América Latina en la historia económica | Sep-Dec, 2018 | vol. 25, núm. 3 | pp. 103-132 | ISSN: 1405-2253 | eISSN: 2007-3496 |
DOI: 10.18232/alhe.907

Molinos harineros en Chile (1700-1845): implicancias sociales y culturales


Hydraulic flour mills in Chile (1700-1845): social and cultural implications

Pablo Lacoste1*, ORCID: 0000-0003-1876-8141

[1] Universidad de Santiago de Chile, Instituto de Estudios Avanzados, Santiago; pablo.lacoste@usach.cl
Correspondencia:

Resumen

El Reino de Chile fue el principal productor de trigo de América del Sur en el periodo colonial, y generó una de las mayores redes de molinos harineros de la región, integrada por cientos de pequeños y medianos establecimientos. Este artículo describe y explica estos molinos con sus implicancias sociales y culturales, a partir de documentos originales inéditos del Archivo Nacional Histórico de Santiago de Chile. Se detecta que estos molinos promovieron el desarrollo de oficios especializados (molineros, albañiles, carpinteros y tejeros) y, al igual que las economías viñateras, promovieron la movilidad social ascendente a través del país. Además, los molinos funcionaron como focos de sociabilidad donde se fortalecían los lazos entre distintos sujetos dando mayor densidad a la vida campesina, y operaron como referentes de los paisajes rurales, formando parte de complejos diversificados integrados con viñas, bodegas, huertos frutales y majadas de ovejas y cabras.

Abstract

The Kingdom of Chile was the main producer of wheat in South America in the colonial period, and generated one of the largest networks of flour mills in the region, composed of hundreds of small and medium-sized establishments. This article describes and explains these mills with their social and cultural implications, from unpublished original documents of the National Archive of Santiago de Chile. It is detected that these mills promoted the development of specialized trades (millers, masons, carpenters and tilers) and, like the vineyard economies, promoted upward social mobility throughout the country. In addition, the mills functioned as focal points of sociability where ties between different subjects were strengthened, giving greater density to peasant life, and they operated as referents of rural landscapes, forming part of diversified complexes integrated with vineyards, wineries, fruit orchards, sheep and goats.

Palabras Clave: colonia; molinos harineros hidráulicos; economía triguera.

Key Words: colonialism; hydraulic flourmills; wheat economy.

Clasificación JEL: N4; N56.

Fecha de recibido: 24 de 7, 2017.
Fecha de aceptado: 23 de 1, 2018.


Introducción

Este artículo tiene como objetivo examinar los molinos harineros de Chile entre 1700 y 1845. El punto de partida de la investigación es la relevancia del trigo en la economía chilena. Durante tres siglos, el trigo fue la principal exportación de Chile pues sus agricultores asumieron la misión de abastecer al virreinato de Perú, el gran centro político y económico del imperio español en América del Sur. Este fenómeno ha sido abordado por la literatura especializada (Carmagnani, 1969, 2001; Cavieres, 1996; Ramos, 1967; Ramón y Larraín, 1982). En cambio, su consecuencia lógica, el surgimiento de molinos harineros, sólo ha sido estudiado en forma acotada (Cubillos y Muñoz, 2014; Figueroa, 2006, 2010; Gay, 1973; Muñoz, 2011; Premat, 2015; Retamal, 2006; Urbina, 2016). El presente artículo examina los molinos chilenos en su conjunto durante el periodo tradicional, desde comienzos del siglo xviii hasta mediados del xix. En este periodo, se trata de identificar cómo eran los molinos chilenos y cuáles fueron sus implicancias sociales y culturales.

Desde una perspectiva latinoamericana, el caso de México representa un polo de referencia ineludible para el presente trabajo, con las prevenciones del caso. En el virreinato de Nueva España, los molinos alcanzaron un notable nivel de desarrollo, tal como ha demostrado la literatura especializada (Artís, 1986; Espinosa, 2012; Gómez, 2007, 2016; López, 2002; Morales, 2008, 2010; Morales, 2006; Rojas, Gutiérrez, y Pérez, 2014). La magnitud de los molinos harineros mexicanos, y la bibliografía generada sobre el tema, plantea una notable asimetría con el Cono Sur de América, donde los molinos eran más pequeños y las obras sobre el tema son todavía incipientes. Llevará un tiempo cerrar la brecha y generar más estudios sobre los molinos de Chile y Argentina para alcanzar el nivel de detalle alcanzado por la historiografía mexicana. Este trabajo procura aportar en esa dirección.

Como ocurrió en otras regiones del continente, fundamentalmente en NuevaEspaña (Artís, 1986), los molinos chilenos fueron fundamentales en eldesenvolvimiento de la agricultura del trigo, la elaboración de laharina y, más que nada, la manufactura del pan cotidiano (Morales, 2008, pp. 136 y 139). En este artículo nos adentramos en la temática paraconocer cómo y cuántos eran los molinos de Chile, dónde estaban y cuálesfueron sus implicancias sociales y culturales. Si bien la mayoría de losmolinos se concentró en la región situada entre los ríos Cachapoal yMaule, no es menos cierto que el paisaje mediterráneo, desde Copiapóhasta los confines de Chile central albergó esta importante tecnología.

Materiales y métodos

Para despejar estas incógnitas se han compulsado documentos originales inéditos del Archivo Nacional Histórico de Santiago de Chile (en adelante anh), principalmente los fondos notariales y judiciales de La Serena, San Felipe, Santiago, Rancagua, San Fernando, Cauquenes y Parral. Las fuentes empleadas, prioritariamente títulos de venta o traspaso y testamentos de molineros, explicitan detalles relativos a la factura, funcionamiento y distribución geográfica de los molinos. En algunos casos, los notarios se limitaron a mencionar la existencia del molino con fórmulas estandarizadas como molino de pan, o molino de pan corriente, o molino con sus aderezos. En otras oportunidades, los escribanos ampliaron la información, entregando detalles de los edificios del molino y la casa del molinero, las instalaciones y equipamiento, los valores de tasación y las condiciones en que se encontraban. Esos son los datos que nos ha interesado reunir para crear una representación fundamentada de este importante instrumento de la economía triguera. Lamentablemente, no se han encontrado libros de contabilidad que permitan reconstruir series de costos o precios, pero de la evidencia fragmentada disponible es posible reconstruir algunas tramas y establecer patrones que dan inteligibilidad al tema.

En forma complementaria, se ha considerado también el patrimonio molinero actualmente existente como fuente de información. Se han realizado salidas a terreno para levantar registros de los molinos de Orfila (Junín, Mendoza, Argentina), jesuitas (Mendoza) y Pañul (región de O’Higgins, Chile). Durante estos viajes y visitas, realizados entre 2016 y 2017, fue posible observar las piedras soleras de los molinos mendocinos y el molino completo, todavía en funcionamiento, localizado en Pañul. La observación de estos objetos ha enriquecido la interpretación de los datos documentales y fortalece la posibilidad de realizar en Chile análisis de las estrategias de localización industrial y arqueología propuesta por Morales (2010, pp. 97, 105) para México.

Antecedentes: los molinos hidráulicos en Chile y la región

Los molinos fueron introducidos en Chile de manera paralela al trigo. Luego de la fundación en 1541 de la ciudad de Santiago, tanto el trigo como los molinos aparecieron con rapidez. Desde esos primeros días pasarían a ser parte del proceso de europeización tanto del paisaje, como de la economía local. El 26 de abril de 1547 el Cabildo de Santiago extendió formalmente autorización a don Bartolomé Flores para edificar su molino.

Leyéronse peticiones, proveyose y diosele licencia a Bartolomé Flores, vecino de esta ciudad, para que pueda edificar un molino por cima de esta ciudad, a las tomas de las aguas del cerro de la hermita de Santa Lucía, con que sea en parte sin perjuicio de las aguas que vienen a esta ciudad, y de las heredades y tierras que en aquella comarca están o estuvieren de aquí adelante. Con que empiece a edificar el dicho molino de hoy dicho día en tres meses, porque no embarace el herido del agua, si otra persona viniere a querer edificar allí otro molino.1

Los primeros españoles autorizados a tener molinos hidráulicos fueron Bartolomé Flores, Rodrigo de Araya y Juan Jufré. En 1556 se sumó a este privilegio Francisco Riberos, quien solicitó “una herida para hacer un molino, que es más arriba del molino de Juan Jufré”.2 Teniendo en cuenta que el molino sería construido en tierras y chácaras de su propiedad, el cabildo accedió sin problemas a esta petición. De acuerdo con el pedimento, el molino sería construido “arriba del molino de Juan Jufré, en una punta del cerro que está allí, lo cual está vaco y alinda de la dicha mi chacra”.3 Para su construcción, el cabildo ordenó la entrega de dos solares, “con tanto que el agua de la acequia vuelva a la misma madre por donde va ahora”. Posteriormente, en 1568, cuando Flores ya había donado su primer molino al Hospital de Pobres de la ciudad, solicitó permiso para construir un segundo molino en el mismo lugar. Luego de tomar pareceres, el cabildo autorizó esta segunda construcción con dos condiciones: primero, que Flores no trajese más agua por la acequia existente, y, en segundo lugar, que construyese un puente de carretas sobre la misma. Además, debía hacerse responsable de los daños que cualquier anegamiento causara a la ciudad.4 En marzo de ese año, Carlos Molina también solicitó autorización para “hacer un herido de molino en bajo de la casa de Pablo Corrales”, lo que fue autorizado por el cabildo.5 Poco a poco, los chilenos comenzaron a consolidar estos establecimientos en la todavía precaria ciudad de Santiago.

La red de molinos chilenos creció en forma paralela a la producción de trigo. La sostenida demanda de Perú alentó a los agricultores a multiplicar sus sementeras, y mientras más trigo se obtenía, más útiles eran los molinos. Durante más de tres siglos, Chile fue el mayor productor triguero de América del Sur. Su capacidad productiva se apoyaba en cuatro pilares: la fertilidad de su suelo; su clima templado, ideal para el trigo; su rápido proceso de ocupación del espacio, y la sostenida demanda del virreinato de Perú, donde por razones de clima se priorizaban cultivos tropicales (principalmente caña de azúcar).

El mercado peruano generó una demanda sostenida a lo largo de todo el periodo. Hacia mediados del siglo xvii, las 400 estancias chilenas producían entre 18 000 y 19 000 fanegas de trigo (Solórzano y Velazco, 1657, p. 436). La demanda local siguió aumentando, lo mismo que las exportaciones. Estas subieron de 125 000 fanegas en 1744 a 150 000 en la segunda mitad de esa centuria. Hacia fines del siglo xviii, la producción chilena de trigo llegó a cerca de las 300 000 fanegas (Ramón y Larraín, 1982, pp. 97-113).

El ciclo del trigo chileno coincidió con el ciclo de expansión y consolidación del molino colonial español. El modelo desarrollado en Chile era heredero de los molinos grecorromanos, mejorados con las innovaciones aportadas por los árabes en la edad media. En tiempos del renacimiento, los españoles alcanzaron un notable dominio de las técnicas molineras (Turriano, 1996). Tras el descubrimiento de América, los españoles trasladaron estos saberes al Nuevo Mundo y los propagaron por todo el continente. Los molinos coloniales españoles desempeñaron un papel relevante en América Latina, desde el siglo xvi, hasta la incorporación de las turbinas y la energía del vapor, en la segunda mitad del siglo xix.

Los molinos medievales españoles se propagaron rápidamente por el Nuevo Mundo. En México se instalaron más de tres centenares de molinos (Espinosa, 2012; Gómez, 2007, 2016; Morales, 2006). La ciudad de México consumía anualmente 15 000 000 de kilogramos de trigo, y se abastecía principalmente de quince molinos durante el siglo xviii y buena parte del xix (Artís, 1986). En América Central no alcanzaron cifras tan elevadas, pero estuvieron presentes y dejaron su marca en los paisajes culturales (Solórzano, 1986). En Colombia también se destacaron por su actividad e influencia (Satizábal, 2004; Trujillo, Torres, y Conde, 2000), lo mismo que en el virreinato de Perú (Bell, 2016). También estuvieron presentes en el espacio rioplatense, tanto en Buenos Aires(González, 1995) como en el noroeste argentino (Andrada, 2003; Sica, 2005) y en Cuyo (Figueroa, 2006). Los molinos funcionaban como referentes del paisaje, tal como se refleja en memorias de la época (Araoz, 1921, p. 241).

Los ciclos tecnológicos se definieron por los cambios en la capacidad de molienda de granos, en la cual se distinguen tres etapas. La primera corresponde al periodo prehispánico, cuando el cereal (principalmente maíz) se molía manualmente en recipientes de piedra o conanas; con este recurso se podía obtener un kilogramo de harina en una hora de trabajo. El segundo ciclo comenzó en el siglo xvi con la incorporación del molino hidráulico español; este permitía moler 180 kg de trigo por hora (Satizábal, 2004, p. 26). En el Chile colonial, estos molinos molían normalmente entre seis y ocho fanegas diarias (una fanega equivale a 103.5 kg); con el tiempo se fueron perfeccionando y en la década de 1840 llegaron a moler 50 fanegas diarias (Gay, 1973, p. 52). La tercera etapa se abrió a mediados del xix, con la incorporación de molinos de vapor. En 1853 ya funcionaba uno en Chile capaz de moler 350 fanegas por día (Gay, 1973, p. 53). A partir de entonces se produjo la declinación del molino hidráulico tradicional.

Como se ha dicho al comienzo de este trabajo, los molinos se propagaron en Chile favorecidos por la abundante producción triguera. Todos los partidos y corregimientos chilenos, desde Copiapó hasta la frontera araucana, vieron surgir los molinos harineros, establecimientos vitales para asegurar el abastecimiento de la población urbana y rural. En 1548 ya funcionaban cuatro molinos en Santiago. El cabildo comenzó rápidamente a establecer reglamentos para evitar abusos por parte de los molineros. En 1569 se dispuso la obligación de tener balanzas para pesar la harina (Gay, 1973, pp. 50-51).

A medida que se produjo la paulatina ocupación europea del país, los molinos se expandieron pronto a otras ciudades chilenas. Durante este segundo ciclo, que tuvo lugar en el siglo xvii, se registraron seis molinos en Mendoza (Figueroa, 2006), diez en Maule Sur (Retamal, 2006, p. 122) y doce molinos en Colchagua (Cubillos y Muñoz, 2014; Muñoz, 2011). Notables aportes realizaron también los jesuitas, que levantaron molinos en casi todas sus haciendas (Bravo, 2005; Bunster, 1980; Hanisch, 1974; Premat, 2015; Ramón y Larraín, 1982). Un tercer ciclo de expansión se produjo en el siglo xviii, tanto en el espacio jesuita como entre los campesinos laicos. En Mendoza se registraron 23 molinos en esta centuria (Figueroa, 2006). Una de las molineras más famosas fue doña Melchora Lemos, mujer emprendedora de destacada trayectoria (Lacoste, 2006). La tendencia siguió en ascenso en el siglo xix, tal como reflejó el censo de 1813 (Egaña, 1953).

El censo de 1813 realizado en el obispado de Santiago, desde Copiapó hasta el río Maule, excluyendo la ciudad de Santiago, detectó 274 000 habitantes y 350 molinos. Ello implicaba una densidad de un molino por cada 782 habitantes. Estas notables cifras correspondían a una sociedad que tenía en la producción de trigo su principal actividad agrícola y, a la vez, la exportación más importante (véase cuadro 1).

CUADRO 1

MOLINOS EN EL OBISPADO DE SANTIAGO DE CHILE (1813)

Provincia Molinos Población
Copiapó 11 8 705
Huasco 9 5 524
Coquimbo 58 29 110
Petorca 12 8 094
La Ligua 0 7 671
Aconcagua 36 17 907
Los Andes 30 11 688
Quillota 23 24 892
Valparaíso 0 5 317
Melipilla 10 15 576
Rancagua 39 15 576
Colchagua 64 60 202
Curicó 32 30 452
Talca 26 33 155
Total registrados 350 273 896

[i] Nota: Chile tenía dos obispados: el de Santiago (de Copiapó hasta el Maule) y el de Concepción (desde el Maule hacia el sur). El censo sólo registró los datos del primero.

[ii] Fuente: elaboración propia con base en el censo de 1813 (Egaña, 1953).

El censo de 1813 registró los molinos solamente en la mitad de los territorios de Chile, pues las precarias condiciones del gobierno patriota impidieron completar el relevamiento fiscal. De todos modos, a partir de fuentes complementarias se puede reconstruir, tentativamente, el escenario capitalino. Por un lado, de acuerdo con los estudios de Ramón (2001) se estima que la población de la ciudad de Santiago rondaba los 50 000 habitantes. Se sabe que en los alrededores de la ciudad se cultivaban grandes cantidades de trigo (Ramón y Larraín, 1982). Además, en tanto que los molinos se encontraban habitualmente cerca de los centros de consumo, se puede deducir que había numerosos establecimientos en la capital chilena.

Algo parecido ocurre con el obispado de Concepción. De acuerdo con los registros de la década de 1770, en esos territorios se producían 130 000 fanegas de trigo, equivalentes a la producción de Rancagua, Colchagua y Talca (Carmagnani, 2001). El trigo sureño no se exportaba, sino que se dedicaba casi totalmente al mercado interno, lo cual requería de molinos. Por lo tanto, es posible que, entre la ciudad de Santiago y el obispado de Concepción, además de tener una cantidad de población parecida a las catorce provincias registradas, también tuviera similar presencia de molinos. Ello implica que, para finales del periodo colonial, Chile tenía aproximadamente 700 molinos. Registros posteriores tienden a avalar este cálculo. En efecto, el censo de 1843 anotó 1 271 molinos en Chile (Gay, 1973, p. 51).

Los números son elocuentes. Los 1 271 molinos hidráulicos registrados en 1843 y los 350 identificados en la mitad del país en 1813 configuran una revelación concluyente: Chile fue el principal polo molinero de América Latina. Y esos molinos formaron parte relevante de los paisajes culturales chilenos durante el periodo tradicional, que comenzó con la llegada de los españoles y se cerró a mediados del siglo xix.

Los molinos coloniales y sus tipologías

En la cultura española, los molinos habían alcanzado un notable nivel de desarrollo en el siglo xvi, tal como se reflejó en la obra atribuida a Juanelo Turriano (1996). Este, en su Tratado sobre los ingenios y máquinas, dedica un capítulo completo a los molinos, en el cual se demuestra que los españoles utilizaban cuatro variantes: molino de viento, molino de sangre (tahona), molino de agua con rueda vertical y engranajes (aceña) y molino de agua con rueda horizontal (rodezno). Estás técnicas llegaron a España durante la conquista romana y se fortalecieron en la edad media con los aportes de los ingenieros árabes. Sobre la base de estos legados, los españoles lograron un notable dominio de los saberes para montar los molinos según las condiciones de cada territorio.

Tras llegar a América, los españoles trasladaron estos saberes a las tierras conquistadas. En México levantaron molinos de rodezno, mayoritariamente, junto con algunas tahonas, sobre todo para asegurarse el servicio de molienda en tiempos de sequía. En América Central, Colombia y Perú también predominaron los molinos hidráulicos de rodezno, lo mismo que en el centro y oeste de la actual Argentina. En Buenos Aires, en cambio, se usaron molinos de viento y de sangre (tahonas). Los molinos de viento se instalaron en el siglo xvi, pero no dieron buen resultado y comenzaron a desaparecer a partir de la década de 1610. Reaparecieron luego en las haciendas jesuitas, pero en cantidades acotadas. Las tahonas, en cambio, se propagaron con rapidez: la mayoría de las haciendas y chacras bonaerenses tenía su molino de sangre (Garavaglia, 1999; González, 1995).

¿Cómo eran los molinos coloniales chilenos? El paradigma del sistema molinero en el Chile colonial estuvo formado por unidades de tamaño pequeño y mediano, movidos con la fuerza hidráulica y fragmentado en numerosos emprendimientos, distribuidos a lo largo de todo el país, desde Copiapó (27° latitud sur) hasta Concepción (40° latitud sur).

La presencia de tahonas y molinos de viento fue totalmente marginal en Chile. Los registros de molinos de sangre fueron muy acotados y vagos. Según Claudio Gay (1973), “antiguamente había molinos que eran movidos por animales y hasta por hombres. Esto sucedía en ciertas localidades donde apenas había agua, y la que había, carecía de bastante fuerza para servir de motor” (p. 52). Más adelante, el autor menciona también molinos de viento: “En las alturas de Valparaíso se habían construido molinos de viento, los que desde 1830, época en que se imaginó su construcción por primera vez, han contribuido por su parte a satisfacer las necesidades de este comercio; pero esto no basta todavía y se tuvo que recurrir a los molinos de vapor” (p. 53). Los documentos de archivo confirman las impresiones del sabio francés. Sólo se detectó una tahona, pero no se usaba para moler trigo: era un molino de pangue situado en el valle de Limarí, corregimiento de Coquimbo.6 Y los molinos de viento no fueron registrados en inventarios de bienes ni en testamentos. Tampoco se usaron molinos de aceña. Igual que en México, la red de molinos harineros chilenos estuvo formada principalmente por molinos hidráulicos de rodezno.

Molinos, paisaje y entorno ambiental

Los molinos chilenos formaban parte de un conjunto productivo diversificado, sustentable y biodinámico. El establecimiento incluía viña, bodega, huerto frutal y chacra dedicada al cultivo de hortalizas y cereales. También había algunos animales, incluyendo aves y ganado. Las aves se criaban en gallineros y palomares y servían para completar la alimentación. El ganado formaba parte de la vida cotidiana en el entorno del molino. Las chacras, haciendas y estancias tenían algunos caballos y mulas para el transporte de personas y cargas. La accidentada geografía chilena, signada por la cordillera de los Andes y la cordillera de la costa, surcadas a su vez por torrentosos ríos, generaba obstáculos formidables para establecer caminos carreteros. A diferencia de las pampas rioplatenses, que tenían rutas de miles de kilómetros (carrera del Norte o carrera de Cuyo), en Chile no existían caminos naturales aptos para vehículos con ruedas; el transporte quedaba entonces en manos de los arrieros con sus mulas. Esta situación invitaba a cumplir múltiples funciones para hacer funcionar la unidad productiva: con frecuencia el molinero era, a la vez, arriero.

El ganado también ocupaba un lugar relevante en estos establecimientos: vacas y, sobre todo, cabras y ovejas. Las vacas estaban en las propiedades más ricas y con mejores pasturas; el ganado menor abundaba en tierras más pobres de montaña o secano, y variaba según el lugar. En el norte, en los corregimientos de Copiapó y Coquimbo, predominaban las cabras; en el centro y sur, sobre todo Rancagua, Colchagua y Maule, abundaban las ovejas. La carne servía de alimentación, se conservaba mediante deshidratación (charqui) y resultaba muy útil para los arrieros en sus largos viajes, lo mismo que los quesos. En la zona centro sur del Valle Central, con leche de oveja y sal de costa (Cáhuil) se comenzó a elaborar un queso especial que luego se haría famoso: el queso de Chanco (Aguilera, 2016). Las cabras, ovejas y gallinas interactuaban con las demás plantas y animales de estas chacras. Se comían las malezas y abonaban las tierras de cultivo, lo cual aseguraba el perfil biodinámico de estas unidades productivas diversificadas.

Junto a los molinos había habitualmente huertos para cultivar plantas frutales y de hortalizas. Los frutales incluían dos o tres plantas de cítricos (naranjos, limoneros y cidros) para obtener fruta y perfume. También se cultivaban pomáceas (manzanos, perales y membrillos) y carozos (ciruelos y duraznos, principalmente). Las casas solían contar con un olivo, una higuera y, a veces, un granado. Algunos campesinos se interesaban por las nueces, sobre todo nogales y almendras. En ciertos casos, se plantaban durazneros con fines comerciales, para elaborar y comercializar huesillos y orejones. Para la cocina diaria, los campesinos cultivaban ajos, ajíes, cebollas y pimientos, que sazonaban las comidas más populares de los arrieros, sobre todo el valdiviano. También se cultivaba trigo y otros cereales y legumbres, para los cuales se utilizaban, justamente, los molinos de pan.

Las viñas y parrones eran el orgullo del campesino chileno. Prácticamente todas las casas cultivaban la vid. Por lo general, los molinos tenían en su entorno viñas de entre 1 000 y 4 000 cepas. A su lado había una pequeña bodega que almacenaba entre diez y 20 tinajas para elaborar y conservar el vino. Completaban el paisaje vitivinícola los lagares de cuero y, en las haciendas ricas, lagares de cal y ladrillo. En el corregimiento de Coquimbo se incluía también el corral con los alambiques de cobre labrado para elaborar aguardiente y pisco.

Junto a los cultivos se levantaban los edificios o ingenio que contenía diversas actividades fabriles: obrajes textiles de índole doméstica, curtiembres, elaboración de chacolíes, vinos y aguardientes, además de cordobanes, monturas, aperos huasos y prendas de vestir, forja de hierros y tejidos de mimbre. Estas propiedades tenían construcciones para viviendas, bodega para guardar tinajas y lagares, corral de alambiques, graneros o trojes y, finalmente, los edificios del molino. Los muros eran de tierra cruda (habitualmente adobes o tapial), con puertas y ventanas de madera. Los techos se cubrían con tejas o paja. Los pisos eran normalmente de tierra apisonada; a fines del siglo xviii se comenzaron a cubrir con ladrillos. Los cierres perimetrales también se levantaban con tierra cruda, con tapiales que tenían cimientos de piedra y barda de teja o de monte. En algunos casos también se usaban murallas de pircas, o bien, de ramas (Lacoste et al., 2012; Lacoste et al., 2014). Los patios interiores tenían piso de tierra apisonada y, desde fines del siglo xviii, se comenzaron a revestir con piedra y ladrillo.

Globalmente, el molino constituía un pequeño complejo económico que involucraba edificios, granos y fuerza de trabajo. Así se desprende de la toma de posesión que hizo en 1564 Cristóbal de Varela de uno de los primeros molinos instalados en Chile.

Por virtud de la cual quería tomar la tenencia e posesión del dicho molino como de cosa suya que era y le pertenecía por razón del dicho título y compra que del había hecho. En cumplimiento de ello entró en el dicho molino y echó a las piezas de indios e indias que dentro estaban e hizo sacar algunos costales de trigo o harina que en él estaban para molerse y cerró las puertas del molino. Se paseó por dentro y dijo que tomaba y tomó la posesión real de dicho molino. En señal de posesión puso dentro, para la guarda y beneficio, a un indio llamado Lorenzo, para que sea molinero. Todo pasó quieta y pacíficamente y sin contradicción de persona alguna. Lo pidió por testimonio, siendo testigo Pedro Cáceres alguacil e Juan Caro e Juan Jufré, hijo del dicho Jufré y lo firmó el dicho Cristóbal Varela.7

Este rico documento muestra el papel del molino como espacio de encuentro e interacción social en los primeros tiempos de la conquista y colonización del Reino de Chile. En los tres siglos posteriores, esta tendencia se mantuvo vigente plenamente. Los molinos tenían gran capacidad de atraer a los moradores, pues en torno a ellos se generaba una intensa vida social, económica y cultural.

Molineros, albañiles, carpinteros, tejeros y canteros

Durante el periodo que cubre este estudio (1710-1845), los molinos eran, junto con los alambiques, los aparatos tecnológicos más sofisticados usados en Chile. Los alambiques se utilizaban principalmente en el Corregimiento de Coquimbo para destilar aguardiente y pisco; en cambio los molinos se extendían por todo Chile para asegurar el abastecimiento de la base alimentaria de la población. El molino se encontró en el centro de la vida económica y social de Chile.

La molinería chilena, signada por un sistema combinado de molinos pequeños y medianos, planteó la necesidad de cumplir múltiples funciones. Por lo general, el molinero era a su vez hortelano, viticultor y pastor. Por, sobre todo, el molinero era el artesano encargado de realizar la operación del molino. Debía recibir los costales de trigo del cliente, y realizar la molienda; luego debía entregar por separado los sacos de harina y de afrecho; además, debía la maquila. Por disposición del Cabildo de Santiago, desde 1569, todos los molinos debían tener una balanza o romana para asegurar el control de pesos y medidas. Además, cada molino tenía recipientes de cobre con las medidas de la época: un cuartillo, medio almud y un almud. De este modo, se podía cobrar correctamente la maquila. Además, el molinero debía tener conocimientos de carpintería para asegurar el mantenimiento del molino en condiciones operables: sierra, gurbia, escoplo, compás, barreta, martillo, yunque, entre otras. A ello sumaba una azada para mantener limpias las acequias. También tenía dos o tres picos para mantener bien marcadas las estrías de las piedras de moler.

Junto con el molinero, el oficial más importante era el carpintero. Su tarea consistía en manufacturar las piezas más delicadas del molino: canaletas y compuertas, rodezno y palahierro, tolva y cajón. El rodezno debía tener las medidas adecuadas para aprovechar la fuerza del agua, lo cual era muy variable según el caso. Además, tenía que ser capaz de encontrar buenas maderas, resistentes al agua, tanto para el rodezno como para el palahierro. El funcionamiento permanente del molino generaba desgaste de materiales. Por este motivo, el prestigio del carpintero dependía del tiempo de duración del equipamiento e instalaciones del molino.

El albañil era otro partícipe importante de la trama molinera. Debía construir los edificios para el molino, incluyendo el cárcavo donde se colocaba el rodezno y la sala superior, donde se instalaban las piedras de moler, la tolva y el cajón. También tenía que diseñar y construir las acequias y reservorios. Debía calcular las pendientes del terreno para asegurar la circulación del agua. Además, su tarea se completaba con la construcción de los edificios del molino, por lo general, con muros de adobe.

El tejero era el artesano especializado en producir tejas, las cuales se usaban para cubrir los techos de los molinos. En las zonas más lluviosas, sobre todo desde Colchagua hacia el sur, era importante proteger las delicadas instalaciones molineras con buenos tejados. Por este motivo, los tejeros tenían un papel relevante para prolongar la vida útil de las instalaciones. Además, era importante preservar el trigo y la harina de la lluvia, pues se perderían los alimentos y el prestigio del molino. De allí la alta valoración que tenía el maestro tejero.

Finalmente, el cantero era el maestro especializado en labrar las piedras del molino. Tanto la piedra solera como la voladora eran labradas artesanalmente por el cantero. Para alargar la vida útil, las piedras –sobre todo la voladora– se protegían con un cincho de hierro o de cuero. En el molino del capitán Diego de Herrera se registró el “cinchón de fierro con que está circundada la voladora del dicho molino”.8

El nivel de desarrollo de estos cuatro oficios fue asimétrico en Chile. Los carpinteros y albañiles fueron muy visibles y tuvieron presencia clara en los registros. En cambio, pocos artesanos se declararon como molineros o canteros. El censo de 1813 sólo detectó cinco molineros (todos en la provincia de Colchagua) y 22 canteros (16 en Petorca, cuatro en Quillota y dos en Curicó). En realidad, varios artesanos dominaban estas técnicas y practicaban el oficio, pero este no constituía su actividad principal; por este motivo, canteros y molineros estuvieron subregistrados en este censo.

Los albañiles, carpinteros y tejeros, en cambio, tuvieron mayor visibilización en el censo de 1813. En Petorca se registraron 23 carpinteros y un albañil; en Colchagua, 93 carpinteros, 21 albañiles y cuatro tejeros; en Quillota se detectaron 71, quince y dos respectivamente; en Melipilla 47, 19 y cinco; en Talca 19, 18 y quince; en Curicó se anotaron quince carpinteros y nueve albañiles. Naturalmente, estos oficiales prestaban servicios también en otros edificios como iglesias, viviendas y bodegas; pero los molinos, con sus complejidades técnicas y su papel estratégico en la alimentación masiva de la población, fueron un polo constante de demanda para los artesanos calificados y un estímulo permanente para el mejoramiento de sus técnicas.

No es casualidad que la mayor cantidad de artesanos especializados, sobre todo carpinteros y albañiles, se concentrara, justamente, en la provincia que tenía más molinos (Colchagua). Con los tejeros sucedía algo parecido. Esta correlación se explica por motivos específicos. El molino requería albañiles especializados por su mayor tamaño respecto a las construcciones comunes que, con frecuencia, se levantaban en forma improvisada con ayuda de vecinos y amigos. El molino requería conocimientos técnicos muy precisos sobre niveles, manejo del agua y formas de levantar edificios de al menos dos plantas. También era indispensable el trabajo del carpintero para manufacturar sus piezas esenciales: palahierro, rodezno, compuertas y canaletas.

Finalmente, el elevado valor que tenía el molino dentro de la sociedad chilena determinaba el interés de sus propietarios por preservarlo en las mejores condiciones posibles, lo cual los impulsaba a contratar a los maestros tejeros para cubrir sus techos con las mejores tejas. Era la forma de proteger la inversión y prolongar su utilidad. Para comprender mejor la obra de estos oficiales, conviene examinar con mayor detalle la forma de construcción de los molinos chilenos.

Los molinos y sus edificios

Los molinos hidráulicos formaban construcciones de notable impacto en el entorno rural. Como ha señalado Figueroa (2010), eran referentes del paisaje: servían para delimitar propiedades y orientar a los viajeros. Eran edificios relativamente altos (cuatro y media varas), que sobresalían de la línea general de edificación: las viviendas y bodegas eran bajas, de una sola planta. Además, las casas eran muchas veces construcciones rústicas, levantadas por manos aficionadas, con el trabajo de los vecinos. Estas soluciones no podían usarse para construir los molinos, dado el valioso equipamiento que tenían en su interior. Por ello, para levantarlos se solía contratar artesanos expertos: albañiles, carpinteros y tejeros especializados.

La planta del edificio del molino tenía forma rectangular. Las medidas más frecuentes eran quince varas de largo por cinco de ancho. Hubo también molinos más cortos (ocho varas) y más largos (21 varas). También había molinos más angostos (cuatro varas) y más anchos (siete varas). De todos modos, las medidas más usuales eran las ya indicadas de quince por cinco. La altura era normalmente de cuatro y media varas, lo cual incluía las dos plantas que debía tener el edificio: una planta inferior para el cárcavo donde se colocaba el rodezno, una planta inferior para las piedras de moler, tolva y cajón. Los edificios de molinos resultaban altos y esbeltos, lo cual los convertía en referentes del paisaje. Los molinos eran las construcciones civiles y laicas más altas del reino de Chile: sólo los superaban las iglesias y algunos edificios militares o gubernamentales.

Los muros del molino se construían de tierra cruda, por lo general de adobe. El espesor medio de las paredes del molino era de tres cuartos de vara (60 centímetros). Los molinos de mayor calidad tenían las paredes revocadas por dentro y por fuera, no así los molinos modestos. Se usaban vigas y tijeras de madera, con frecuencia de ciprés, canelo, lingue, patagua o algarrobo; después de 1811 se comenzó a usar también el álamo. Por lo general se colocaba una viga a cada vara de longitud del edificio y sobre las vigas se colocaban cañas de colihue o varillas. Los molinos de alta calidad eran cubiertos con tejas. Los más modestos usaban techos de paja o de totora. El edificio del molino tenía puertas y ventanas de madera. Los vanos eran pequeños para no alterar la firmeza de los edificios, sobre todo teniendo en cuenta que Chile es zona sísmica. Las puertas eran bajas, con sólo dos y media varas de altura y las ventanas eran cuadradas, de una vara por lado; ambas de maderas blandas como patagua o sauce. Las puertas tenían armellas y candados.

Los corredores flanqueaban los molinos por uno o ambos lados. Estos solían tener casi el mismo largo que la construcción principal. Estaban sostenidos con horcones de espino o algarrobo y servían como espacio de trabajo para las actividades domésticas y artesanales. Además, estos corredores laterales servían para amortiguar el impacto del sol del verano, lo cual mejoraba las condiciones de confort térmico dentro del edificio. De ese modo, se mejoraban las condiciones de conservación del equipamiento, el trigo y la harina, y la calidad de vida del molinero y sus ayudantes. Como ejemplo de estas construcciones, conviene examinar un caso particular. Se trata del molino Guzmán, registrado en el Corregimiento de Colchagua. El inventario de bienes registró cada una de sus partes en forma detallada: “Molino de pan: se pone por inventario un cañón que sirve de molino, su pared de adobe de 14 ½ varas de largo y 4 ¾ varas de ancho, revocada por dentro y fuera, con 18 vigas aviadas de madera de ciprés, con su clavazón de tarugos, cubierta de teja. Su corredor da vista a la cordillera de 2 ½ varas de ancho con 4 pilares y 11 viguetas, todo de madera de ciprés. Tiene de alto, la pared de dicho cañón 3 varas de alto.”9

El molino Guzmán estaba construido con gruesos muros de adobe, para protegerlo de las lluvias y mejorar las condiciones higiénicas, las paredes estaban revocadas tanto en la cara exterior como en la interior. El techo estaba cubierto con tejas y se apoyaba en vigas de madera de ciprés.10 El corredor contiguo daba frescura al molino. Se ubicaba en su costado oriental, para tener vista a los Andes, lo cual muestra inquietudes estéticas y sensibilidad por la calidad de vida y la salud del molinero, su familia y sus clientes. Esta ubicación permitía a los campesinos disponer de un espacio soleado en la mañana y fresco en la tarde, protegidos del calor del sol. Este corredor servía como espacio para realizar actividades domésticas y encuentros sociales; su longitud era de ocho varas de largo, poco más de la mitad del edificio principal, y su ancho alcanzaba dos y media varas, lo cual era suficiente para instalar mesas y taburetes para comer y realizar tareas de la casa.11

Los edificios levantados para instalar los molinos seguían, mutatis mutandis, este patrón. A su vez, dentro de este sistema, había tres tipos distintos de molinos, con diferencias de calidad y costo. En el segmento superior se encontraban los más similares al citado molino Guzmán; tenían techos cubiertos de tejas, paredes revocadas y corredor. En un nivel intermedio, los molinos tenían techo de paja o totora y paredes sin revocar. En una categoría inferior, se hallaban molinos de menores dimensiones, techo de paja y paredes sin revoque.

A fines del siglo xviii se introdujeron innovaciones importantes. Se comenzaron a usar cimientos de piedra para mayor fortaleza de los muros. Además, los pisos dejaron de ser de tierra apisonada y se comenzaron a cubrir de ladrillos. La disponibilidad de nuevos materiales permitió diseñar construcciones de mayor tamaño, y algunos molinos tenían 30 varas de longitud.

Zanjas y reservorios; compuertas y canaletas

El sistema de conducción del agua se realizaba a través de cuatro elementos fundamentales: zanja, reservorio, compuerta y canaleta. A través de estas instalaciones se introducía el agua en la propiedad, se almacenaba en un lugar controlado y luego se liberaba para accionar el molino.

La zanja o acequia servía para conducir el agua desde el canal exterior hasta el reservorio. El punto de conexión con el curso público del agua era el herido. Para realizar esta conexión se requería autorización del Cabildo. Ello demandaba trámites muchas veces engorrosos porque cada nuevo herido podía afectar los intereses de los demás molineros, así como también, las necesidades de agua para riego o consumo humano. En algunos casos, estos heridos desencadenaban largos pleitos judiciales entre molineros y regantes, situación común al espacio latinoamericano (López, 2002, p. 67).

Una vez captada el agua del canal público, debía atesorarse para el molino. Ello implicaba, en primer lugar, trasladarla desde el borde de la propiedad hasta el reservorio. Para ello se debía construir la acequia, a veces muy larga, pues podía extenderse por varias cuadras (una cuadra equivale a 125 metros). Este era un ducto clave pues, para mover el molino era necesario asegurar la cantidad de agua. Por este motivo era preciso reducir las pérdidas por filtración o evaporación. Los buenos molinos revestían esta acequia con piedra de río (cantos rodados) o de cal y ladrillo. Ello implicaba un alto costo, sobre todo cuando la longitud de la acequia era extensa, pero los molineros priorizaban esta infraestructura para asegurar el funcionamiento del molino. En algunos casos, estas acequias representaron inversiones importantes: en el molino de Juan José Herrera la acequia con pirca y piedra de río se tasó en 350 pesos. Todavía mayor era la acequia de Ceciliano Álvarez. Esta tenía 600 varas de longitud en dos tramos; el primero (252 varas de longitud) tenía tres varas de profundidad y tres de ancho; el segundo tramo (348 varas) tenía una vara de profundidad y dos varas de ancho. Este canal se tasó en 741 pesos.12

La represa o reservorio también formaba parte de la infraestructura molinera. Estos estanques también requerían inversiones, preferentemente revestimiento con piedra y barro. Para completar el cuidado del agua, los molineros trataban de cubrirla para evitar la evaporación. Para ello se usaban encatrados con horcones de algarrobo o espino. Eran construcciones parecidas a las que se utilizaban para sostener los parrones.

Las compuertas y las canaletas servían para completar el sistema de manejo del agua, estas eran normalmente de madera. Los mejores molinos usaban compuertas con marco de maderas duras, como algarrobo o espino, con tablones de alerce o patagua. Las canaletas se construían generalmente de madera, con tablas de alerce, ciprés o peumo. El molino Navarrete contaba con “un canal de peumo viejo en 2 pesos”.13 El continuo flujo del agua desgastaba estas maderas, motivo por el cual se requerían constantes trabajos de mantenimiento por parte de los carpinteros. Los mejores molinos preferían canaletas de piedra labrada.

Las fuentes entregan algunos detalles de estas instalaciones. En Colchagua, el molino Guzmán tenía “la acequia del molino con su pirca; su largo de 8 cuadras (1 000 metros), con su cárcamo y encatrado; la canaleta con 10 varas de largo de madera de ciprés; con su compuerta de ciprés bien tratada”.14 En el molino Arriagada la pirca tenía media cuadra de largo. Finalmente, el canal del molino tenía nueve y tres cuartas varas de longitud.15

La observación del molino de Pañul también entrega datos de interés. La fuente se hallaba en el estanque mayor, el cual almacenaba agua de la vertiente y de la lluvia. Una acequia de 80 metros de longitud lo conectaba con el reservorio propiamente dicho; este tenía dos y medio metros de ancho por 25 de largo y 30 cm de profundidad. A través de una compuerta el agua se desplazaba hacia el molino por medio de una canaleta llamada canoga. La canoga era de madera, y medía catorce centímetros de ancho por cinco metros de largo. La posición de las instalaciones, en la ladera de un cerro de la cordillera de la Costa, facilitaba el manejo del agua a través de los desniveles. Una vez utilizada para mover el molino, el agua regresa al curso natural para llegar finalmente al estero Nilahue, a cuya cuenca pertenece.

Rodeznos y cucharaje

El rodezno era el punto de contacto entre la fuente de energía (agua) y el molino propiamente dicho. Era una rueda de madera colocada en posición horizontal en la parte inferior del edificio (cárcavo). Para captar la fuerza del agua, el rodezno contaba con cucharas de metal. En Chile, los rodeznos tenían seis cucharas, tal como se refleja, por ejemplo, en los molinos de Escobar y de Suárez.

En efecto, tanto el molino Escobar como el molino Suárez tenían seis cucharas. Se trata de dos casos muy diferentes, por su extracción social opuesta. Como se examina más adelante, José Escobar provenía del campo popular; comenzó su vida económicamente activa con modestos recursos y logró progresar poco a poco, con el esfuerzo de su trabajo, hasta levantar su molino.16 En cambio Ceciliano Álvarez representaba a la incipiente burguesía de Chile; sus construcciones estaban a la vanguardia de la arquitectura, con cimientos de piedra y suelo enladrillado; el edificio de su molino se tasó en 700 pesos y albergaba tres molinos, tasados en 1 015 pesos; en conjunto su capital superaba los 50 000 pesos. Lo interesante en este caso es que los dos molinos, de diferente nivel social, tenían el mismo tipo de rodezno con seis cucharas.17 Las fuentes también entregan datos de las cucharas: medían tres cuartos de vara cada una (60 centímetros).

Palahierros en Chile

El palahierro era el eje del molino y conectaba el rodezno con las piedras de moler. Era una pieza fundamental pues resultaba indispensable para transmitir la energía. Se requerían maderas duras y resistentes al agua. En Chile se usaban palahierros de madera de algarrobo o espino. Con el tiempo se comenzaron a usar también palahierros de bronce.

En las fuentes compulsadas, el registro del concepto palahierro más antiguo corresponde al molino de Francisco de Riveros Figueroa, en la hacienda Marquesa la Baja (Corregimiento de Coquimbo, 1620). Allí se anotó el molino con palahierro, piedras, canal, tolva y herramientas de carpintería como tenazas. En su entorno, este molino tenía viña, bodega, tres carretas y un piño de 1 000 cabras.18 Poco a poco, los notarios se acostumbraron a usar estas palabras técnicas. El siguiente registro fue en la casa de Felipe de Arce. Y luego se mantuvo en el tiempo, con varios registros en los siglos xviii y xix. El inventario de Arriagada menciona la presencia del palahierro.19 En el molino León también se registró esta palabra junto a otras: el inventario de bienes menciona “el palahierro que tendrá seis libras”.20 El molino Guzmán tenía “dos palafierros, el uno intacto y el otro maltratado; 2 piñones; 3 picos”.21

El material del palahierro era de singular importancia. Se requería normalmente una madera dura y resistente al agua. Se usaron en Chile palahierros de algarrobo y de espino. Al final del periodo se comenzaron a usar también palahierros de metal, principalmente de bronce. Fue el caso del citado molino de Álvarez.

Las piedras de moler: solera y voladora

La acción de moler el trigo, propiamente dicha, se realizaba en la parada. La parada estaba formada por dos piedras con forma cilíndrica. La inferior, llamada solera, permanecía fija; y la superior, denominada voladora o corredera, efectuaba el movimiento. La solera servía de base, en la cual se depositaban los granos de trigo. Sobre ella ejercía la presión la voladora, de tal modo que triturara los granos y se obtuviera la harina. La voladora tenía surcos o canaletas con orientación radial, llamadas regatas. Estos surcos servían para desplazar la harina, una vez molida, hacia afuera.

Talladas en forma artesanal, las piedras del molino no tenían tamaño estandarizado. Sus medidas oscilaban entre 0.90 y 1.5 metros de diámetro, según se pudo observar en las piedras de molino conservadas actualmente. Ello coincide con las fuentes documentales. En el molino Arriagada se registraron las piedras “voladora y solera, su ancho en círculo de 1 1/8 vara (0.92 m), una y otra muy gastadas”.22 El molino Guzmán tenía “la solera, con 1 1/8 vara de ancho”. 23 La dimensión original de esta piedra era similar a la anterior (92 centímetros de diámetro). En los molinos de Ceciliano Álvarez una parada tenía un radio de 25 pulgadas y los otros dos juegos de piedras medían 32 pulgadas de radio (equivalentes a 1.15 y 1.47 m de diámetro, respectivamente).24

El espesor de las piedras de molino variaba con el tiempo. Por lo general, las piedras nuevas, recién labradas, tenían media vara de espesor (41 cm). Con el correr del tiempo, a medida que se desgastaba por el uso, la piedra se adelgazaba. El molino Guzmán tenía “la voladora con 4 dedos de grueso”. 25 Estaba muy desgastada y ya había superado los límites de delgadez. Si originalmente se talló un cilindro de media vara, debió trabajar muy intensamente para quedar en la mitad. Por su parte, la piedra solera de Cervantes tenía “¼ vara de alto”.26 Ello representaba una altura del cilindro de 21 centímetros, con lo cual, también muestra un desgaste importante. Las piedras del molino de Pañul también entregan datos relevantes. Según declaró el molinero, las piedras del molino tenían originalmente 25 centímetros de espesor. Después de un siglo de trabajo, el desgaste de las piedras había reducido sensiblemente la altura de estas piedras, para llegar a cerca de los diez centímetros en el registro realizado en 2017.

En la tasación de las piedras molineras, se tenía en cuenta su grosor. Por ejemplo, la solera del molino Sánchez por estar muy gastada, se tasó en cuatro reales. El molino Guzmán-Maturana tenía un juego o par de piedras (solera y voladora) y otras dos voladoras más de recambio. El notario tasó esas piedras en la forma siguiente: “una parada de piedras algo gastada en 35 reales; otra voladora nueva en 25 reales; otra voladora delgada en 6 reales”.27 Resulta notable la diferencia de precios. El factor diferenciador era el espesor de la piedra: de ello dependía la extensión de su vida útil. Por este motivo, las piedras más delgadas tenían precios considerablemente inferiores.

Cuando las piedras de molino estaban en buenas condiciones, su valor era muy alto. Así se reflejó en el inventario del molino Oliva “las dos paradas de piedra con sus cinchos de fierro, buenas, tanto sólo la solera trizada; tasamos ambas en $200”.28 En otro caso se tasó el conjunto de “tolva, cajón, palahierro, rodeznos y piedras en $200”.29 En el caso del emprendimiento molinero de Ceciliano Álvarez, este mismo equipamiento, incluyendo rodezno, palahierro, piedras y anexos, se tasó en 1 015 pesos por los tres molinos, con un promedio de 338 reales por unidad.

En líneas generales se puede estimar que el juego de paradas (dos piedras, solera y voladora) podía oscilar entre 100 y 200 reales. Teniendo en cuenta que el salario mensual de un trabajador rondaba los cinco reales, se puede estimar que, para labrar un juego de piedras para un molino, un cantero debía trabajar entre uno y dos años.

Las piedras de los molinos podían pesar cerca de una tonelada. Por este motivo, no se podía trasladar a lo largo de distancias considerables, sobre todo en el Chile colonial, cuando no existían caminos carreteros de larga distancia y todo el transporte debía realizarse en mulas. Por lo tanto, los molinos chilenos debían abastecerse con piedras talladas en canteras cercanas.

La demanda de piedras de moler generó un mercado específico, a partir del cual se puso en marcha un valioso grupo de artesanos especializados en piedra labrada. Ellos tenían que abastecer con piedras de moler tanto a los 700 molinos de harina que operaban en Chile al final del periodo colonial, como a los molinos de pangue de las curtidurías y los molinos para trapiches de minería. Se generó así una tradición de maestros labradores de piedra que se adaptaba a las demandas de los distintos clientes.

Los molinos y su función social: el sistema de maquila (trueque)

Los molinos cumplieron una significativa función social porque prestaban servicios a los agricultores pequeños, medianos y grandes de su zona de influencia. Los vecinos llevaban el trigo al molino para obtener la harina y pagaban en especie, con un porcentaje llamado maquila. Este concepto acentuaba la función social del molino, al ofrecer servicio directo a los campesinos.

En el espacio hispanoamericano, la maquila era parte de la tradición del sistema general de funcionamiento del molino. Los cabildos encargaban al fiel ejecutor la tarea de asegurar que se pagara el porcentaje acordado de maquila; para evitar estafas y abusos, se controlaba el buen funcionamiento del sistema de pesas y medidas. Concretamente, el fiel ejecutor debía “pesar la harina maquilada para comprobar su buen procesamiento. Después de esto debía atar los costales de harina y sellarlos con cera para constatar la verificación” (López, 2002, p. 88). En las grandes ciudades, el molino tenía como principal cliente al panadero, encargado de elaborar el pan que servía para abastecer los mercados urbanos. En México, “desde 1770 se estandarizó el cobro en 9 y medio reales por carga procesada, de los cuales 4 reales correspondían al coste de la maquila” (López, 2002, p. 165).

En el Cono Sur, donde no había ciudades tan densamente pobladas, el sistema era un poco diferente, sobre todo en las zonas rurales, donde los campesinos cultivaban el trigo, lo llevaban a moler al molino y recibían la harina para consumo doméstico. De este modo se evitaban las maniobras de acaparamiento de los grandes molinos para obtener beneficios desde su posición dominante. Basta recordar que, en la ciudad de México, desde 1725 “un par de molinos acapararon un porcentaje considerable del trigo que se consumía en la ciudad. Conforme avanza este siglo la tendencia hacia la concentración del trigo se acentúa y a principios del siglo alrededor de 50% del trigo que consumía la ciudad proveía de dos molinos” (Artís, 1986, p. 101). En Chile, el sistema de maquila, en cambio, representaba una modalidad descentralizada y a la vez limitaba la capacidad oligopólica de los molinos.

El porcentaje que el agricultor debía pagar al molinero tuvo algunas variaciones. Originalmente, en el siglo xvi, el Cabildo de Santiago estableció un pago de uno y medio almud por fanega (un almud equivale a 8.625 kg). Ello representaba un pago de 13 kg por cada 103.5 de trigo molido (12.5%). Esta decisión se puso en marcha en 1569 y se mantuvo vigente en el tiempo, con pequeños cambios. Con el tiempo, a medida que se extendía la red molinera, los porcentajes de maquila tendieron a la baja. En la década de 1840 se cobraba un almud por fanega, lo cual representaba una maquila de 8.33% (Gay, 1973, p. 51). Posteriormente, con el avance de los grandes molinos industriales, el papel de los molinos artesanales tradicionales quedó acotado a zonas marginales, como en los bosques de Pañul. En estos lugares los molinos eran todavía escasos y apreciados, motivo por el cual, en el valor de la maquila se mantuvo la proporción original de 12.5%. Así se pudo confirmar en el trabajo etnográfico realizado en terreno.

En efecto, en las entrevistas realizadas a los artesanos de Pañul, el molinero informó que, tal como había ocurrido desde el periodo colonial, el servicio del molino todavía se cobra en especie con el sistema de maquila. Por lo general, el productor entrega un costal de 80 kilogramos de trigo al molinero. Este guardaba diez kilogramos en concepto de maquila. De los 70 kg restantes, se obtenían 54 kg de harina y 16 kg de afrecho, que se entregaban al productor. O bien, por cada seis kilos de harina molida, el molino se quedaba con 750 gramos. Así fue referido por el molinero de Pañul. Por lo tanto, la maquila representaba 12.5% del producto. En 2017 se mantienen las proporciones de 1569.

El cobro de la maquila aseguraba el funcionamiento del molino y contribuía a cubrir sus costos de operación y mantenimiento. Los registros del molino Arriagada aportan datos al respecto. En el proceso sucesorio, el administrador de este molino declaró que “las maquilas del molino las invirtió en costear palahierro y en su mantención”.30 A través de la maquila se realizaba la transferencia de recursos del sector agrícola al sector artesanal: con esos recursos se pagaban los trabajos de carpinteros, albañiles, tejeros y molineros que construían y mantenían los molinos.

Chile y su red de pequeños y medianos molinos

Las grandes haciendas hispanoamericanas tenían molinos de grandes capacidades y elevados costos. En el virreinato de Nueva España funcionaban molinos de alto valor de tasación. El molino de Santa Mónica, incluyendo el conjunto de la hacienda, se valoró en 31 512 pesos a fines del siglo xvi (López, 2002, p. 54). “Un regular molino novohispano, como el de Ahuehuelica en Acatzingo, estaba valuado en unos 16 048 pesos, sin contar por su puesto sus surcos de agua y su hacienda anexa” (Garavaglia, 1999, p. 198). Este modelo, de molinos grandes, no existió en Chile. Por contraste, en el reino de la frontera sur del imperio español sólo había molinos micro, pequeños y medianos. Según los registros generales de la década de 1840, los molinos chilenos valían entre 100 y 150 pesos (Gay, 1973, p. 52). En las fuentes compulsadas para la presente investigación se han detectado oscilaciones mayores, pero el concepto principal se confirma: Chile no tenía molinos grandes, sólo pequeños y medianos.

De acuerdo con los registros notariales y judiciales, los principales molinos coloniales chilenos valían cerca de 1 500 pesos. Ello incluía: a) 200 pesos por el juego de piedras solera y voladora con cincho de hierro; b) 200 pesos por el equipamiento de rodezno, palahierro, dado, cubo, tolva, cajón harinero, medidas de almud y medio almud, y herramientas de carpintería; c) 300 pesos para la infraestructura hídrica, formada por acequia revestida en piedra, reservóreo de piedra y barro, compuerta y canaleta de madera, y d) 700 pesos por un edificio de 18 varas de largo por seis de ancho y cuatro y media de alto, con cimientos de piedra, piso enladrillado, muros de adobe de tres cuartos de varas de espesor, revocados y techos cubiertos de tejas y con corredores laterales.

También se levantaron molinos más modestos. Para bajar costos se diseñaban edificios más pequeños y livianos, con muros de palizada y techos de paja o totora. Las acequias no tenían revestimiento y se compensaba la filtración con más trabajo de mantenimiento. Se compraban paradas de piedras más pequeñas o usadas. El molino de Alejandro Sánchez se tasó en 35 pesos; el de Santiago Andrade, tasado en 100 pesos y el de Juan Rivas valuado en 129 pesos.

Entre los molinos medianos, de 5 000 pesos, y los modestos, de 100 pesos, surgió una amplia gama intermedia. Los registros notariales muestran la coexistencia de distintos molinos valuados en 250, 500 y 700 pesos de ocho reales. De este modo, la molinería se consolidó como actividad transversal, al alcance de distintos sectores sociales. Además, los molinos abrieron también el camino a la movilidad social.

Molinos y movilidad social

Dentro del sistema molinero general, coexistían dos tipos de establecimientos. Por un lado, estaban los grandes molinos, asociados a órdenes religiosas o hacendados ricos. Eran los grandes protagonistas de la actividad y lograron consolidar el prestigio de sus propietarios. En el virreinato de Nueva España, un caso emblemático de este liderazgo fue el molino de Santa Mónica (López, 2002). Por otra parte, existieron también los molinos pequeños y medianos, asociados a capas subalternas de la sociedad. Dentro de estos sectores, el papel del molino fue muy interesante porque sirvió para generar grietas dentro de las fuertes jerarquías sociales del antiguo régimen colonial.

Los molinos se convirtieron en avenidas de ascenso social, tal como ocurría con las viñas y la arriería. En otra parte ya se ha estudiado cómo, a partir de un origen modesto, los campesinos chilenos podían plantar viñas o prestar servicios de arriero con sus mulas, para incrementar su patrimonio y lograr progresos relevantes en la escala social (Lacoste y Castro, 2013). En la presente investigación se ha detectado que los molinos harineros también funcionaron como canales de ascenso social.

En efecto, los campesinos chilenos observaron con interés el servicio molinero y, en algunos casos, se incorporaron al proceso y lograron importantes ascensos sociales. Los casos de José Escobar y Pedro Aravena son ejemplos notables. Conviene examinar brevemente sus historias de vida para comprender su movilidad social.

En el valle del Aconcagua, 20 leguas al noroeste de Santiago, nació José Escobar en la primera mitad del siglo xviii. Desde joven se dedicó a trabajar como arriero, sirviendo la ruta entre Santiago y Mendoza. Logró reunir un conjunto de diez mulas, tres caballos y dos yuntas de bueyes; con estos recursos pudo practicar su oficio de transportista trasandino. Poco después contrajo matrimonio con Tomasa Vivanzo, cuya condición era todavía más humilde: sólo pudo aportar al matrimonio como dote un caballo manso y una petaca vieja. Con estos bienes se puso en marcha la nueva familia.

A partir de su trabajo, don José logró mejorar su patrimonio. Compró un pequeño terreno de siete y media cuadras, donde plantó una viña de 40 hileras y una cuadra de largo (1 680 plantas). Tras la vendimia, pisaba la uva en un lagar de cuero. Además, “durante dicho matrimonio levanté un molino de pan, el cual subsiste hasta hoy día, con sus puertas de madera bien acondicionadas y su candado; dicho molino está corriente con su cajón de madera y la parada de piedras que corre. Más tiene dicho molino por herramienta un par de picos, una sierra, una azuela, una gurbia, un compás, un escoplo y un azadón”.31

La vida de José Escobar fue un caso notorio de movilidad social. Con su trabajo de arriero logró reunir un pequeño capital, luego se incorporó a las dos actividades que ofrecían posibilidades de ascenso social a partir de la cultura del trabajo: la viticultura con lagares de cuero y la molinería.

El caso de Pedro Aravena es otro buen ejemplo de movilidad social en el Chile colonial. Sufrió el estigma de nacer fuera de la institucionalidad matrimonial: fue hijo natural de José Aravena, con todo el peso negativo que ello implicaba en la sociedad hispanoamericana. Sin embargo, se abrió camino. Se casó con la modesta Mercedes Opazo, la cual sólo pudo aportar como dote quince terneras. Considerando los usos de la época, ello podía representar un valor de 70 pesos de ocho reales. Además, el matrimonio engendró siete hijos. A pesar de sus escasos recursos originales y la elevada carga familiar, los contrayentes se abrieron camino. Levantaron un molino en Nirivilo, con una casa de diez varas de largo por seis varas de ancho; lo cubrieron con tejas e instalaron todo el equipamiento, incluyendo rodezno, piedras de moler y herramientas de carpintería. También plantaron una viña de 8 000 plantas y cultivaron un huerto frutal. Después del fallecimiento de don Pedro, este molino se tasó en 500 pesos y el cuerpo completo de la propiedad llegó a 11 000 pesos.32

Entre Pedro Aravena y José Escobar se representan los campesinos excluidos y pobres de la sociedad colonial chilena, que lograron ascender socialmente gracias a su oficio y emprendimiento. Uno en Curimón, valle del Aconcagua, y el otro en Nirivilo, valle de Cauquenes, 400 kilómetros al sur. Uno de ellos sufrió el estigma de ser hijo natural; el otro carecía de bienes y debió ejercer el sufrido oficio del arriero transandino. Pero ambos coincidieron en la voluntad de incorporarse a la vida económica colonial a través de la viticultura y los molinos trigueros.

Conclusión

El molino harinero cumplió un papel significativo en el Chile colonial. Esta lejana capitanía del sur, con su escasa población (inferior hacia 1810 a 500 000 personas), se convirtió en un notable polo molinero. Hacia el final del periodo colonial había cerca de 700 molinos en Chile, y superaron los 1 200 en 1843. Estas cifras representan niveles muy altos respecto al resto de América Latina.

La gran cantidad de molinos guardaba relación con la relevancia que tuvo el trigo en la economía chilena. Por su clima templado y temprana organización sociopolítica e institucional, Chile fue el mayor productor de trigo de América del Sur desde mediados del siglo xvi hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xix. Parte de esa producción se exportaba al virreinato de Perú, cuyas tierras se destinaban principalmente a la caña de azúcar. El trigo servía también para abastecer el mercado interno, lo cual alentó la construcción de molinos hidráulicos en zonas desvinculadas con la economía de exportación.

A diferencia de aquellas regiones en que se usaron molinos de viento y molinos de sangre (tahonas), en Chile se difundieron los molinos hidráulicos de rodezno. La fuerza utilizada provenía de los ríos que nacían en la cordillera de los Andes y desembocaban en el Pacífico. Las fuertes pendientes del terreno facilitaron el aprovechamiento de la fuerza del agua para mover los molinos. Para ello se aprovecharon las acequias prehispánicas –allí donde existían– o se construyeron canales dirigidos a proveer la fuerza hidráulica a los molineros. De este modo los chilenos lograron convertir una debilidad (su accidentada geografía, que impedía disponer de caminos carreteros) en una fortaleza: la energía abundante para mover sus molinos.

No se vieron en Chile los enormes ingenios molineros que funcionaban en otras regiones de Hispanoamérica. Al contrario, los emprendimientos eran relativamente pequeños y numerosos. Además, no operaron como enclaves, sino que se articularon con otras actividades, generando encadenamientos productivos. Los molinos harineros conformaron paisajes biodinámicos, con pequeños viñedos de entre 2 000 y 4 000 cepas, bodegas artesanales de 200 a 400 arrobas de capacidad, que conservaban el vino en diez o 20 tinajas. En el Norte Chico, los molinos se asociaron también con las destilerías artesanales de pisco, que usaban alambiques de cobre labrado. Además, en aquellas chacras y haciendas se cultivaban huertos frutales, que tenían también verduras, hortalizas, cereales y lentejas. Completaban el paisaje los animales: caballos, mulas, bueyes de trabajo y ganado menor según el clima, ovejas (sur) y cabras (norte).

Las redes de molinos tuvieron efectos invisibles pero relevantes en la vida social y económica del Reino de Chile. La enorme producción de trigo generó una demanda constante del servicio de molinería, lo cual, a su vez, generó un espacio de desarrollo de artesanos calificados, particularmente albañiles, carpinteros, canteros y tejeros. Ellos encontraron en los molinos, un estímulo permanente para adquirir y perfeccionar sus competencias técnico-profesionales. Posteriormente, esos conocimientos se trasladaron hacia otras actividades, como la construcción de infraestructura urbana y rural. Esos albañiles y carpinteros lograron después, construir mejores casas, mejores bodegas para elaborar vinos y aguardientes; mejores tapiales para asegurar cierres perimetrales de huertos frutales y corrales. El dominio técnico de la construcción en tierra cruda se convirtió en parte del patrimonio chileno y de sus paisajes culturales.

Algunos artesanos lograron ascender socialmente, incrementar sus patrimonios e insertarse en la vida social y económica del país. Personas de origen pobre o estigmatizadas por su ilegitimidad, lograron progresar con los molinos. Además, aportaron a densificar la trama socioeconómica chilena. Igual que la viña, el molino fue un espacio transversal, en el cual participaron distintos sectores de la pirámide social.

El molino funcionó como espacio de sociabilidad, especialmente importante en las zonas rurales, donde era menor el peso de las iglesias y capillas. Allí llegaba el arriero con sus mulas para entregar los costales de trigo, a cambio de harina y afrecho. En la espera, debajo del parrón o a la sombra de los corredores, se encontraban con el agricultor y el pastor, el pulpero y el tendero. Y en los parrones adyacentes al molino, circulaban noticias y se construían lazos sociales y familiares. La sociedad campesina chilena ganó en integración y espesor. Se hizo más fuerte y densa.

En el último tercio del siglo xix, las transformaciones del capitalismo determinaron la declinación del trigo y los molinos en la economía chilena. Este país fue desplazado de los mercados por los nuevos productores, como Estados Unidos, Argentina, Australia y Nueva Zelanda. Chile perdió relevancia en estas actividades. No obstante, quedó un legado. Los tres siglos trigueros y molineros modelaron la cultura chilena, y trascendieron su propia época. Los molinos generaron un impulso que luego se transformó y asumió nuevas modalidades, como la vitivinicultura y la fruticultura, que sí resultan visibles en la actualidad.

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Notas

[3] Cabildo de Santiago, 26 de abril de 1547, Actas i, p. 151.

[4] Cabildo de Santiago, 13 de abril de 1556, Actas i, p. 516.

[5] Cabildo de Santiago, 22 de setiembre de 1556, Actas i, p. 542.

[6] Cabildo de Santiago, 23 de enero de 1568, Actas ii, p. 204.

[7] Cabildo de Santiago, 10 de marzo de 1568, Actas ii, p. 213.

[8] Inventario de bienes del general Jerónimo Pastene de Aguirre, Hacienda Rucapibi, Valle de Limarí, junio de 1710. Fondo Notariales (en adelante fn) de La Serena, vol. 8, f. 186 v. Archivo Nacional Histórico de Chile (en adelante anh).

[9] Cabildo de Santiago, 5 de septiembre de 1564. Actas ii, p. 123.

[10] Inventario de bienes del capitán Diego de Herrera, San Felipe, 1725. Fondo Judiciales (en adelante fj) de San Felipe, leg. 26, pieza 3, f. 5. anh.

[11] Inventario de bienes de Pedro José Guzmán, Estancia Juan de la Sierra, 5 de noviembre de 1787. fj de San Fernando, leg. 24, pieza 2, fs. 126-127. anh.

[12] Inventario de bienes de Pedro José Guzmán, Estancia Juan de la Sierra, 5 de noviembre de 1787. fj de San Fernando, leg. 24, pieza 2, fs. 64. anh.

[13] Inventario de bienes de Pedro José Guzmán, Estancia Juan de la Sierra, 5 de noviembre de 1787. fj de San Fernando, leg. 24, pieza 2, f. 64. anh.

[14] Tasación de la chacra perteneciente al concurso de don Ceciliano Álvarez, Maipú, 18 de agosto de 1845. fj de Santiago, leg. 25, pieza 3, f. 21. anh.

[15] Inventario y partición de bienes de doña Francisca Navarrete de Guzmán, San Juan de Pedegua, 1809. fj San Fernando, leg. 50, pieza 6, f. 11. anh.

[16] Inventario de bienes de Pedro José Guzmán, Estancia Juan de la Sierra, 5 de noviembre de 1787. fj San Fernando, leg. 24, pieza 2, ff. 64-64v y 126-127. anh.

[17] Inventario de bienes de Domingo Arriagada, 1788. fj San Fernando, leg. 25, pieza 1, fs. 34-34v. anh.

[18] Partición de bienes de José Escobar, Curimón, 1785. fj San Felipe, leg. 17, pieza 10, fs. 3-13. anh.

[19] Tasación de la chacra perteneciente al concurso de don Ceciliano Álvarez, Maipú, 18 de agosto de 1845. fj Santiago, leg. 25, pieza 3, fs. 9-20. anh.

[20] Testamento de Francisco de Riveros Figueroa, La Serena, 22 de enero de 1620. fn, vol. 6 f. 251. anh.

[21] Inventario de bienes de Domingo Arriagada, 1788. fj San Fernando, leg. 25, pieza 1, fs. 34-34v. anh.

[22] Herencia del capitán Marcos León, 1749. fj San Fernando, leg. 5, pieza 22, fs. 14-15. anh.

[23] Inventario de bienes de Pedro José Guzmán, Estancia Juan de la Sierra, 5 de noviembre de 1787. fj San Fernando, leg. 24, pieza 2, fs. 64-64v y 126-27. anh.

[24] Inventario de bienes de Domingo Arriagada, 1788. fj San Fernando, leg. 25, pieza 1, fs. 34-34v. anh.

[25] Inventario de bienes de Pedro José Guzmán, Estancia Juan de la Sierra, 5 de noviembre de 1787. fj San Fernando, leg. 24, pieza 2, fs. 64-64v y 126-27. anh.

[26] Tasación de la chacra perteneciente al concurso de don Ceciliano Álvarez, Maipú, 18 de agosto de 1845. fj Santiago, leg. 25, pieza 3, fs. 19. anh.

[27] Inventario de bienes de Pedro José Guzmán, Estancia Juan de la Sierra, 5 de noviembre de 1787. fj San Fernando, leg. 24, pieza 2, fs. 64-64v y 126-27. anh.

[28] Partición de bienes de María del Transito Cervantes, Paniague, 10 de junio de 1825. fj San Fernando, leg. 54, pieza 6, ff. 2 y 5. anh.

[29] Inventario y tasación de bienes de don Sebastián Guzmán y doña Catalina Maturana. Copequén, 18 de noviembre de 1803. fj San Fernando, leg. 51, f. 26v. anh.

[30] Inventario y tasación de los bienes de don Martín de Oliva y doña Antonia Balmaceda, Los Andes, 15 de julio de 1828. fj San Felipe, leg. 41, pieza 17, f. 21.

[31] Tasación de bienes de doña Rosa Alcalde, Santiago, 9 de diciembre de 1816. fj Santiago, leg. 21, pieza 2, f. 19. anh.

[32] Inventario de bienes de Tomás de Arriagada, 1780. fj San Fernando, leg. 19, pieza 2, f. 22v. anh.

[33] Partición de bienes de José Escobar, Curimón, 1785. fj San Felipe, leg. 17, pieza 10, fs. 3-4. anh.

[34] Autos de partición de los bienes que quedaron por fin y muerte de don Pedro Poncio Aravena, Cauquenes, 24 de enero de 1814. fj Cauquenes, fs. 1-24v. anh.