Introducción
Este artículo tiene como objetivo examinar los molinos harineros de Chile entre 1700 y 1845. El punto de partida de la investigación
es la relevancia del trigo en la economía chilena. Durante tres siglos, el trigo fue la principal exportación de Chile pues
sus agricultores asumieron la misión de abastecer al virreinato de Perú, el gran centro político y económico del imperio español
en América del Sur. Este fenómeno ha sido abordado por la literatura especializada (Carmagnani, 1969, 2001; Cavieres, 1996; Ramos, 1967; Ramón y Larraín, 1982). En cambio, su consecuencia lógica, el surgimiento de molinos harineros, sólo ha sido estudiado en forma acotada (Cubillos y Muñoz, 2014; Figueroa, 2006, 2010; Gay, 1973; Muñoz, 2011; Premat, 2015; Retamal, 2006; Urbina, 2016). El presente artículo examina los molinos chilenos en su conjunto durante el periodo tradicional, desde comienzos del siglo
xviii hasta mediados del xix. En este periodo, se trata de identificar cómo eran los molinos chilenos y cuáles fueron sus implicancias sociales y culturales.
Desde una perspectiva latinoamericana, el caso de México representa un polo de referencia ineludible para el presente trabajo,
con las prevenciones del caso. En el virreinato de Nueva España, los molinos alcanzaron un notable nivel de desarrollo, tal
como ha demostrado la literatura especializada (Artís, 1986; Espinosa, 2012; Gómez, 2007, 2016; López, 2002; Morales, 2008, 2010; Morales, 2006; Rojas, Gutiérrez, y Pérez, 2014). La magnitud de los molinos harineros mexicanos, y la bibliografía generada sobre el tema, plantea una notable asimetría
con el Cono Sur de América, donde los molinos eran más pequeños y las obras sobre el tema son todavía incipientes. Llevará
un tiempo cerrar la brecha y generar más estudios sobre los molinos de Chile y Argentina para alcanzar el nivel de detalle
alcanzado por la historiografía mexicana. Este trabajo procura aportar en esa dirección.
Como ocurrió en otras regiones del continente, fundamentalmente en NuevaEspaña (Artís, 1986), los molinos chilenos fueron fundamentales en eldesenvolvimiento de la agricultura del trigo, la elaboración de laharina
y, más que nada, la manufactura del pan cotidiano (Morales, 2008, pp. 136 y 139). En este artículo nos adentramos en la temática paraconocer cómo y cuántos eran los molinos de Chile, dónde estaban y cuálesfueron
sus implicancias sociales y culturales. Si bien la mayoría de losmolinos se concentró en la región situada entre los ríos
Cachapoal yMaule, no es menos cierto que el paisaje mediterráneo, desde Copiapóhasta los confines de Chile central albergó
esta importante tecnología.
Materiales y métodos
Para despejar estas incógnitas se han compulsado documentos originales inéditos del Archivo Nacional Histórico de Santiago
de Chile (en adelante anh), principalmente los fondos notariales y judiciales de La Serena, San Felipe, Santiago, Rancagua, San Fernando, Cauquenes
y Parral. Las fuentes empleadas, prioritariamente títulos de venta o traspaso y testamentos de molineros, explicitan detalles
relativos a la factura, funcionamiento y distribución geográfica de los molinos. En algunos casos, los notarios se limitaron
a mencionar la existencia del molino con fórmulas estandarizadas como molino de pan, o molino de pan corriente, o molino con sus aderezos. En otras oportunidades, los escribanos ampliaron la información, entregando detalles de los edificios del molino y la casa
del molinero, las instalaciones y equipamiento, los valores de tasación y las condiciones en que se encontraban. Esos son
los datos que nos ha interesado reunir para crear una representación fundamentada de este importante instrumento de la economía
triguera. Lamentablemente, no se han encontrado libros de contabilidad que permitan reconstruir series de costos o precios,
pero de la evidencia fragmentada disponible es posible reconstruir algunas tramas y establecer patrones que dan inteligibilidad
al tema.
En forma complementaria, se ha considerado también el patrimonio molinero actualmente existente como fuente de información.
Se han realizado salidas a terreno para levantar registros de los molinos de Orfila (Junín, Mendoza, Argentina), jesuitas
(Mendoza) y Pañul (región de O’Higgins, Chile). Durante estos viajes y visitas, realizados entre 2016 y 2017, fue posible
observar las piedras soleras de los molinos mendocinos y el molino completo, todavía en funcionamiento, localizado en Pañul.
La observación de estos objetos ha enriquecido la interpretación de los datos documentales y fortalece la posibilidad de realizar
en Chile análisis de las estrategias de localización industrial y arqueología propuesta por Morales (2010, pp. 97, 105) para México.
Antecedentes: los molinos hidráulicos en Chile y la región
Los molinos fueron introducidos en Chile de manera paralela al trigo. Luego de la fundación en 1541 de la ciudad de Santiago,
tanto el trigo como los molinos aparecieron con rapidez. Desde esos primeros días pasarían a ser parte del proceso de europeización
tanto del paisaje, como de la economía local. El 26 de abril de 1547 el Cabildo de Santiago extendió formalmente autorización
a don Bartolomé Flores para edificar su molino.
Leyéronse peticiones, proveyose y diosele licencia a Bartolomé Flores, vecino de esta ciudad, para que pueda edificar un
molino por cima de esta ciudad, a las tomas de las aguas del cerro de la hermita de Santa Lucía, con que sea en parte sin
perjuicio de las aguas que vienen a esta ciudad, y de las heredades y tierras que en aquella comarca están o estuvieren de
aquí adelante. Con que empiece a edificar el dicho molino de hoy dicho día en tres meses, porque no embarace el herido del
agua, si otra persona viniere a querer edificar allí otro molino.1
Los primeros españoles autorizados a tener molinos hidráulicos fueron Bartolomé Flores, Rodrigo de Araya y Juan Jufré. En
1556 se sumó a este privilegio Francisco Riberos, quien solicitó “una herida para hacer un molino, que es más arriba del molino
de Juan Jufré”.2 Teniendo en cuenta que el molino sería construido en tierras y chácaras de su propiedad, el cabildo accedió sin problemas
a esta petición. De acuerdo con el pedimento, el molino sería construido “arriba del molino de Juan Jufré, en una punta del
cerro que está allí, lo cual está vaco y alinda de la dicha mi chacra”.3 Para su construcción, el cabildo ordenó la entrega de dos solares, “con tanto que el agua de la acequia vuelva a la misma
madre por donde va ahora”. Posteriormente, en 1568, cuando Flores ya había donado su primer molino al Hospital de Pobres de
la ciudad, solicitó permiso para construir un segundo molino en el mismo lugar. Luego de tomar pareceres, el cabildo autorizó
esta segunda construcción con dos condiciones: primero, que Flores no trajese más agua por la acequia existente, y, en segundo
lugar, que construyese un puente de carretas sobre la misma. Además, debía hacerse responsable de los daños que cualquier
anegamiento causara a la ciudad.4 En marzo de ese año, Carlos Molina también solicitó autorización para “hacer un herido de molino en bajo de la casa de Pablo
Corrales”, lo que fue autorizado por el cabildo.5 Poco a poco, los chilenos comenzaron a consolidar estos establecimientos en la todavía precaria ciudad de Santiago.
La red de molinos chilenos creció en forma paralela a la producción de trigo. La sostenida demanda de Perú alentó a los agricultores
a multiplicar sus sementeras, y mientras más trigo se obtenía, más útiles eran los molinos. Durante más de tres siglos, Chile
fue el mayor productor triguero de América del Sur. Su capacidad productiva se apoyaba en cuatro pilares: la fertilidad de
su suelo; su clima templado, ideal para el trigo; su rápido proceso de ocupación del espacio, y la sostenida demanda del virreinato
de Perú, donde por razones de clima se priorizaban cultivos tropicales (principalmente caña de azúcar).
El mercado peruano generó una demanda sostenida a lo largo de todo el periodo. Hacia mediados del siglo xvii, las 400 estancias chilenas producían entre 18 000 y 19 000 fanegas de trigo (Solórzano y Velazco, 1657, p. 436). La demanda local siguió aumentando, lo mismo que las exportaciones. Estas subieron de 125 000 fanegas en 1744 a 150 000
en la segunda mitad de esa centuria. Hacia fines del siglo xviii, la producción chilena de trigo llegó a cerca de las 300 000 fanegas (Ramón y Larraín, 1982, pp. 97-113).
El ciclo del trigo chileno coincidió con el ciclo de expansión y consolidación del molino colonial español. El modelo desarrollado
en Chile era heredero de los molinos grecorromanos, mejorados con las innovaciones aportadas por los árabes en la edad media.
En tiempos del renacimiento, los españoles alcanzaron un notable dominio de las técnicas molineras (Turriano, 1996). Tras el descubrimiento de América, los españoles trasladaron estos saberes al Nuevo Mundo y los propagaron por todo el
continente. Los molinos coloniales españoles desempeñaron un papel relevante en América Latina, desde el siglo xvi, hasta la incorporación de las turbinas y la energía del vapor, en la segunda mitad del siglo xix.
Los molinos medievales españoles se propagaron rápidamente por el Nuevo Mundo. En México se instalaron más de tres centenares
de molinos (Espinosa, 2012; Gómez, 2007, 2016; Morales, 2006). La ciudad de México consumía anualmente 15 000 000 de kilogramos de trigo, y se abastecía principalmente de quince molinos
durante el siglo xviii y buena parte del xix (Artís, 1986). En América Central no alcanzaron cifras tan elevadas, pero estuvieron presentes y dejaron su marca en los paisajes culturales
(Solórzano, 1986). En Colombia también se destacaron por su actividad e influencia (Satizábal, 2004; Trujillo, Torres, y Conde, 2000), lo mismo que en el virreinato de Perú (Bell, 2016). También estuvieron presentes en el espacio rioplatense, tanto en Buenos Aires(González, 1995) como en el noroeste argentino (Andrada, 2003; Sica, 2005) y en Cuyo (Figueroa, 2006). Los molinos funcionaban como referentes del paisaje, tal como se refleja en memorias de la época (Araoz, 1921, p. 241).
Los ciclos tecnológicos se definieron por los cambios en la capacidad de molienda de granos, en la cual se distinguen tres
etapas. La primera corresponde al periodo prehispánico, cuando el cereal (principalmente maíz) se molía manualmente en recipientes
de piedra o conanas; con este recurso se podía obtener un kilogramo de harina en una hora de trabajo. El segundo ciclo comenzó en el siglo xvi con la incorporación del molino hidráulico español; este permitía moler 180 kg de trigo por hora (Satizábal, 2004, p. 26). En el Chile colonial, estos molinos molían normalmente entre seis y ocho fanegas diarias (una fanega equivale a 103.5 kg);
con el tiempo se fueron perfeccionando y en la década de 1840 llegaron a moler 50 fanegas diarias (Gay, 1973, p. 52). La tercera etapa se abrió a mediados del xix, con la incorporación de molinos de vapor. En 1853 ya funcionaba uno en Chile capaz de moler 350 fanegas por día (Gay, 1973, p. 53). A partir de entonces se produjo la declinación del molino hidráulico tradicional.
Como se ha dicho al comienzo de este trabajo, los molinos se propagaron en Chile favorecidos por la abundante producción triguera.
Todos los partidos y corregimientos chilenos, desde Copiapó hasta la frontera araucana, vieron surgir los molinos harineros,
establecimientos vitales para asegurar el abastecimiento de la población urbana y rural. En 1548 ya funcionaban cuatro molinos
en Santiago. El cabildo comenzó rápidamente a establecer reglamentos para evitar abusos por parte de los molineros. En 1569
se dispuso la obligación de tener balanzas para pesar la harina (Gay, 1973, pp. 50-51).
A medida que se produjo la paulatina ocupación europea del país, los molinos se expandieron pronto a otras ciudades chilenas.
Durante este segundo ciclo, que tuvo lugar en el siglo xvii, se registraron seis molinos en Mendoza (Figueroa, 2006), diez en Maule Sur (Retamal, 2006, p. 122) y doce molinos en Colchagua (Cubillos y Muñoz, 2014; Muñoz, 2011). Notables aportes realizaron también los jesuitas, que levantaron molinos en casi todas sus haciendas (Bravo, 2005; Bunster, 1980; Hanisch, 1974; Premat, 2015; Ramón y Larraín, 1982). Un tercer ciclo de expansión se produjo en el siglo xviii, tanto en el espacio jesuita como entre los campesinos laicos. En Mendoza se registraron 23 molinos en esta centuria (Figueroa, 2006). Una de las molineras más famosas fue doña Melchora Lemos, mujer emprendedora de destacada trayectoria (Lacoste, 2006). La tendencia siguió en ascenso en el siglo xix, tal como reflejó el censo de 1813 (Egaña, 1953).
El censo de 1813 realizado en el obispado de Santiago, desde Copiapó hasta el río Maule, excluyendo la ciudad de Santiago,
detectó 274 000 habitantes y 350 molinos. Ello implicaba una densidad de un molino por cada 782 habitantes. Estas notables
cifras correspondían a una sociedad que tenía en la producción de trigo su principal actividad agrícola y, a la vez, la exportación
más importante (véase cuadro 1).
CUADRO 1
MOLINOS EN EL OBISPADO DE SANTIAGO DE CHILE (1813)
Provincia |
Molinos |
Población |
Copiapó
|
11
|
8 705
|
Huasco
|
9
|
5 524
|
Coquimbo
|
58
|
29 110
|
Petorca
|
12
|
8 094
|
La Ligua
|
0
|
7 671
|
Aconcagua
|
36
|
17 907
|
Los Andes
|
30
|
11 688
|
Quillota
|
23
|
24 892
|
Valparaíso
|
0
|
5 317
|
Melipilla
|
10
|
15 576
|
Rancagua
|
39
|
15 576
|
Colchagua
|
64
|
60 202
|
Curicó
|
32
|
30 452
|
Talca
|
26
|
33 155
|
Total registrados
|
350
|
273 896
|
El censo de 1813 registró los molinos solamente en la mitad de los territorios de Chile, pues las precarias condiciones del
gobierno patriota impidieron completar el relevamiento fiscal. De todos modos, a partir de fuentes complementarias se puede
reconstruir, tentativamente, el escenario capitalino. Por un lado, de acuerdo con los estudios de Ramón (2001) se estima que la población de la ciudad de Santiago rondaba los 50 000 habitantes. Se sabe que en los alrededores de la ciudad
se cultivaban grandes cantidades de trigo (Ramón y Larraín, 1982). Además, en tanto que los molinos se encontraban habitualmente cerca de los centros de consumo, se puede deducir que había
numerosos establecimientos en la capital chilena.
Algo parecido ocurre con el obispado de Concepción. De acuerdo con los registros de la década de 1770, en esos territorios
se producían 130 000 fanegas de trigo, equivalentes a la producción de Rancagua, Colchagua y Talca (Carmagnani, 2001). El trigo sureño no se exportaba, sino que se dedicaba casi totalmente al mercado interno, lo cual requería de molinos.
Por lo tanto, es posible que, entre la ciudad de Santiago y el obispado de Concepción, además de tener una cantidad de población
parecida a las catorce provincias registradas, también tuviera similar presencia de molinos. Ello implica que, para finales
del periodo colonial, Chile tenía aproximadamente 700 molinos. Registros posteriores tienden a avalar este cálculo. En efecto,
el censo de 1843 anotó 1 271 molinos en Chile (Gay, 1973, p. 51).
Los números son elocuentes. Los 1 271 molinos hidráulicos registrados en 1843 y los 350 identificados en la mitad del país
en 1813 configuran una revelación concluyente: Chile fue el principal polo molinero de América Latina. Y esos molinos formaron
parte relevante de los paisajes culturales chilenos durante el periodo tradicional, que comenzó con la llegada de los españoles
y se cerró a mediados del siglo xix.
Los molinos coloniales y sus tipologías
En la cultura española, los molinos habían alcanzado un notable nivel de desarrollo en el siglo xvi, tal como se reflejó en la obra atribuida a Juanelo Turriano (1996). Este, en su Tratado sobre los ingenios y máquinas, dedica un capítulo completo a los molinos, en el cual se demuestra que los españoles utilizaban cuatro variantes: molino
de viento, molino de sangre (tahona), molino de agua con rueda vertical y engranajes (aceña) y molino de agua con rueda horizontal
(rodezno). Estás técnicas llegaron a España durante la conquista romana y se fortalecieron en la edad media con los aportes
de los ingenieros árabes. Sobre la base de estos legados, los españoles lograron un notable dominio de los saberes para montar
los molinos según las condiciones de cada territorio.
Tras llegar a América, los españoles trasladaron estos saberes a las tierras conquistadas. En México levantaron molinos de
rodezno, mayoritariamente, junto con algunas tahonas, sobre todo para asegurarse el servicio de molienda en tiempos de sequía.
En América Central, Colombia y Perú también predominaron los molinos hidráulicos de rodezno, lo mismo que en el centro y oeste
de la actual Argentina. En Buenos Aires, en cambio, se usaron molinos de viento y de sangre (tahonas). Los molinos de viento
se instalaron en el siglo xvi, pero no dieron buen resultado y comenzaron a desaparecer a partir de la década de 1610. Reaparecieron luego en las haciendas
jesuitas, pero en cantidades acotadas. Las tahonas, en cambio, se propagaron con rapidez: la mayoría de las haciendas y chacras
bonaerenses tenía su molino de sangre (Garavaglia, 1999; González, 1995).
¿Cómo eran los molinos coloniales chilenos? El paradigma del sistema molinero en el Chile colonial estuvo formado por unidades
de tamaño pequeño y mediano, movidos con la fuerza hidráulica y fragmentado en numerosos emprendimientos, distribuidos a lo
largo de todo el país, desde Copiapó (27° latitud sur) hasta Concepción (40° latitud sur).
La presencia de tahonas y molinos de viento fue totalmente marginal en Chile. Los registros de molinos de sangre fueron muy
acotados y vagos. Según Claudio Gay (1973), “antiguamente había molinos que eran movidos por animales y hasta por hombres. Esto sucedía en ciertas localidades donde
apenas había agua, y la que había, carecía de bastante fuerza para servir de motor” (p. 52). Más adelante, el autor menciona
también molinos de viento: “En las alturas de Valparaíso se habían construido molinos de viento, los que desde 1830, época
en que se imaginó su construcción por primera vez, han contribuido por su parte a satisfacer las necesidades de este comercio;
pero esto no basta todavía y se tuvo que recurrir a los molinos de vapor” (p. 53). Los documentos de archivo confirman las
impresiones del sabio francés. Sólo se detectó una tahona, pero no se usaba para moler trigo: era un molino de pangue situado
en el valle de Limarí, corregimiento de Coquimbo.6 Y los molinos de viento no fueron registrados en inventarios de bienes ni en testamentos. Tampoco se usaron molinos de aceña.
Igual que en México, la red de molinos harineros chilenos estuvo formada principalmente por molinos hidráulicos de rodezno.
Molinos, paisaje y entorno ambiental
Los molinos chilenos formaban parte de un conjunto productivo diversificado, sustentable y biodinámico. El establecimiento
incluía viña, bodega, huerto frutal y chacra dedicada al cultivo de hortalizas y cereales. También había algunos animales,
incluyendo aves y ganado. Las aves se criaban en gallineros y palomares y servían para completar la alimentación. El ganado
formaba parte de la vida cotidiana en el entorno del molino. Las chacras, haciendas y estancias tenían algunos caballos y
mulas para el transporte de personas y cargas. La accidentada geografía chilena, signada por la cordillera de los Andes y
la cordillera de la costa, surcadas a su vez por torrentosos ríos, generaba obstáculos formidables para establecer caminos
carreteros. A diferencia de las pampas rioplatenses, que tenían rutas de miles de kilómetros (carrera del Norte o carrera
de Cuyo), en Chile no existían caminos naturales aptos para vehículos con ruedas; el transporte quedaba entonces en manos
de los arrieros con sus mulas. Esta situación invitaba a cumplir múltiples funciones para hacer funcionar la unidad productiva:
con frecuencia el molinero era, a la vez, arriero.
El ganado también ocupaba un lugar relevante en estos establecimientos: vacas y, sobre todo, cabras y ovejas. Las vacas estaban
en las propiedades más ricas y con mejores pasturas; el ganado menor abundaba en tierras más pobres de montaña o secano, y
variaba según el lugar. En el norte, en los corregimientos de Copiapó y Coquimbo, predominaban las cabras; en el centro y
sur, sobre todo Rancagua, Colchagua y Maule, abundaban las ovejas. La carne servía de alimentación, se conservaba mediante
deshidratación (charqui) y resultaba muy útil para los arrieros en sus largos viajes, lo mismo que los quesos. En la zona
centro sur del Valle Central, con leche de oveja y sal de costa (Cáhuil) se comenzó a elaborar un queso especial que luego
se haría famoso: el queso de Chanco (Aguilera, 2016). Las cabras, ovejas y gallinas interactuaban con las demás plantas y animales de estas chacras. Se comían las malezas y
abonaban las tierras de cultivo, lo cual aseguraba el perfil biodinámico de estas unidades productivas diversificadas.
Junto a los molinos había habitualmente huertos para cultivar plantas frutales y de hortalizas. Los frutales incluían dos
o tres plantas de cítricos (naranjos, limoneros y cidros) para obtener fruta y perfume. También se cultivaban pomáceas (manzanos,
perales y membrillos) y carozos (ciruelos y duraznos, principalmente). Las casas solían contar con un olivo, una higuera y,
a veces, un granado. Algunos campesinos se interesaban por las nueces, sobre todo nogales y almendras. En ciertos casos, se
plantaban durazneros con fines comerciales, para elaborar y comercializar huesillos y orejones. Para la cocina diaria, los
campesinos cultivaban ajos, ajíes, cebollas y pimientos, que sazonaban las comidas más populares de los arrieros, sobre todo
el valdiviano. También se cultivaba trigo y otros cereales y legumbres, para los cuales se utilizaban, justamente, los molinos
de pan.
Las viñas y parrones eran el orgullo del campesino chileno. Prácticamente todas las casas cultivaban la vid. Por lo general,
los molinos tenían en su entorno viñas de entre 1 000 y 4 000 cepas. A su lado había una pequeña bodega que almacenaba entre
diez y 20 tinajas para elaborar y conservar el vino. Completaban el paisaje vitivinícola los lagares de cuero y, en las haciendas
ricas, lagares de cal y ladrillo. En el corregimiento de Coquimbo se incluía también el corral con los alambiques de cobre
labrado para elaborar aguardiente y pisco.
Junto a los cultivos se levantaban los edificios o ingenio que contenía diversas actividades fabriles: obrajes textiles de
índole doméstica, curtiembres, elaboración de chacolíes, vinos y aguardientes, además de cordobanes, monturas, aperos huasos
y prendas de vestir, forja de hierros y tejidos de mimbre. Estas propiedades tenían construcciones para viviendas, bodega
para guardar tinajas y lagares, corral de alambiques, graneros o trojes y, finalmente, los edificios del molino. Los muros
eran de tierra cruda (habitualmente adobes o tapial), con puertas y ventanas de madera. Los techos se cubrían con tejas o
paja. Los pisos eran normalmente de tierra apisonada; a fines del siglo xviii se comenzaron a cubrir con ladrillos. Los cierres perimetrales también se levantaban con tierra cruda, con tapiales que tenían
cimientos de piedra y barda de teja o de monte. En algunos casos también se usaban murallas de pircas, o bien, de ramas (Lacoste et al., 2012; Lacoste et al., 2014). Los patios interiores tenían piso de tierra apisonada y, desde fines del siglo xviii, se comenzaron a revestir con piedra y ladrillo.
Globalmente, el molino constituía un pequeño complejo económico que involucraba edificios, granos y fuerza de trabajo. Así
se desprende de la toma de posesión que hizo en 1564 Cristóbal de Varela de uno de los primeros molinos instalados en Chile.
Por virtud de la cual quería tomar la tenencia e posesión del dicho molino como de cosa suya que era y le pertenecía por razón
del dicho título y compra que del había hecho. En cumplimiento de ello entró en el dicho molino y echó a las piezas de indios
e indias que dentro estaban e hizo sacar algunos costales de trigo o harina que en él estaban para molerse y cerró las puertas
del molino. Se paseó por dentro y dijo que tomaba y tomó la posesión real de dicho molino. En señal de posesión puso dentro,
para la guarda y beneficio, a un indio llamado Lorenzo, para que sea molinero. Todo pasó quieta y pacíficamente y sin contradicción
de persona alguna. Lo pidió por testimonio, siendo testigo Pedro Cáceres alguacil e Juan Caro e Juan Jufré, hijo del dicho
Jufré y lo firmó el dicho Cristóbal Varela.7
Este rico documento muestra el papel del molino como espacio de encuentro e interacción social en los primeros tiempos de
la conquista y colonización del Reino de Chile. En los tres siglos posteriores, esta tendencia se mantuvo vigente plenamente.
Los molinos tenían gran capacidad de atraer a los moradores, pues en torno a ellos se generaba una intensa vida social, económica
y cultural.
Molineros, albañiles, carpinteros, tejeros y canteros
Durante el periodo que cubre este estudio (1710-1845), los molinos eran, junto con los alambiques, los aparatos tecnológicos
más sofisticados usados en Chile. Los alambiques se utilizaban principalmente en el Corregimiento de Coquimbo para destilar
aguardiente y pisco; en cambio los molinos se extendían por todo Chile para asegurar el abastecimiento de la base alimentaria
de la población. El molino se encontró en el centro de la vida económica y social de Chile.
La molinería chilena, signada por un sistema combinado de molinos pequeños y medianos, planteó la necesidad de cumplir múltiples
funciones. Por lo general, el molinero era a su vez hortelano, viticultor y pastor. Por, sobre todo, el molinero era el artesano
encargado de realizar la operación del molino. Debía recibir los costales de trigo del cliente, y realizar la molienda; luego
debía entregar por separado los sacos de harina y de afrecho; además, debía la maquila. Por disposición del Cabildo de Santiago,
desde 1569, todos los molinos debían tener una balanza o romana para asegurar el control de pesos y medidas. Además, cada
molino tenía recipientes de cobre con las medidas de la época: un cuartillo, medio almud y un almud. De este modo, se podía
cobrar correctamente la maquila. Además, el molinero debía tener conocimientos de carpintería para asegurar el mantenimiento
del molino en condiciones operables: sierra, gurbia, escoplo, compás, barreta, martillo, yunque, entre otras. A ello sumaba
una azada para mantener limpias las acequias. También tenía dos o tres picos para mantener bien marcadas las estrías de las
piedras de moler.
Junto con el molinero, el oficial más importante era el carpintero. Su tarea consistía en manufacturar las piezas más delicadas
del molino: canaletas y compuertas, rodezno y palahierro, tolva y cajón. El rodezno debía tener las medidas adecuadas para
aprovechar la fuerza del agua, lo cual era muy variable según el caso. Además, tenía que ser capaz de encontrar buenas maderas,
resistentes al agua, tanto para el rodezno como para el palahierro. El funcionamiento permanente del molino generaba desgaste
de materiales. Por este motivo, el prestigio del carpintero dependía del tiempo de duración del equipamiento e instalaciones
del molino.
El albañil era otro partícipe importante de la trama molinera. Debía construir los edificios para el molino, incluyendo el
cárcavo donde se colocaba el rodezno y la sala superior, donde se instalaban las piedras de moler, la tolva y el cajón. También
tenía que diseñar y construir las acequias y reservorios. Debía calcular las pendientes del terreno para asegurar la circulación
del agua. Además, su tarea se completaba con la construcción de los edificios del molino, por lo general, con muros de adobe.
El tejero era el artesano especializado en producir tejas, las cuales se usaban para cubrir los techos de los molinos. En
las zonas más lluviosas, sobre todo desde Colchagua hacia el sur, era importante proteger las delicadas instalaciones molineras
con buenos tejados. Por este motivo, los tejeros tenían un papel relevante para prolongar la vida útil de las instalaciones.
Además, era importante preservar el trigo y la harina de la lluvia, pues se perderían los alimentos y el prestigio del molino.
De allí la alta valoración que tenía el maestro tejero.
Finalmente, el cantero era el maestro especializado en labrar las piedras del molino. Tanto la piedra solera como la voladora
eran labradas artesanalmente por el cantero. Para alargar la vida útil, las piedras –sobre todo la voladora– se protegían
con un cincho de hierro o de cuero. En el molino del capitán Diego de Herrera se registró el “cinchón de fierro con que está
circundada la voladora del dicho molino”.8
El nivel de desarrollo de estos cuatro oficios fue asimétrico en Chile. Los carpinteros y albañiles fueron muy visibles y
tuvieron presencia clara en los registros. En cambio, pocos artesanos se declararon como molineros o canteros. El censo de
1813 sólo detectó cinco molineros (todos en la provincia de Colchagua) y 22 canteros (16 en Petorca, cuatro en Quillota y
dos en Curicó). En realidad, varios artesanos dominaban estas técnicas y practicaban el oficio, pero este no constituía su
actividad principal; por este motivo, canteros y molineros estuvieron subregistrados en este censo.
Los albañiles, carpinteros y tejeros, en cambio, tuvieron mayor visibilización en el censo de 1813. En Petorca se registraron
23 carpinteros y un albañil; en Colchagua, 93 carpinteros, 21 albañiles y cuatro tejeros; en Quillota se detectaron 71, quince
y dos respectivamente; en Melipilla 47, 19 y cinco; en Talca 19, 18 y quince; en Curicó se anotaron quince carpinteros y nueve
albañiles. Naturalmente, estos oficiales prestaban servicios también en otros edificios como iglesias, viviendas y bodegas;
pero los molinos, con sus complejidades técnicas y su papel estratégico en la alimentación masiva de la población, fueron
un polo constante de demanda para los artesanos calificados y un estímulo permanente para el mejoramiento de sus técnicas.
No es casualidad que la mayor cantidad de artesanos especializados, sobre todo carpinteros y albañiles, se concentrara, justamente,
en la provincia que tenía más molinos (Colchagua). Con los tejeros sucedía algo parecido. Esta correlación se explica por
motivos específicos. El molino requería albañiles especializados por su mayor tamaño respecto a las construcciones comunes
que, con frecuencia, se levantaban en forma improvisada con ayuda de vecinos y amigos. El molino requería conocimientos técnicos
muy precisos sobre niveles, manejo del agua y formas de levantar edificios de al menos dos plantas. También era indispensable
el trabajo del carpintero para manufacturar sus piezas esenciales: palahierro, rodezno, compuertas y canaletas.
Finalmente, el elevado valor que tenía el molino dentro de la sociedad chilena determinaba el interés de sus propietarios
por preservarlo en las mejores condiciones posibles, lo cual los impulsaba a contratar a los maestros tejeros para cubrir
sus techos con las mejores tejas. Era la forma de proteger la inversión y prolongar su utilidad. Para comprender mejor la
obra de estos oficiales, conviene examinar con mayor detalle la forma de construcción de los molinos chilenos.
Los molinos y sus edificios
Los molinos hidráulicos formaban construcciones de notable impacto en el entorno rural. Como ha señalado Figueroa (2010), eran referentes del paisaje: servían para delimitar propiedades y orientar a los viajeros. Eran edificios relativamente
altos (cuatro y media varas), que sobresalían de la línea general de edificación: las viviendas y bodegas eran bajas, de una
sola planta. Además, las casas eran muchas veces construcciones rústicas, levantadas por manos aficionadas, con el trabajo
de los vecinos. Estas soluciones no podían usarse para construir los molinos, dado el valioso equipamiento que tenían en su
interior. Por ello, para levantarlos se solía contratar artesanos expertos: albañiles, carpinteros y tejeros especializados.
La planta del edificio del molino tenía forma rectangular. Las medidas más frecuentes eran quince varas de largo por cinco
de ancho. Hubo también molinos más cortos (ocho varas) y más largos (21 varas). También había molinos más angostos (cuatro
varas) y más anchos (siete varas). De todos modos, las medidas más usuales eran las ya indicadas de quince por cinco. La altura
era normalmente de cuatro y media varas, lo cual incluía las dos plantas que debía tener el edificio: una planta inferior
para el cárcavo donde se colocaba el rodezno, una planta inferior para las piedras de moler, tolva y cajón. Los edificios
de molinos resultaban altos y esbeltos, lo cual los convertía en referentes del paisaje. Los molinos eran las construcciones
civiles y laicas más altas del reino de Chile: sólo los superaban las iglesias y algunos edificios militares o gubernamentales.
Los muros del molino se construían de tierra cruda, por lo general de adobe. El espesor medio de las paredes del molino era
de tres cuartos de vara (60 centímetros). Los molinos de mayor calidad tenían las paredes revocadas por dentro y por fuera,
no así los molinos modestos. Se usaban vigas y tijeras de madera, con frecuencia de ciprés, canelo, lingue, patagua o algarrobo;
después de 1811 se comenzó a usar también el álamo. Por lo general se colocaba una viga a cada vara de longitud del edificio
y sobre las vigas se colocaban cañas de colihue o varillas. Los molinos de alta calidad eran cubiertos con tejas. Los más
modestos usaban techos de paja o de totora. El edificio del molino tenía puertas y ventanas de madera. Los vanos eran pequeños
para no alterar la firmeza de los edificios, sobre todo teniendo en cuenta que Chile es zona sísmica. Las puertas eran bajas,
con sólo dos y media varas de altura y las ventanas eran cuadradas, de una vara por lado; ambas de maderas blandas como patagua
o sauce. Las puertas tenían armellas y candados.
Los corredores flanqueaban los molinos por uno o ambos lados. Estos solían tener casi el mismo largo que la construcción principal.
Estaban sostenidos con horcones de espino o algarrobo y servían como espacio de trabajo para las actividades domésticas y
artesanales. Además, estos corredores laterales servían para amortiguar el impacto del sol del verano, lo cual mejoraba las
condiciones de confort térmico dentro del edificio. De ese modo, se mejoraban las condiciones de conservación del equipamiento,
el trigo y la harina, y la calidad de vida del molinero y sus ayudantes. Como ejemplo de estas construcciones, conviene examinar
un caso particular. Se trata del molino Guzmán, registrado en el Corregimiento de Colchagua. El inventario de bienes registró
cada una de sus partes en forma detallada: “Molino de pan: se pone por inventario un cañón que sirve de molino, su pared de
adobe de 14 ½ varas de largo y 4 ¾ varas de ancho, revocada por dentro y fuera, con 18 vigas aviadas de madera de ciprés,
con su clavazón de tarugos, cubierta de teja. Su corredor da vista a la cordillera de 2 ½ varas de ancho con 4 pilares y 11
viguetas, todo de madera de ciprés. Tiene de alto, la pared de dicho cañón 3 varas de alto.”9
El molino Guzmán estaba construido con gruesos muros de adobe, para protegerlo de las lluvias y mejorar las condiciones higiénicas,
las paredes estaban revocadas tanto en la cara exterior como en la interior. El techo estaba cubierto con tejas y se apoyaba
en vigas de madera de ciprés.10 El corredor contiguo daba frescura al molino. Se ubicaba en su costado oriental, para tener vista a los Andes, lo cual muestra
inquietudes estéticas y sensibilidad por la calidad de vida y la salud del molinero, su familia y sus clientes. Esta ubicación
permitía a los campesinos disponer de un espacio soleado en la mañana y fresco en la tarde, protegidos del calor del sol.
Este corredor servía como espacio para realizar actividades domésticas y encuentros sociales; su longitud era de ocho varas
de largo, poco más de la mitad del edificio principal, y su ancho alcanzaba dos y media varas, lo cual era suficiente para
instalar mesas y taburetes para comer y realizar tareas de la casa.11
Los edificios levantados para instalar los molinos seguían, mutatis mutandis, este patrón. A su vez, dentro de este sistema, había tres tipos distintos de molinos, con diferencias de calidad y costo.
En el segmento superior se encontraban los más similares al citado molino Guzmán; tenían techos cubiertos de tejas, paredes
revocadas y corredor. En un nivel intermedio, los molinos tenían techo de paja o totora y paredes sin revocar. En una categoría
inferior, se hallaban molinos de menores dimensiones, techo de paja y paredes sin revoque.
A fines del siglo xviii se introdujeron innovaciones importantes. Se comenzaron a usar cimientos de piedra para mayor fortaleza de los muros. Además,
los pisos dejaron de ser de tierra apisonada y se comenzaron a cubrir de ladrillos. La disponibilidad de nuevos materiales
permitió diseñar construcciones de mayor tamaño, y algunos molinos tenían 30 varas de longitud.
Zanjas y reservorios; compuertas y canaletas
El sistema de conducción del agua se realizaba a través de cuatro elementos fundamentales: zanja, reservorio, compuerta y
canaleta. A través de estas instalaciones se introducía el agua en la propiedad, se almacenaba en un lugar controlado y luego
se liberaba para accionar el molino.
La zanja o acequia servía para conducir el agua desde el canal exterior hasta el reservorio. El punto de conexión con el curso
público del agua era el herido. Para realizar esta conexión se requería autorización del Cabildo. Ello demandaba trámites muchas veces engorrosos porque
cada nuevo herido podía afectar los intereses de los demás molineros, así como también, las necesidades de agua para riego
o consumo humano. En algunos casos, estos heridos desencadenaban largos pleitos judiciales entre molineros y regantes, situación
común al espacio latinoamericano (López, 2002, p. 67).
Una vez captada el agua del canal público, debía atesorarse para el molino. Ello implicaba, en primer lugar, trasladarla desde
el borde de la propiedad hasta el reservorio. Para ello se debía construir la acequia, a veces muy larga, pues podía extenderse
por varias cuadras (una cuadra equivale a 125 metros). Este era un ducto clave pues, para mover el molino era necesario asegurar
la cantidad de agua. Por este motivo era preciso reducir las pérdidas por filtración o evaporación. Los buenos molinos revestían
esta acequia con piedra de río (cantos rodados) o de cal y ladrillo. Ello implicaba un alto costo, sobre todo cuando la longitud
de la acequia era extensa, pero los molineros priorizaban esta infraestructura para asegurar el funcionamiento del molino.
En algunos casos, estas acequias representaron inversiones importantes: en el molino de Juan José Herrera la acequia con pirca
y piedra de río se tasó en 350 pesos. Todavía mayor era la acequia de Ceciliano Álvarez. Esta tenía 600 varas de longitud
en dos tramos; el primero (252 varas de longitud) tenía tres varas de profundidad y tres de ancho; el segundo tramo (348 varas)
tenía una vara de profundidad y dos varas de ancho. Este canal se tasó en 741 pesos.12
La represa o reservorio también formaba parte de la infraestructura molinera. Estos estanques también requerían inversiones,
preferentemente revestimiento con piedra y barro. Para completar el cuidado del agua, los molineros trataban de cubrirla para
evitar la evaporación. Para ello se usaban encatrados con horcones de algarrobo o espino. Eran construcciones parecidas a
las que se utilizaban para sostener los parrones.
Las compuertas y las canaletas servían para completar el sistema de manejo del agua, estas eran normalmente de madera. Los
mejores molinos usaban compuertas con marco de maderas duras, como algarrobo o espino, con tablones de alerce o patagua. Las
canaletas se construían generalmente de madera, con tablas de alerce, ciprés o peumo. El molino Navarrete contaba con “un
canal de peumo viejo en 2 pesos”.13 El continuo flujo del agua desgastaba estas maderas, motivo por el cual se requerían constantes trabajos de mantenimiento
por parte de los carpinteros. Los mejores molinos preferían canaletas de piedra labrada.
Las fuentes entregan algunos detalles de estas instalaciones. En Colchagua, el molino Guzmán tenía “la acequia del molino
con su pirca; su largo de 8 cuadras (1 000 metros), con su cárcamo y encatrado; la canaleta con 10 varas de largo de madera
de ciprés; con su compuerta de ciprés bien tratada”.14 En el molino Arriagada la pirca tenía media cuadra de largo. Finalmente, el canal del molino tenía nueve y tres cuartas varas
de longitud.15
La observación del molino de Pañul también entrega datos de interés. La fuente se hallaba en el estanque mayor, el cual almacenaba
agua de la vertiente y de la lluvia. Una acequia de 80 metros de longitud lo conectaba con el reservorio propiamente dicho;
este tenía dos y medio metros de ancho por 25 de largo y 30 cm de profundidad. A través de una compuerta el agua se desplazaba
hacia el molino por medio de una canaleta llamada canoga. La canoga era de madera, y medía catorce centímetros de ancho por
cinco metros de largo. La posición de las instalaciones, en la ladera de un cerro de la cordillera de la Costa, facilitaba
el manejo del agua a través de los desniveles. Una vez utilizada para mover el molino, el agua regresa al curso natural para
llegar finalmente al estero Nilahue, a cuya cuenca pertenece.
Rodeznos y cucharaje
El rodezno era el punto de contacto entre la fuente de energía (agua) y el molino propiamente dicho. Era una rueda de madera
colocada en posición horizontal en la parte inferior del edificio (cárcavo). Para captar la fuerza del agua, el rodezno contaba
con cucharas de metal. En Chile, los rodeznos tenían seis cucharas, tal como se refleja, por ejemplo, en los molinos de Escobar
y de Suárez.
En efecto, tanto el molino Escobar como el molino Suárez tenían seis cucharas. Se trata de dos casos muy diferentes, por su
extracción social opuesta. Como se examina más adelante, José Escobar provenía del campo popular; comenzó su vida económicamente
activa con modestos recursos y logró progresar poco a poco, con el esfuerzo de su trabajo, hasta levantar su molino.16 En cambio Ceciliano Álvarez representaba a la incipiente burguesía de Chile; sus construcciones estaban a la vanguardia de
la arquitectura, con cimientos de piedra y suelo enladrillado; el edificio de su molino se tasó en 700 pesos y albergaba tres
molinos, tasados en 1 015 pesos; en conjunto su capital superaba los 50 000 pesos. Lo interesante en este caso es que los
dos molinos, de diferente nivel social, tenían el mismo tipo de rodezno con seis cucharas.17 Las fuentes también entregan datos de las cucharas: medían tres cuartos de vara cada una (60 centímetros).
Palahierros en Chile
El palahierro era el eje del molino y conectaba el rodezno con las piedras de moler. Era una pieza fundamental pues resultaba
indispensable para transmitir la energía. Se requerían maderas duras y resistentes al agua. En Chile se usaban palahierros
de madera de algarrobo o espino. Con el tiempo se comenzaron a usar también palahierros de bronce.
En las fuentes compulsadas, el registro del concepto palahierro más antiguo corresponde al molino de Francisco de Riveros
Figueroa, en la hacienda Marquesa la Baja (Corregimiento de Coquimbo, 1620). Allí se anotó el molino con palahierro, piedras,
canal, tolva y herramientas de carpintería como tenazas. En su entorno, este molino tenía viña, bodega, tres carretas y un
piño de 1 000 cabras.18 Poco a poco, los notarios se acostumbraron a usar estas palabras técnicas. El siguiente registro fue en la casa de Felipe
de Arce. Y luego se mantuvo en el tiempo, con varios registros en los siglos xviii y xix. El inventario de Arriagada menciona la presencia del palahierro.19 En el molino León también se registró esta palabra junto a otras: el inventario de bienes menciona “el palahierro que tendrá
seis libras”.20 El molino Guzmán tenía “dos palafierros, el uno intacto y el otro maltratado; 2 piñones; 3 picos”.21
El material del palahierro era de singular importancia. Se requería normalmente una madera dura y resistente al agua. Se usaron
en Chile palahierros de algarrobo y de espino. Al final del periodo se comenzaron a usar también palahierros de metal, principalmente
de bronce. Fue el caso del citado molino de Álvarez.
Las piedras de moler: solera y voladora
La acción de moler el trigo, propiamente dicha, se realizaba en la parada. La parada estaba formada por dos piedras con forma
cilíndrica. La inferior, llamada solera, permanecía fija; y la superior, denominada voladora o corredera, efectuaba el movimiento.
La solera servía de base, en la cual se depositaban los granos de trigo. Sobre ella ejercía la presión la voladora, de tal
modo que triturara los granos y se obtuviera la harina. La voladora tenía surcos o canaletas con orientación radial, llamadas
regatas. Estos surcos servían para desplazar la harina, una vez molida, hacia afuera.
Talladas en forma artesanal, las piedras del molino no tenían tamaño estandarizado. Sus medidas oscilaban entre 0.90 y 1.5
metros de diámetro, según se pudo observar en las piedras de molino conservadas actualmente. Ello coincide con las fuentes
documentales. En el molino Arriagada se registraron las piedras “voladora y solera, su ancho en círculo de 1 1/8 vara (0.92
m), una y otra muy gastadas”.22 El molino Guzmán tenía “la solera, con 1 1/8 vara de ancho”. 23 La dimensión original de esta piedra era similar a la anterior (92 centímetros de diámetro). En los molinos de Ceciliano
Álvarez una parada tenía un radio de 25 pulgadas y los otros dos juegos de piedras medían 32 pulgadas de radio (equivalentes
a 1.15 y 1.47 m de diámetro, respectivamente).24
El espesor de las piedras de molino variaba con el tiempo. Por lo general, las piedras nuevas, recién labradas, tenían media
vara de espesor (41 cm). Con el correr del tiempo, a medida que se desgastaba por el uso, la piedra se adelgazaba. El molino
Guzmán tenía “la voladora con 4 dedos de grueso”. 25 Estaba muy desgastada y ya había superado los límites de delgadez. Si originalmente se talló un cilindro de media vara, debió
trabajar muy intensamente para quedar en la mitad. Por su parte, la piedra solera de Cervantes tenía “¼ vara de alto”.26 Ello representaba una altura del cilindro de 21 centímetros, con lo cual, también muestra un desgaste importante. Las piedras
del molino de Pañul también entregan datos relevantes. Según declaró el molinero, las piedras del molino tenían originalmente
25 centímetros de espesor. Después de un siglo de trabajo, el desgaste de las piedras había reducido sensiblemente la altura
de estas piedras, para llegar a cerca de los diez centímetros en el registro realizado en 2017.
En la tasación de las piedras molineras, se tenía en cuenta su grosor. Por ejemplo, la solera del molino Sánchez por estar
muy gastada, se tasó en cuatro reales. El molino Guzmán-Maturana tenía un juego o par de piedras (solera y voladora) y otras
dos voladoras más de recambio. El notario tasó esas piedras en la forma siguiente: “una parada de piedras algo gastada en
35 reales; otra voladora nueva en 25 reales; otra voladora delgada en 6 reales”.27 Resulta notable la diferencia de precios. El factor diferenciador era el espesor de la piedra: de ello dependía la extensión
de su vida útil. Por este motivo, las piedras más delgadas tenían precios considerablemente inferiores.
Cuando las piedras de molino estaban en buenas condiciones, su valor era muy alto. Así se reflejó en el inventario del molino
Oliva “las dos paradas de piedra con sus cinchos de fierro, buenas, tanto sólo la solera trizada; tasamos ambas en $200”.28 En otro caso se tasó el conjunto de “tolva, cajón, palahierro, rodeznos y piedras en $200”.29 En el caso del emprendimiento molinero de Ceciliano Álvarez, este mismo equipamiento, incluyendo rodezno, palahierro, piedras
y anexos, se tasó en 1 015 pesos por los tres molinos, con un promedio de 338 reales por unidad.
En líneas generales se puede estimar que el juego de paradas (dos piedras, solera y voladora) podía oscilar entre 100 y 200
reales. Teniendo en cuenta que el salario mensual de un trabajador rondaba los cinco reales, se puede estimar que, para labrar
un juego de piedras para un molino, un cantero debía trabajar entre uno y dos años.
Las piedras de los molinos podían pesar cerca de una tonelada. Por este motivo, no se podía trasladar a lo largo de distancias
considerables, sobre todo en el Chile colonial, cuando no existían caminos carreteros de larga distancia y todo el transporte
debía realizarse en mulas. Por lo tanto, los molinos chilenos debían abastecerse con piedras talladas en canteras cercanas.
La demanda de piedras de moler generó un mercado específico, a partir del cual se puso en marcha un valioso grupo de artesanos
especializados en piedra labrada. Ellos tenían que abastecer con piedras de moler tanto a los 700 molinos de harina que operaban
en Chile al final del periodo colonial, como a los molinos de pangue de las curtidurías y los molinos para trapiches de minería.
Se generó así una tradición de maestros labradores de piedra que se adaptaba a las demandas de los distintos clientes.
Los molinos y su función social: el sistema de maquila (trueque)
Los molinos cumplieron una significativa función social porque prestaban servicios a los agricultores pequeños, medianos y
grandes de su zona de influencia. Los vecinos llevaban el trigo al molino para obtener la harina y pagaban en especie, con
un porcentaje llamado maquila. Este concepto acentuaba la función social del molino, al ofrecer servicio directo a los campesinos.
En el espacio hispanoamericano, la maquila era parte de la tradición del sistema general de funcionamiento del molino. Los
cabildos encargaban al fiel ejecutor la tarea de asegurar que se pagara el porcentaje acordado de maquila; para evitar estafas
y abusos, se controlaba el buen funcionamiento del sistema de pesas y medidas. Concretamente, el fiel ejecutor debía “pesar
la harina maquilada para comprobar su buen procesamiento. Después de esto debía atar los costales de harina y sellarlos con
cera para constatar la verificación” (López, 2002, p. 88). En las grandes ciudades, el molino tenía como principal cliente al panadero, encargado de elaborar el pan que servía para
abastecer los mercados urbanos. En México, “desde 1770 se estandarizó el cobro en 9 y medio reales por carga procesada, de
los cuales 4 reales correspondían al coste de la maquila” (López, 2002, p. 165).
En el Cono Sur, donde no había ciudades tan densamente pobladas, el sistema era un poco diferente, sobre todo en las zonas
rurales, donde los campesinos cultivaban el trigo, lo llevaban a moler al molino y recibían la harina para consumo doméstico.
De este modo se evitaban las maniobras de acaparamiento de los grandes molinos para obtener beneficios desde su posición dominante.
Basta recordar que, en la ciudad de México, desde 1725 “un par de molinos acapararon un porcentaje considerable del trigo
que se consumía en la ciudad. Conforme avanza este siglo la tendencia hacia la concentración del trigo se acentúa y a principios
del siglo alrededor de 50% del trigo que consumía la ciudad proveía de dos molinos” (Artís, 1986, p. 101). En Chile, el sistema de maquila, en cambio, representaba una modalidad descentralizada y a la vez limitaba la capacidad
oligopólica de los molinos.
El porcentaje que el agricultor debía pagar al molinero tuvo algunas variaciones. Originalmente, en el siglo xvi, el Cabildo de Santiago estableció un pago de uno y medio almud por fanega (un almud equivale a 8.625 kg). Ello representaba
un pago de 13 kg por cada 103.5 de trigo molido (12.5%). Esta decisión se puso en marcha en 1569 y se mantuvo vigente en el
tiempo, con pequeños cambios. Con el tiempo, a medida que se extendía la red molinera, los porcentajes de maquila tendieron
a la baja. En la década de 1840 se cobraba un almud por fanega, lo cual representaba una maquila de 8.33% (Gay, 1973, p. 51). Posteriormente, con el avance de los grandes molinos industriales, el papel de los molinos artesanales tradicionales quedó
acotado a zonas marginales, como en los bosques de Pañul. En estos lugares los molinos eran todavía escasos y apreciados,
motivo por el cual, en el valor de la maquila se mantuvo la proporción original de 12.5%. Así se pudo confirmar en el trabajo
etnográfico realizado en terreno.
En efecto, en las entrevistas realizadas a los artesanos de Pañul, el molinero informó que, tal como había ocurrido desde
el periodo colonial, el servicio del molino todavía se cobra en especie con el sistema de maquila. Por lo general, el productor
entrega un costal de 80 kilogramos de trigo al molinero. Este guardaba diez kilogramos en concepto de maquila. De los 70 kg
restantes, se obtenían 54 kg de harina y 16 kg de afrecho, que se entregaban al productor. O bien, por cada seis kilos de
harina molida, el molino se quedaba con 750 gramos. Así fue referido por el molinero de Pañul. Por lo tanto, la maquila representaba
12.5% del producto. En 2017 se mantienen las proporciones de 1569.
El cobro de la maquila aseguraba el funcionamiento del molino y contribuía a cubrir sus costos de operación y mantenimiento.
Los registros del molino Arriagada aportan datos al respecto. En el proceso sucesorio, el administrador de este molino declaró
que “las maquilas del molino las invirtió en costear palahierro y en su mantención”.30 A través de la maquila se realizaba la transferencia de recursos del sector agrícola al sector artesanal: con esos recursos
se pagaban los trabajos de carpinteros, albañiles, tejeros y molineros que construían y mantenían los molinos.
Chile y su red de pequeños y medianos molinos
Las grandes haciendas hispanoamericanas tenían molinos de grandes capacidades y elevados costos. En el virreinato de Nueva
España funcionaban molinos de alto valor de tasación. El molino de Santa Mónica, incluyendo el conjunto de la hacienda, se
valoró en 31 512 pesos a fines del siglo xvi (López, 2002, p. 54). “Un regular molino novohispano, como el de Ahuehuelica en Acatzingo, estaba valuado en unos 16 048 pesos, sin contar por
su puesto sus surcos de agua y su hacienda anexa” (Garavaglia, 1999, p. 198). Este modelo, de molinos grandes, no existió en Chile. Por contraste, en el reino de la frontera sur del imperio español
sólo había molinos micro, pequeños y medianos. Según los registros generales de la década de 1840, los molinos chilenos valían
entre 100 y 150 pesos (Gay, 1973, p. 52). En las fuentes compulsadas para la presente investigación se han detectado oscilaciones mayores, pero el concepto principal
se confirma: Chile no tenía molinos grandes, sólo pequeños y medianos.
De acuerdo con los registros notariales y judiciales, los principales molinos coloniales chilenos valían cerca de 1 500 pesos.
Ello incluía: a) 200 pesos por el juego de piedras solera y voladora con cincho de hierro; b) 200 pesos por el equipamiento de rodezno, palahierro, dado, cubo, tolva, cajón harinero, medidas de almud y medio almud,
y herramientas de carpintería; c) 300 pesos para la infraestructura hídrica, formada por acequia revestida en piedra, reservóreo de piedra y barro, compuerta
y canaleta de madera, y d) 700 pesos por un edificio de 18 varas de largo por seis de ancho y cuatro y media de alto, con cimientos de piedra, piso
enladrillado, muros de adobe de tres cuartos de varas de espesor, revocados y techos cubiertos de tejas y con corredores laterales.
También se levantaron molinos más modestos. Para bajar costos se diseñaban edificios más pequeños y livianos, con muros de
palizada y techos de paja o totora. Las acequias no tenían revestimiento y se compensaba la filtración con más trabajo de
mantenimiento. Se compraban paradas de piedras más pequeñas o usadas. El molino de Alejandro Sánchez se tasó en 35 pesos;
el de Santiago Andrade, tasado en 100 pesos y el de Juan Rivas valuado en 129 pesos.
Entre los molinos medianos, de 5 000 pesos, y los modestos, de 100 pesos, surgió una amplia gama intermedia. Los registros
notariales muestran la coexistencia de distintos molinos valuados en 250, 500 y 700 pesos de ocho reales. De este modo, la
molinería se consolidó como actividad transversal, al alcance de distintos sectores sociales. Además, los molinos abrieron
también el camino a la movilidad social.
Molinos y movilidad social
Dentro del sistema molinero general, coexistían dos tipos de establecimientos. Por un lado, estaban los grandes molinos, asociados
a órdenes religiosas o hacendados ricos. Eran los grandes protagonistas de la actividad y lograron consolidar el prestigio
de sus propietarios. En el virreinato de Nueva España, un caso emblemático de este liderazgo fue el molino de Santa Mónica
(López, 2002). Por otra parte, existieron también los molinos pequeños y medianos, asociados a capas subalternas de la sociedad. Dentro
de estos sectores, el papel del molino fue muy interesante porque sirvió para generar grietas dentro de las fuertes jerarquías
sociales del antiguo régimen colonial.
Los molinos se convirtieron en avenidas de ascenso social, tal como ocurría con las viñas y la arriería. En otra parte ya
se ha estudiado cómo, a partir de un origen modesto, los campesinos chilenos podían plantar viñas o prestar servicios de arriero
con sus mulas, para incrementar su patrimonio y lograr progresos relevantes en la escala social (Lacoste y Castro, 2013). En la presente investigación se ha detectado que los molinos harineros también funcionaron como canales de ascenso social.
En efecto, los campesinos chilenos observaron con interés el servicio molinero y, en algunos casos, se incorporaron al proceso
y lograron importantes ascensos sociales. Los casos de José Escobar y Pedro Aravena son ejemplos notables. Conviene examinar
brevemente sus historias de vida para comprender su movilidad social.
En el valle del Aconcagua, 20 leguas al noroeste de Santiago, nació José Escobar en la primera mitad del siglo xviii. Desde joven se dedicó a trabajar como arriero, sirviendo la ruta entre Santiago y Mendoza. Logró reunir un conjunto de diez
mulas, tres caballos y dos yuntas de bueyes; con estos recursos pudo practicar su oficio de transportista trasandino. Poco
después contrajo matrimonio con Tomasa Vivanzo, cuya condición era todavía más humilde: sólo pudo aportar al matrimonio como
dote un caballo manso y una petaca vieja. Con estos bienes se puso en marcha la nueva familia.
A partir de su trabajo, don José logró mejorar su patrimonio. Compró un pequeño terreno de siete y media cuadras, donde plantó
una viña de 40 hileras y una cuadra de largo (1 680 plantas). Tras la vendimia, pisaba la uva en un lagar de cuero. Además,
“durante dicho matrimonio levanté un molino de pan, el cual subsiste hasta hoy día, con sus puertas de madera bien acondicionadas
y su candado; dicho molino está corriente con su cajón de madera y la parada de piedras que corre. Más tiene dicho molino
por herramienta un par de picos, una sierra, una azuela, una gurbia, un compás, un escoplo y un azadón”.31
La vida de José Escobar fue un caso notorio de movilidad social. Con su trabajo de arriero logró reunir un pequeño capital,
luego se incorporó a las dos actividades que ofrecían posibilidades de ascenso social a partir de la cultura del trabajo:
la viticultura con lagares de cuero y la molinería.
El caso de Pedro Aravena es otro buen ejemplo de movilidad social en el Chile colonial. Sufrió el estigma de nacer fuera de
la institucionalidad matrimonial: fue hijo natural de José Aravena, con todo el peso negativo que ello implicaba en la sociedad
hispanoamericana. Sin embargo, se abrió camino. Se casó con la modesta Mercedes Opazo, la cual sólo pudo aportar como dote
quince terneras. Considerando los usos de la época, ello podía representar un valor de 70 pesos de ocho reales. Además, el
matrimonio engendró siete hijos. A pesar de sus escasos recursos originales y la elevada carga familiar, los contrayentes
se abrieron camino. Levantaron un molino en Nirivilo, con una casa de diez varas de largo por seis varas de ancho; lo cubrieron
con tejas e instalaron todo el equipamiento, incluyendo rodezno, piedras de moler y herramientas de carpintería. También plantaron
una viña de 8 000 plantas y cultivaron un huerto frutal. Después del fallecimiento de don Pedro, este molino se tasó en 500
pesos y el cuerpo completo de la propiedad llegó a 11 000 pesos.32
Entre Pedro Aravena y José Escobar se representan los campesinos excluidos y pobres de la sociedad colonial chilena, que lograron
ascender socialmente gracias a su oficio y emprendimiento. Uno en Curimón, valle del Aconcagua, y el otro en Nirivilo, valle
de Cauquenes, 400 kilómetros al sur. Uno de ellos sufrió el estigma de ser hijo natural; el otro carecía de bienes y debió
ejercer el sufrido oficio del arriero transandino. Pero ambos coincidieron en la voluntad de incorporarse a la vida económica
colonial a través de la viticultura y los molinos trigueros.
Conclusión
El molino harinero cumplió un papel significativo en el Chile colonial. Esta lejana capitanía del sur, con su escasa población
(inferior hacia 1810 a 500 000 personas), se convirtió en un notable polo molinero. Hacia el final del periodo colonial había
cerca de 700 molinos en Chile, y superaron los 1 200 en 1843. Estas cifras representan niveles muy altos respecto al resto
de América Latina.
La gran cantidad de molinos guardaba relación con la relevancia que tuvo el trigo en la economía chilena. Por su clima templado
y temprana organización sociopolítica e institucional, Chile fue el mayor productor de trigo de América del Sur desde mediados
del siglo xvi hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xix. Parte de esa producción se exportaba al virreinato de Perú, cuyas tierras se destinaban principalmente a la caña de azúcar.
El trigo servía también para abastecer el mercado interno, lo cual alentó la construcción de molinos hidráulicos en zonas
desvinculadas con la economía de exportación.
A diferencia de aquellas regiones en que se usaron molinos de viento y molinos de sangre (tahonas), en Chile se difundieron
los molinos hidráulicos de rodezno. La fuerza utilizada provenía de los ríos que nacían en la cordillera de los Andes y desembocaban
en el Pacífico. Las fuertes pendientes del terreno facilitaron el aprovechamiento de la fuerza del agua para mover los molinos.
Para ello se aprovecharon las acequias prehispánicas –allí donde existían– o se construyeron canales dirigidos a proveer la
fuerza hidráulica a los molineros. De este modo los chilenos lograron convertir una debilidad (su accidentada geografía, que
impedía disponer de caminos carreteros) en una fortaleza: la energía abundante para mover sus molinos.
No se vieron en Chile los enormes ingenios molineros que funcionaban en otras regiones de Hispanoamérica. Al contrario, los
emprendimientos eran relativamente pequeños y numerosos. Además, no operaron como enclaves, sino que se articularon con otras
actividades, generando encadenamientos productivos. Los molinos harineros conformaron paisajes biodinámicos, con pequeños
viñedos de entre 2 000 y 4 000 cepas, bodegas artesanales de 200 a 400 arrobas de capacidad, que conservaban el vino en diez
o 20 tinajas. En el Norte Chico, los molinos se asociaron también con las destilerías artesanales de pisco, que usaban alambiques
de cobre labrado. Además, en aquellas chacras y haciendas se cultivaban huertos frutales, que tenían también verduras, hortalizas,
cereales y lentejas. Completaban el paisaje los animales: caballos, mulas, bueyes de trabajo y ganado menor según el clima,
ovejas (sur) y cabras (norte).
Las redes de molinos tuvieron efectos invisibles pero relevantes en la vida social y económica del Reino de Chile. La enorme
producción de trigo generó una demanda constante del servicio de molinería, lo cual, a su vez, generó un espacio de desarrollo
de artesanos calificados, particularmente albañiles, carpinteros, canteros y tejeros. Ellos encontraron en los molinos, un
estímulo permanente para adquirir y perfeccionar sus competencias técnico-profesionales. Posteriormente, esos conocimientos
se trasladaron hacia otras actividades, como la construcción de infraestructura urbana y rural. Esos albañiles y carpinteros
lograron después, construir mejores casas, mejores bodegas para elaborar vinos y aguardientes; mejores tapiales para asegurar
cierres perimetrales de huertos frutales y corrales. El dominio técnico de la construcción en tierra cruda se convirtió en
parte del patrimonio chileno y de sus paisajes culturales.
Algunos artesanos lograron ascender socialmente, incrementar sus patrimonios e insertarse en la vida social y económica del
país. Personas de origen pobre o estigmatizadas por su ilegitimidad, lograron progresar con los molinos. Además, aportaron
a densificar la trama socioeconómica chilena. Igual que la viña, el molino fue un espacio transversal, en el cual participaron
distintos sectores de la pirámide social.
El molino funcionó como espacio de sociabilidad, especialmente importante en las zonas rurales, donde era menor el peso de
las iglesias y capillas. Allí llegaba el arriero con sus mulas para entregar los costales de trigo, a cambio de harina y afrecho.
En la espera, debajo del parrón o a la sombra de los corredores, se encontraban con el agricultor y el pastor, el pulpero
y el tendero. Y en los parrones adyacentes al molino, circulaban noticias y se construían lazos sociales y familiares. La
sociedad campesina chilena ganó en integración y espesor. Se hizo más fuerte y densa.
En el último tercio del siglo xix, las transformaciones del capitalismo determinaron la declinación del trigo y los molinos en la economía chilena. Este país
fue desplazado de los mercados por los nuevos productores, como Estados Unidos, Argentina, Australia y Nueva Zelanda. Chile
perdió relevancia en estas actividades. No obstante, quedó un legado. Los tres siglos trigueros y molineros modelaron la cultura
chilena, y trascendieron su propia época. Los molinos generaron un impulso que luego se transformó y asumió nuevas modalidades,
como la vitivinicultura y la fruticultura, que sí resultan visibles en la actualidad.