tomas de fábricas y huelgas masivas con apoyo de múltiples sectores
culturales y sociales, articuló una referencia de oposición a la dictadura militar
y
cuestionó el núcleo central del modelo económico brasileño: los bajos salarios,
que
hacían de los trabajadores sistemáticos los perjudicados del sistema.
Fue entonces cuando se produjo una crisis de acumulación y hegemonía en que comenzó
a
explorarse la idea de transitar hacia un proyecto neoliberal. El presidente del
Banco Nacional de Desarrollo, Marcos Vianna, montó un programa de privatización
de
las empresas públicas que serían transferidas a los principales grupos económicos
del país. Como se verá más adelante, esta estrategia ya era la aplicada por el
gobierno argentino desde 1976, pero en el caso de Brasil no prosperaría hasta
la
década de 1990.
Durante la década de 1980 se asistió a un declive persistente del sistema económico
que no lograba encontrar los mecanismos de recuperación en el marco del ciclo
neoliberal que se abría a escala global (Filgueiras,
2006; Fiori, 1992; Marini, 1992). La crisis de la deuda fue
particularmente aguda de 1982 a 1983, ya que el desempleo se elevó y la economía
se
desplomó, coronándose esta situación con un acuerdo con el Fondo Monetario
Internacional. La década perdida de 1980 (Comisión
Económica para América Latina, 1996) mostró un comportamiento errático de
la economía, con marchas y contramarchas en el planteo económico, en muchos casos
orientada a sostener el modelo sustitutivo y, en otros, marcando la pauta del
tránsito hacia las reformas neoliberales. De acuerdo con Campos (2012), luego de la ruptura del pacto político de
1977-1979, el mismo no logró restablecerse sino hasta la década de 1990, lo que
se
advierte al tomar nota del sinnúmero de políticas y planes económicos ejecutados
entre 1979 y 1993: ocho planes de estabilización, cuatro monedas nacionales, cuatro
índices de inflación distintos, cinco congelamientos de precios, catorce políticas
salariales, 18 cambios en reglas cambiarias, etc. Los planes de estabilización
heterodoxos –devaluación con control de precios, indexación salarial, incremento
de
impuestos, etc.– pretendían proteger y resguardar el modelo industrial, en el
marco
de una oposición sindical, patronal y electoral a la dictadura que fue in
crescendo desde 1978. A pesar de ello, desde la perspectiva de los
sectores populares, dichos planes significaron una caída del salario real, con
incrementos del desempleo y subempleo, reducción del consumo y las importaciones,
lo
cual formaba parte del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional de 1982 (Madrid, 2011).
Otras medidas como la liberalización financiera obedecen al inicio del giro
neoliberal. Al incrementarse la deuda a principios de la década de 1980: “el
gobierno crea el espacio y las condiciones para que parte del capital dinerario
se
vuelque a la más desenfrenada especulación y vuelva a prestarle al Estado todos
los
días una factura abultada” (Marini, 1992, p.
119); es decir, se transfirieron los pasivos del sector privado al
público, estatizando la deuda externa. En 1984, el ex ministro de Industria y
Comercio durante la dictadura bajo la gestión económica de Netto (1967-1964),
señalaba que se estaba transfiriendo renta de la industria a los bancos.
Representaba al desarrollismo en retirada.
En efecto, la crisis de hegemonía y el quiebre del pacto político no solo se
expresaban en tendencias regresivas en la distribución del ingreso, sino también
en
una crisis del régimen de acumulación, puesto que la tasa de ganancia cayó 50%
entre
1973 y 1984 (Marquetti, Maldonado, y Lautert,
2014). La transición democrática acordada (1985-1988) tampoco modificó
este cuadro de situación, ratificando la crisis económica y social.
En Argentina la experiencia fue muy distinta. Convencidos de que bajo el modelo
sustitutivo era imposible forjar un capitalismo nacional que excluyera a la clase
trabajadora del debate político y pudiera deprimir los salarios de manera decisiva,
la dictadura que se inició en 1976 se abocó a la transformación del régimen de
acumulación desde sus inicios. Siguiendo a Canitrot
(1980), el objetivo de la dictadura no fue lograr un proceso de
estabilización (como sus primeros planes de contención de la inflación sugerían),
sino reformar la estructura económica argentina con un horizonte duradero en el
marco del auge neoliberal de la época, que se había iniciado en Chile en 1973.
Al respecto, cabe destacar que existe un debate sobre la caracterización neoliberal
de la dictadura del periodo 1976-1983. Algunos señalan que se trató de una etapa
desarrollista con nuevas formas (Sanz y Sartelli,
2018). Con un punto de vista coincidente, otros arguyen que los cambios
que se producirían en la estructura productiva no indicaban un cambio en el régimen
de acumulación de capital y se inscribían en el marco de fenómenos de alcance
global
(Grigera, 2011). También se ha sostenido
que la experiencia careció de coherencia y se basó más bien en el pragmatismo
de los
elencos económicos que adoptaron distintos y contradictorios enfoques a lo largo
de
los casi ocho años de dictadura (Müller,
2001). Respecto de estos avances y retrocesos en su tránsito neoliberal,
Canelo (2008) los enmarca en las disputas
que existieron en el seno de las fuerzas armadas, tanto entre nacionalistas y
liberales –en la ideología general del proceso– como entre tecnócratas y liberales
tradicionales –respecto del manejo de la inflación y la política monetaria–, en
particular en el periodo 1976-1981.
Más allá de las evidentes marchas y contramarchas de las políticas económicas de la
dictadura, como se verá más adelante, existen importantes evidencias que dan cuenta
de que el cambio producido en ese país a partir de aquel momento sería estructural,
al modificar la organización económica y las relaciones sociales de manera decisiva
y dar inicio, por ende, al proyecto neoliberal en su versión argentina que se
consolidaría en la década de 1990 (Azpiazu y Schorr,
2007; Basualdo, 2010a; Basualdo,2010b; Canitrot, 1980; Ferrer, 2008;
Peralta-Ramos, 2007; Schvarzer, 1988; Pucciarelli, 2004).
En este sentido, el primer ministro de Economía de la dictadura, José A. Martínez
de
Hoz, descendiente de una de las familias tradicionales de la oligarquía agropecuaria
y exgerente de la siderúrgica Acindar –en tiempos de represión ilegal al movimiento
obrero de dicha fábrica durante el año 1975–, representaba a los sectores que
intentaban lanzar un cambio estructural en la economía argentina.15 La tesis que sostenía el mando económico de la
dictadura era que el modelo sustitutivo estaba agotado y era necesario crecer
para
después dirimir la distribución del ingreso (Martínez, 1989).
Asimismo, la confluencia de distintos sectores intelectuales, militares y
empresariales en este proyecto, que daría como resultado diversas fases en el
plano
económico, indicaba que se consolidaba, después de años de empate hegemónico y
ciclos de alianzas sociales diversas (O’Donnell,
1977), el modelo liberal-conservador. El mismo recuperaba una tradición
intelectual de sectores medios, mandos militares y corporaciones empresariales,
sumamente ecléctica, que se basaba en el anticomunismo y antiperonismo, el impulso
al libre mercado (pero también con un Estado capaz de poner en funcionamiento
ese
mercado), la reivindicación de las tradiciones políticas, morales y culturales
con
ambiciones modernizantes e institucionalizantes, y la importancia de la instalación
social de una ética cristiana para que el orden político funcione (Morresi, 2010). La articulación entre distintas
ideologías, antes enfrentadas en el seno de las fuerzas armadas y la intelectualidad
orgánica de las clases dominantes, se basaba en el principio de destruir la
subversión,16 para lo que
habría que doblegar al movimiento obrero.
Los objetivos en el plano económico eran: a) modificar la relación
entre capital y trabajo, volcando la balanza a favor del primero a través de una
caída dramática del salario real simultáneamente con un incremento de la
productividad: b) reconfigurar el equilibrio campo-industria
restituyendo el poder al sector agrario y quitando las ventajas del periodo
sustitutivo hacia la industria; c) reestructurar las relaciones
dentro del empresariado industrial concentrando ingresos, y d)
fusionar cúpulas de fracciones del capital favoreciendo la concentración económica
y
fortaleciendo al capital financiero como nuevo actor protagónico de la actividad
económica argentina (Peralta-Ramos,
2007).
Respecto a la relación entre capital y trabajo, es notorio que la política de
represión actuó como la disciplina más brutal contra la clase trabajadora. Con
la
supresión de la actividad sindical y la imposibilidad de cualquier forma de
organización, los militares vulneraron severamente la capacidad de intervención
en
el conflicto social, laboral y político de los trabajadores.17 Solo entre 1974 y 1977, los asalariados
disminuyeron su participación en el ingreso en 20 puntos porcentuales (de 45 a
25%).
Para 1982 este indicador no superaba el 22 por ciento.
En lo que atañe a la reconfiguración campo-industria, la política ejecutada obedecía
a la tesis de que el campo había sostenido a una industria ineficiente, siendo
necesario que la misma diera un salto en términos de productividad o sucumbiera
(Peralta-Ramos, 2007). De esta forma, la
eliminación de tipos de cambios diferenciales que operaban gracias a la
implementación de subsidios, aranceles, retenciones, y otros instrumentos
regulatorios, afectó regresivamente la distribución del ingreso18 (Ferrer,
2008).
Por su parte, el proceso de concentración hacia el interior del empresariado no fue
menos acentuado. La creación de leyes como la de Inversiones Extranjeras y Entidades
Financieras no lograron los objetivos explícitos de mejorar la competitividad
y la
competencia, motivar las inversiones, atraer capitales de alta tecnología, dinamizar
el ahorro interno (Martínez, 1989), pero sí
los solapados, es decir, concentrar los ingresos y beneficiar a fracciones de
clase
determinadas.
En lo referente al fortalecimiento del sector financiero, es importante mencionar
que
el nuevo comportamiento estatal operó redireccionando parte del excedente económico
hacia la valorización del capital ficticio gracias a un diferencial de tasas de
interés fenomenal y la posibilidad de fugar las divisas generadas con el mecanismo
de la deuda externa, lo que guarda similitudes con el caso brasileño, en particular,
y con el latinoamericano, en general (Bárcena,
2014). La Ley de Entidades Financieras de 1977 resignaba los instrumentos
de control que tenía el Estado (tasas de interés, direccionamiento del crédito,
limitaciones de ganancias por spread, etc.) y los liberaba en manos
de los bancos (Cibils y Allami, 2008).
Una vez cerrado el capítulo de redistribución de ingresos desde el sector
agropecuario hasta el industrial con una dinámica salarial que aceitaba un mercado
interno relativamente pujante (capítulo vigente hasta 1975 bajo la impronta
sustitutiva), se materializó una revancha oligárquica (Basualdo, 2010a).
En cuanto al bloque de poder, las fracciones del peronismo que disputaban la
hegemonía del movimiento habían pasado por alto la capacidad de respuesta de la
oligarquía terrateniente después de tres décadas de políticas sustitutivas. El
escenario que se abre en 1976 con la llegada de los militares al ejecutivo es
la
confirmación de que esa hipótesis había obviado a las fracciones que condujeron
el
desarrollo periférico del país desde el siglo xix. En consecuencia, los
grupos económicos locales, perjudicados por la absorción de renta que el Estado
había ejecutado en esos años, recuperaron el protagonismo y la hegemonía en el
control del accionar económico. El capital financiero transnacional, como puede
desprenderse de lo señalado hasta ese momento, acompañaba este proceso.
La estrategia de los sectores económicos dominantes consistió en diversificar su
inversión. Por un lado, avanzó en la concentración de la propiedad agropecuaria
a la
vez que mejoraba el paquete tecnológico y, por ende, los rendimientos. Por el
otro,
logró insertarse con éxito en la estructura industrial en aquellos nichos que
fueron
privilegiados, en buena medida, gracias a los regímenes de promoción industrial
y la
privatización periférica de los activos del Estado (como fue el caso de la estatal
Yacimientos Petrolíferos Fiscales).
La acción de la clase trabajadora en este periodo se vio absolutamente condicionada
por el nuevo contexto. La legislación sindical consecuente con este programa
–sancionado por la dictadura– establecía: la disolución de la Confederación General
del Trabajo, la prohibición tanto de la actuación política de los sindicatos como
de
la actuación de cualquier confederación de tercer grado, la presión
intervencionista del Estado a través del Ministerio de Trabajo sobre la autonomía
sindical, entre otros (Instituto de Estudios
Fiscales y Económicos, 2012).
La combinación de la normativa antisindical y la política económica fue
complementaria de la represión sin igual que tuvo un ensañamiento especial con
la
clase trabajadora. Al respecto, parte de la identificación de los trabajadores
conflictivos corrió a cargo de las patronales y los blancos más buscados fueron
los
delegados y miembros de las comisiones internas, es decir, las bases más combativas
(Basualdo, 2010a).
El impacto de las políticas dictatoriales fue significativo sobre la estructura de
la
clase trabajadora y las respuestas sindicales. Por un lado, se generó una creciente
brecha salarial entre sectores y, por el otro, una inédita dualidad en el mundo
laboral donde creció tanto el sector informal como la desocupación. Esta dualidad
entre el universo formal e informal generó una consecuente escisión entre las
demandas y capacidades reivindicativas de cada sector (Basualdo, 2010b).
Por su parte, otro conjunto de políticas resultó decisiva en la fractura del mundo
laboral: expulsión de empleos públicos, aumento del cuentapropismo (por
desintegración industrial y vía desaliento ante bajos salarios) y reducción de
la
cantidad de trabajadores industriales (entre 1975 y 1982 los textiles pasaron
de
150 000 a 80 000, los metalúrgicos de 500 000 a 380 000, los mecánicos de 750
000 a
70 000 y los ferroviarios de 170 000 a 120 000) (Abós, 1984).
Los objetivos de la dictadura argentina, plenamente identificada con el proyecto
neoliberal, se alcanzaron gracias a la mencionada represión, dejando una pesada
herencia para el gobierno constitucional que asumiría en diciembre de 1983. Desde
ese momento, el proceso económico, al igual que en el caso brasileño, combinó
dosis
de heterodoxia, en especial bajo la gestión del ministro Grinspun hasta 1985,
con
medidas liberales como el intento de privatización de activos públicos, la economía
de guerra contra el salario o los acuerdos con los organismos multilaterales de
crédito. El neoliberalismo se haría hegemónico en la década de 1990, después de
la
crisis hiperinflacionaria de 1989-1990.
Reflexiones finales
Las dictaduras de Brasil (1964-1985) y Argentina (1966-1973 y 1976-1983) surgieron
como dos modelos de Estado burocráticos autoritarios. Sus propósitos centrales
fueron subordinar al sector popular y normalizar la economía para redefinir las
relaciones de producción que estructuran las sociedades capitalistas. Más allá
de
esta definición, existieron dos etapas diferenciales al calor de las
transformaciones en el contexto internacional y la dinámica interna, que se han
presentado a través del estudio de los periodos 1964-1973 y 1974-1985.
En la primera etapa, las experiencias tanto de Brasil como de Argentina se insertaron
en el contexto del desarrollismo –consenso keynesiano en los países del centro–,
por
lo que ambas dictaduras se propusieron acelerar la industrialización sustitutiva
de
importaciones. En un primer periodo (1964-1969), ambas administraciones acudieron
al
concurso del capital extranjero, con ello lograron anotar un buen desempeño
económico y exploraron mecanismos tanto ortodoxos como heterodoxos en el manejo
macroeconómico. En un segundo momento (1970-1973) se viró hacia un predominio
del
gran capital local en la inserción en los resortes estratégicos de la industria,
con
mayores dosis de planificación centralizada de la economía.
Así, se expresaba una alianza entre los grandes grupos económicos locales con las
transnacionales, donde la dirección hegemónica del proceso corría a cuenta de
los
primeros que, sintiéndose amenazados por el crecimiento de las demandas populares,
se articularon en torno a las fuerzas armadas, unidos a estas por razones
ideológicas como mecanismo de resguardo de sus intereses. La diferencia central
entre ambos países residió en la eficacia en el logro de sus objetivos: en Brasil,
el golpe de 1964 desarticuló a la clase trabajadora (que había alcanzado importantes
niveles de movilización con el gobierno de Goulart), logrando subordinarla y reducir
sus salarios a través de la represión y su política económica regresiva. En
Argentina, esa estrategia no alcanzó sus objetivos porque los actores sociales
en
pugna, en especial el movimiento obrero, la bloquearon: tanto en la etapa de la
presidencia de Onganía como en la posterior, los salarios no se redujeron, sino
que
tendieron a permanecer en niveles elevados. La subordinación del sector popular
se
hizo inviable desde 1969, cuando se inició un ciclo de luchas sociales que
derivarían en la salida de la dictadura –lo que no estuvo en agenda en el caso
de
Brasil.
En la segunda etapa (1974-1985) se presentan diferencias significativas, no ya desde
el punto de vista de la eficacia de sus objetivos, sino de las estrategias de
política económica para alcanzarlos. En Brasil, desde 1974 se apostó a una nueva
fase de industrialización, utilizando para ello el financiamiento externo. El
ii
pnd fue la más cabal demostración de que la dictadura pretendía consolidar
la industrialización por sustitución de importaciones a través de una cuantiosa
inversión en los sectores de la industria pesada, energía nuclear e hidroeléctrica,
e infraestructura, tanto para dar curso al modelo del milagro de 1967-1973 y a
los
grupos económicos locales en asociación con el capital extranjero como para
garantizar la permanencia de la dictadura desde el punto de vista de sus
aspiraciones hegemónicas. Más allá de que la crisis desde finales de la década
de
1970 imprimió cierta deriva aperturista con mayor énfasis del sector financiero
–aumento de los pasivos públicos, estatización de la deuda externa privada,
liberalización de tasas de interés–, los intentos por sostener el modelo sustitutivo
se manifestaron en distintos planes de estabilización heterodoxos, con marchas
y
contramarchas como resultado de la ruptura del pacto político y la unidad del
bloque
dominante. El giro neoliberal no logró plasmarse sino hasta la década siguiente.
En Argentina el diagnóstico de la dictadura de 1976-1983 era diferente: para
clausurar el conflicto distributivo y subordinar al sector popular, se consideraba
necesario dar por terminado el régimen de acumulación de la etapa sustitutiva.
De
esta manera, a la represión sobre la clase trabajadora y el ataque al mundo sindical
se sumó una batería de políticas económicas que dio inicio a la valorización
financiera: la apertura comercial, el endeudamiento externo, las privatizaciones
periféricas, la desregulación de precios y tarifas, la liberalización financiera,
entre otras. Así, se asistió a un proceso de desindustrialización, caída del salario
real, incremento del subempleo y cuentapropismo, crecimiento de la desigualdad,
entre otros aspectos que dejarían marcas indelebles en el mundo del trabajo
argentino.
Más allá de factores ideológicos que definen las estrategias y conducta de los
militares en cada caso, se destacó en este artículo que han sido los elementos
diferenciales de la dinámica de acumulación que estructuran las correlaciones
de
fuerza entre las clases sociales y sus fracciones de distinta naturaleza entre
los
casos de Argentina y Brasil, los que describen mejor las trayectorias de los
gobiernos bajo análisis. De este modo puede comprenderse que las dictaduras, a
ambos
lados del río Uruguay, emplearon diferentes estrategias económicas en cada etapa
para lograr la subordinación del sector popular.