Palabras Clave: espacio atlántico; comercio Europa-América; reformas institucionales;siglo xviii; Islas Canarias
Direct Navigation from Canary Islands to America and Its Role in the Atlantic Commercial System, 1718-1778
Sergio Solbes Ferri[1], Canaria, Instituto Universitario de Análisis y Aplicaciones Textuales, Las Palmas, España, sergio.solbes@ulpgc.es
Palabras Clave: espacio atlántico; comercio Europa-América; reformas institucionales;siglo xviii; Islas Canarias
Palabras Clave: Atlantic system; Europe-America trade; Institutional reforms; 18th century; Canary Islands
Clasificación JEL: N730; N760
Hace más de una década, Acemoglu, Johnson y Robinson (2005) publicaron un estudio donde enfatizaban la transcendencia de las oportunidades generadas por el comercio atlántico para la formación de los Estados europeos. En concordancia con la corriente iniciada por North (1989), interpretaban dichas oportunidades como elementos fundamentales que impulsaban un cambio institucional necesario para alentar el desarrollo económico de Europa y, en consecuencia, la formación del Estado moderno. Esta teoría lleva a precisar que dichos cambios resultaron más sencillos y efectivos en aquellos países que previamente habían desarrollado instituciones no absolutistas que en aquellos donde no se produjo dicho fenómeno, tal es caso de España (Acemoglu et al., 2005, p. 572). Más allá de la completa asunción o no de estos argumentos, hemos querido referirnos a esta consolidada tendencia de análisis con el propósito dedestacar la oportunidad y el interés que ofrece la posibilidad de estudiar el sistema comercial atlántico desde esta renovada perspectiva.
En este sentido, resultan fundamentales los trabajos que propiciaron el desarrollo inicial de la tendencia a considerar el mundo atlántico como un todo integrado e institucionalmente organizado (Liss, 1983; Pietschmann, 2002; Stein y Stein, 2000). Pero queríamos subrayar en especial la actualidad y vigencia de lo publicado tras la formulación de la teoría de Acemoglu, Johnson y Robinson, tanto en la historiografía anglosajona como en la española (Benjamín, 2009; Elliott, 2007; Irigoin y Grafe, 2008; Kuethe y Andrien, 2014; Summerhill, 2008; Paquette, 2016). Las transformaciones económico-institucionales que trajeron consigo la integración del mundo atlántico por medio del comercio han sido objeto de estudio constante, pero aún son innumerables las posibilidades que proporciona a la historiografía un tema prácticamente inagotable. Si consideramos los estudios específicamente referidos al imperio español, observaremos que también reflejan la influencia de dicha tendencia (Delgado, 2003; Delgado y Fontana, 2007; Kuethe, 1999, 2013; Kuethe y Blaisdell, 1991; Pérez-Mallaína, 1982; Walker, 1979). Se admite, en consecuencia, la vigencia de un sistema comercial integrado (Martínez y Oliva, 2005) con el propósito de determinar la capacidad para aprovechar o desperdiciar las oportunidades surgidas en ambas orillas del Atlántico. La construcción del sistema en el siglo xvi y su posterior decadencia en el xvii (Oliva, 2005), más los propósitos reformistas del siglo xviii o la apertura hacia el libre comercio, han generado una abundante literatura (Delgado, 1986; Fisher, 1985; Inglis y Kuethe, 1985; Kuethe, 1999; Fontana y Bernal, 1987).
Para contextualizar más nuestro periodo de análisis, tendríamos que destacar que el aprovechamiento efectivo de dichas ventajas durante la primera mitad del siglo xviii es un tema de debate que sigue abierto y en proceso de renovación. De entrada, se plantea el asunto de si existe una verdadera prevalencia de la opción atlántica frente a la persistente orientación de la política dinástica –y del uso de los recursos pecuniarios– hacia el Mediterráneo italiano. Tras la paz de Aquisgrán de 1748, pero sobre todo después de la guerra de los Siete Años, parece claramente definida una reorientación radical de la política española hacia el océano, con sus consiguientes modificaciones institucionales y los inicios de cierta apertura de la actividad económica imperial hacia el libre comercio.
La transformación radical que representa esta última decisión –que gozó de una cierta prioridad historiográfica durante las dos últimas décadas del siglo xx–, se define como límite para el tiempo de unas concepciones políticas marcadamente mercantilistas e imperialistas que pudieron haber restringido tanto las posibilidades comerciales como la construcción de un nuevo espacio de desarrollo institucional. La decisión de impulsar una nueva etapa deexpansión económica basada en la generalización de los intercambios, siempre dentro del sistema imperial español, suele estimarse como generadora en tal caso de una activación económica lamentablemente tardía (Bernal, 1987; Delgado, 1986; Delgado y Fontana, 2007; Paquette, 2008). Por tanto, la pervivencia de una ordenación absolutista junto con la ausencia de instituciones representativas –o de mecanismos compensatorios que pudieron haberlas suplido en dicha función– habría impedido una reorientación más temprana de la política comercial española.
La historiografía española –y también la latinoamericana– han focalizado tradicionalmente su atención, al tratar esa etapa previa a la apertura comercial mencionada, en la reorganización llevada a cabo dentro del contexto de las actividades desarrolladas dentro del sistema monopolístico de la carrera de Indias y de la Casa de la Contratación, a partir de su traslado a Cádiz (Bernal, 1993; Bernard, 1955; Bustos, 2005; Chaunu, Chaunu y Arbellot, 1959; Crespo, 1996; García, 1980; García-Baquero, 1976; García-Mauriño, 1999; Heredia, 1989; Navarro, 1975; Ruiz, 1988; Acosta, González y Vila, 2003; Iglesias y García, 2017). Como vemos, el atractivo de la navegación a Indias dentro del marco institucional andaluz resulta tan poderoso para publicaciones con más de medio siglo de vigencia como para publicaciones recientísimas. Los trabajos publicados en las últimas décadas del siglo xx se orientaron fundamentalmente hacia el estudio del comercio y de los comerciantes integrados en dicho tráfico, mientras los publicados a partir de entonces manifiestan una mayor tendencia hacia el análisis del contexto institucional. Esta última idea se traduce en el estudio de las derivaciones y consecuencias del traslado de la Casa de la Contratación y las posteriores medidas dirigidas hacia la reordenación del tráfico con las Indias dentro del proyecto de 1720. Los cambios administrativosocurridos en este contexto tienen, por cierto, perfecta capacidad de integración en la gran reforma administrativa ocurrida durante la primera mitad del siglo para la reformulación borbónica de la monarquía hispánica (Dubet, 2015; Dubet y Solbes, 2016; González, 2016; Torres, 2015).
Llegamos así al caso de Canarias, un territorio de tránsito ineludible a través de los siglos para cualquier tráfico llevado a término dentro del mencionado espacio atlántico. Pese a que los estudios mencionados se han detenido en muchos casos en la necesidad de señalar las deficiencias derivadas del funcionamiento del sistema monopólico y las dificultades existentes para sustentar el renovado sistema gaditano con eficiencia, tanto la carrera oficial de Indias como la actuación de la Casa de laContratación, parece que todavía definen las relaciones comerciales entre España y las Indias. En algunas ocasiones, siempre comocomplemento a la constatación de las mencionadas dificultades, se pone de relieve la realidad de una creciente actividad situada al margen del monopolio, como es la gestionada a través de los mecanismos ofrecidos por los registros sueltos o las compañías de comercio privilegiadas (Walker, 1979). No parece, en el contexto descrito, gozar del predicamento debido a la mención, teóricamente imprescindible, de la posibilidad vigente a lo largo de todo el Antiguo Régimen de navegar directa y legalmente entre las Islas Canarias y América.
No tratamos un tema de estudio desconocido dentro de este ámbito historiográfico, por el contrario, el régimen de permisión canario recibió, desde muy temprano, una especial atención por parte de la historiografía regional (Bethencourt, 1991; Morales, 1955; Peraza, 1977; Rumeu de Armas, 1947). Podría afirmarse incluso que la alta calidad de estas primeras publicaciones influyó en las siguientes generaciones de historiadores para transmitir la idea de que lo fundamental ya estaba hecho y que resultaba difícil de superar. Con todo, el tema del comercio canario y de su relación con América continuó como referente para lainvestigación durante las siguientes décadas. Ello permitió la aparición de diversos estudios relativos con el comercio y los comerciantes, especialmente con la regular celebración de los coloquios de historia canario-americana muy fortalecidos durante estos años por el trabajo y el carácter de los profesores Morales Padrón, Bethencourt Massieu y Martínez Shaw (García, 1982; Guimerá, 1977, 1982; Guimerá y Delgado, 1992; Macías, 1987; Minchinton, 1990; Ortiz de la Tabla, 1977; Suárez, 1977, 1980). También se ha escrito bastante sobre la organización institucional del comercio canario, aunque situando en buena medida el foco de interés sobre los efectos derivados de la compleja integración de Canarias dentro del espacio del libre comercio (Bernal, 1987; Kuethe, 1998; Macías, 1987; Martínez, 1991; Valbuena, 1982).
En cuanto a la atención prestada a la actividad puramente comercial, resulta llamativo el hecho de que se haya estudiado con bastante más detalle el tema de las exportaciones canarias a América que el del comercio de retorno. Por nuestra parte, entendemos que las inmensas posibilidades que ofrecía el permiso canario, en su doble trayecto de ida y vuelta para participar en la relación Europa-América dentro del sistema comercial atlántico, resultan bastante más determinantes para la evolución de la economía canaria que la mera influencia directa que dichos tráficos pudieran ejercer sobre su sector productivo en función de las exportaciones. Y, sin embargo, el cambio en la dinámica historiográfica que hemos destacado desde lo comercial hacia lo institucional no se ha aprovechado para una correcta renovación de la historiografía canaria. Tan sólo se ha avanzado algo en el conocimiento de la fiscalidad aplicada sobre dicha actividad comercial como parte de la esencia de los privilegios canarios y de su participación en el desarrollo de los Estados fiscales del siglo xviii (Solbes, 2009, 2014a, 2014b y 2016).
Por todo ello, las motivaciones del presente trabajo podrían resumirse en tres: la primera trata de reivindicar la trascendencia de la conservación institucional durante la mayor parte del siglo xviii de un régimen específico que permitía la navegación directa entre Canarias y las Indias; la segunda se refiere a la oportunidad de valorar las posibilidades económicas derivadas de la inserción de Canarias dentro del sistema atlántico, y la tercera hace hincapié en la importancia del tráfico de retorno de productos coloniales a través de Canarias como vía legítima para su entrada en Europa. Se trata, en definitiva, de estudiar las bases institucionales redefinidas por la administración borbónica para ordenar el tráfico canario, tratando de poner en valor tanto su aportación al desarrollo económico del archipiélago como las consecuencias derivadas de su integración en el sistema comercial atlántico.
El estudio del periodo comprendido entre el final de la guerra de sucesión a la corona española y el proceso de introducción del libre comercio, que es el que estrictamente nos ocupa, presenta la ventaja de hallarse claramente delimitado –también para nuestro caso regional– por la publicación de sendos reglamentos para la regulación del tráfico comercial indiano. Partimos de la proclamación del reglamento del comercio de Canarias de 1718, con el que el nuevo Estado borbónico pretendió impulsar una clara reordenación administrativa para la gestión de los antiguos privilegios territoriales canarios. De este modo, los isleños pudieron conservar su larga tradición mercantil, pero siempre dentro de un marco institucional perfectamente delimitado en suscircunstancias y condiciones. Asimismo, nuestro periodo de análisis concluye con la publicación del reglamento de 1778 para el libre comercio que, tal como mostró la historiografía regional, perjudicó al régimen de permiso. Aunque la aparición del libre comercio se vincula con un crecimiento económico generalizado para toda España, que pudo haber sido indirectamente benéfico para Canarias, de hecho, se ofrecían a otros enclaves portuarios nacionales unas posibilidades de navegación y de integración con los mercados indianos muy similares a aquellas que los habitantes del archipiélago canario disfrutaron hasta entonces enrégimen de exclusividad.1
Nuestra base documental la constituyen los expedientes fiscales y las cuentas generadas por la Tesorería General de las Islas Canarias para su remisión, con vistas a su intervención, al tribunal de la Contaduría Mayor de Cuentas de Madrid. Dicha documentación se encuentra fundamentalmente localizada en el Archivo General de Simancas (sección Tribunal Mayor de Cuentas, legs. 3719-3728). La documentación es muy ilustrativa para nuestro caso, porque la excepcionalidad del régimen de navegación debía ser convenientemente compensada al monarca por los vasallos beneficiarios mediante alguna contrapartida fiscal; no obstante, las cargas abonadas por estos buques debían mantenerse dentro de un terreno moderado que sostuviera la idea del privilegio. El caso es que los navíos de las Indias tendrían que someterse a los registros pertinentes y tributar convenientemente ante la Real Hacienda, lo que genera una documentación que informa –con todo lujo de detalles– sobre el volumen de los tráficos, puertos de destino, mercancías transportadas, patronos y dueños de las embarcaciones o fiadores. Trataremos de extraer de ella el máximo rendimiento posible.
El régimen de la navegación con las Indias, propio y particularizado de las Islas Canarias, es parte fundamental del sistema fiscal privilegiado otorgado al archipiélago tras su conquista e inserción política en el contexto de la monarquía española (Solbes, 2014a, pp. 152-154; 2014b, pp. 145-147; Solbes, 2016, pp. 117-123). El tradicional régimen fiscal canario estuvo basado en la ausencia de contribuciones personales e impuestos sobre el consumo, junto con una reducida imposición aduanera sobre el tráfico comercial de sólo 6% ad valorem y en la mencionada autorización para el tráfico directo con América, con una reducción aduanera suplementaria que llega hasta 2.5% (Aznar y Ladero, 1980, pp. 77-108; Solbes, 2009, pp. 29-33). La esencia del privilegio pudo justificarse perfectamente durante la primera mitad del siglo xvi como estímulo para lograr la repoblación y el desarrollo económico del territorio.2 Así, aún con la progresiva consolidación de los tráficos intercontinentales entre España y las Indias, en ningún instante se consideró la opción de impedir la navegación directa desde Canarias. La evolución de los tiempos obligaría, sin embargo, a reglamentar institucionalmente dicha opción a raíz de la consolidación del sistema de flotas como forma de organización de la carrera de las Indias (1564-1567). Con todo, los canarios conservaron sus privilegios y la posibilidad de navegar hacia América sin pasar por Sevilla durante todo el Antiguo Régimen, mientras el juzgado de Indias hispalense enviaba delegados a las islas a intervenir en la concesión de los registros para mantener dicha actividad regulada y situada bajo su control. La crisis de la monarquía española en el siglo xvii y la realidad de unos gobiernos lanzados a la búsqueda desesperada por conseguir recursos, complicaron la defensa de unas prerrogativas fiscales ahora más cuestionadas. Para garantizar la conservación del privilegio hubo que otorgar compensaciones, lo que se tradujo en limitaciones sobre la libertad absoluta de los tráficos y en ligeros pero continuos incrementos de la presión fiscal. Por tanto, la navegación canaria a las Indias pudo alcanzar el siglo xviii con toda una tradición normativa sobre sus espaldas, la cual fue sometida a un proceso de reordenación destinado a modificar sus características básicas, y establecer las nuevas condiciones de su aplicación. Se intentó al mismo tiempo maximizar la utilidad económica que el rey pudiera extraer del mantenimiento de la concesión (García, 1982, p. 756; Peraza, 1977, p. 101).
La oposición de los cargadores sevillanos había arrancado de Felipe II (1566) la opción de establecer en los puertos canarios “jueces de registro” dependientes de Sevilla, con la capacidad legal para efectuar registros, denunciar contrabandos, embargar mercancías y sancionar a los infractores. Sucesivas instrucciones normalizaron el alcance de sus funciones en relación con el despacho de las embarcaciones e introdujeron las primeras limitaciones sobre el tonelaje exportable –vinculadas a la capacidad productiva real de la economía canaria estimada en 600 a 1 000 toneladas por año–, más la habilitación expresa de unos puertos de destino en América siempre alejados de la ruta de las flotas. En los años finales de Felipe IV, las funciones de control y justicia fueron concentradas y transferidas a un juzgado superintendente de Indias (1657), subordinado al juzgado de Indias sevillano (Peraza, 1977, pp. 307-314; Rumeu de Armas, 1947, t. i, pp. 276-333 y t. iii, pp. 614-679). Un juez único, residente en Santa Cruz de Tenerife, con subdelegados en Gran Canaria y La Palma, concentró las facultades para registrar, dar guía, licencia y despacho de salida a los barcos (Peraza, 1977, pp. 80-81). El maestre de la nave quedaba encargado de solicitar visita y registro ante el escribano del juzgado, con el fin de mostrar su condición de natural para depositar las correspondientes fianzas y declaraciones juradas que garantizasen tanto la nacionalidad de la embarcación como de la marinería y de la carga transportada, trasunto de las Actas de Navegación británicas dictadas por esta misma época; asimismo, tuvo que hacer frente al abono de sus obligaciones fiscales (Morales, 1955, pp. 111-112).
La coyuntura bélica propia de España a comienzos del siglo xviii propició, paradójicamente, un tiempo de escasas novedades en las Islas Canarias, muy alejadas del ruido y circunstancias del conflicto sucesorio. Las reformas llegaron más tarde cuando, una vez finalizada la guerra y consolidada la nueva dinastía, Felipe V optó por imponer la nueva planta administrativa diseñada para el conjunto de sus territorios (Dubet, 2015). Fue especialmente entre 1716 y 1721, durante la etapa de Alberoni, cuando Canarias asumió la necesidad de adaptarse al mencionado proceso de reordenación política y administrativa (Kuethe, 2013). En dicho contexto, los canarios conservaban la ventaja de su apoyo a la causa borbónica, lo que anulaba cualquier posibilidad de imposición forzosa de las reformas. Pero tampoco por ello iban a quedar al margen del proceso activado (Solbes, 2014a, pp.141-145).3
Como dijimos, el nuevo orden no pasaba tanto por alterar los privilegios territoriales vigentes como por organizarlos mediante una administración más centralizada, regulada y estable. Dentro del contexto relativo a la gestión de rentas, el gobierno de la monarquía iba a disponer de un mayor margen de actuación sobre la imposición indirecta y los monopolios (González, 2016, pp. 58-64). Por eso, también en este caso, la reforma incide específicamente sobre la renta de aduanas (se crea la figura de un nuevo administrador de rentas generales por real decreto de 19 de febrero de 1716) y del estanco del tabaco –que recupera el monopolio de manos de sus antiguos arrendadores y establece un nuevo administrador del tabaco por real cédula del 11 de abril de 1717–, para proceder a la implantación progresiva de la administración directa en ambos casos. En cuanto a la gestión de caudales, se establecía una Tesorería General de las Islas Canarias (1718), situada bajo el control de un intendente, un tesorero y un contador, directamente dependientes de la vía reservada de la Secretaría de Hacienda. Su objetivo fundamental era separar el control de caudales de manos del capitán general de Canarias, quien lo había ejercido hasta entonces como superintendente de rentas reales (Solbes, 2010).
La posibilidad de seguir navegando a las Indias no se altera en este contexto, incluso podría verse potenciada en función de los conceptos mercantilistas dominantes, pero debía inscribirse en un nuevo marco institucional normativo, riguroso y perdurable. Es el propiciado por la publicación del 6 de diciembre de 1718 de un Reglamento y Ordenanza sobre el comercio de las Islas de Canaria, Tenerife y La Palma en las Indias (García, 1982, pp. 757-792; Guimerá, 1986, pp. 353-435; Molina, 1978, pp. 67-83; Ortiz de la Tabla, 1977, pp. 5-18; Suárez, 1977, pp. 45-91). Sus principales contribuciones al nuevo orden fueron confirmar la licencia al cuerpo del comercio canario para viajar a las Indias al margen del Consulado gaditano, potenciar la autoridad del juez de Indias y consolidar la tendencia hacia la concentración del movimiento de buques en el puerto de Santa Cruz de Tenerife.
El permiso de navegación se mantuvo condicionado en su orientación hacia unos mercados indianos específicos, relativamente desabastecidos y situados al margen de la ruta oficial de las flotas, con una fuerte demanda de productos nacionales, además del conocido interés de los mercados europeos por sus productos de retorno. Cuatro de estos puertos se ubicaban en las Islas de Barlovento (San Cristóbal de La Habana, Santo Domingo de La Española, San Juan de Puerto Rico y Trinidad de la Guayana), uno más en Tierra Firme (San Francisco de Campeche) y otros tres en la provincia de Venezuela (La Guaira, Cumaná y Maracaibo). Realmente, las opciones para la navegación canaria pueden simplificarse aún más, puesto que La Habana, Campeche y La Guaira concentraron 95% de los tráficos. El resto se reparte entre los cinco puertos que podríamos denominar menores.
El tráfico autorizado quedaba definido como el realizado en una nave fabricada en los astilleros nacionales (insulares, peninsulares o criollos), que hubiera solicitado y recibido licencia del juez de Indias para su admisión al tráfico indiano. Podía cargar hasta un máximo de 1 000 toneladas anuales con destino a América compuestas exclusivamente por frutos de la tierra (García-Baquero, 1976, pp. 166-170).4 En caso de no hallarse suficientes navíos nacionales, se podían habilitar los navíos extranjeros de naciones no enemigas, pero abonando, en este caso, los correspondientes derechos de extranjería. Además, la real cédula del 18 de noviembre de 1737 autorizó recurrir a tripulantes extranjeros neutrales en el caso de no encontrar suficientes naturales.
Asimismo, el reglamento de 1718 confirmaba la imposición de los tradicionales derechos fiscales sobre la carga transportada, de modo que, aunque se iba a experimentar un fuerte incremento de los trámites burocráticos, aún hablamos de una tributación reducida. El contador de la tesorería insular asistía al registro de los buques de las Indias junto con los empleados del juzgado de Indias: el primero guardaba en su poder el producto de lo recaudado y los últimos otorgaban licencia para la navegación. A la salida de Canarias, se abonaba 2.5% del valor de la carga por derechos de almojarifazgo, más la regalía para las escribanías de registro (25 pesos por 100 ton), la contribución de los maestres al Real Seminario de San Telmo de Sevilla (14 reales plata por ton) y, desde 1737, los derechos correspondientes al recientemente creado real almirantazgo. También debían someterse al pago de compensaciones derivadas del derecho de familias, para el caso de no llevar emigrantes a bordo (1 500 reales de vellón por 100 ton), y las del derecho de extranjería (33 reales plata por tonelada a los buques franceses en uso; 100 reales plata por tonelada a los incorporados a partir de esa fecha) (Fariña, 2002; Jiménez, 1998; Ortiz de la Tabla, 1977; Suárez, 1980). La cuantía media para dicha tributación durante la mayor parte del siglo xviii se ha estimado en 11% del valor de la carga (Solbes, 2009, pp. 190-208). A la entrada de los puertos habilitados en las Indias, se contribuía por concepto de almojarifazgo a razón de 5% del valor de la carga, más un recargo de 2.5 % para la Armada de Barlovento y, en La Habana, 25 pesos por pipa por concepto de sisas. Tras el tornaviaje y en la entrada obligada en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, debía exigirse a los productos de retorno la exacción por concepto de tabla mayor de las Indias, equivalente a otro 5% sobre el valor del dinero o de la carga transportada. Por último, en el caso de proceder a la salida de los géneros indianos hacia Europa, se debía obtener un nuevo registro de salida y abonar la regalía de las escribanías de registro más los derechos de frutos de las Indias, equivalentes en este caso a 2% del valor de la carga, deducible sobre los derechos de entrada en puertos nacionales (Solbes, 2009, pp. 212-217).
El propio reglamento presenta un listado de tarifas concretas aplicables sobre los géneros comúnmente transportados y que debían servir como referencia, el resto se ajustaba a la normativa general. Esta circunstancia nos permite conocer y valorar cuáles son los principales tráficos. Se disponía, por ejemplo, que a su llegada a América se abonasen 22.5 pesos por pipa de vino o aguardiente y 11.25 pesos por pipa de vinagre, lo que manifiesta la clara preponderancia de esos productos en las exportaciones canarias. Para confirmar este aserto, la real orden del 6 de marzo de 1758 autorizó la posibilidad de transportar vinos y aguardientes procedentes de otros puertos nacionales –mallorquines y, en menor medida, catalanes– con el fin de mantener constante el tráfico de salida (Peraza, 1977, p. 112; Suárez, 1977, p. 48). Para el tráfico de retorno, se prohibía expresamente la posibilidad de traer perlas y tintes como la grana y el añil; el tabaco y los metales preciosos, protagonistas iniciales del tornaviaje, estaban sometidos a severas restricciones derivadas, en el primer caso, de su inserción en el marco del estanco general español y, en el segundo, de la posibilidad de introducir sólo moneda amonedada (pesos de plata) en la proporción necesaria para pagar a la tripulación, los derechos reales y 50 pesos de beneficio por tonelada. Los otros coloniales específicamente detallados en esta misma normativa son el azúcar, el cacao (exento de tributos por real orden de 22 de diciembre de 1720; abonaría 23 maravedíes por libra a su entrada en Cádiz), el palo-tinte de Campeche (24 reales por quintal) y los cueros curtidos o al pelo.
El contenido del reglamento no se modificó en lo esencial durante el resto de la centuria, pero eso no significa que las condiciones para el tráfico canario se mantuvieran incólumes pues, de modo indirecto, el privilegio iba a verse constreñido por modificaciones dispuestas sobre el tráfico indiano dentro de un contexto general. Antes de la aparición de los primeros decretos de libre comercio, hubo dos importantes novedades en relación con los tráficos comerciales entre España y América que magnifican, de algún modo, el alcance de la concesión canaria y la sorprendente modernidad de un sistema de navegación con dos siglos de tradición. Hablamos, por una parte, de la autorización para el tráfico de registros sueltos desde Cádiz que, entre 1739 y 1778, llegaron a representar 79.5% del comercio colonial (García-Baquero, 1976, p. 173). Y, por otra parte, asistimos simultáneamente al progresivo establecimiento de compañías privilegiadas para el comercio con América, como la Guipuzcoana de Caracas (1728), la de Galicia en Campeche (1730), la de La Habana (1740) o la de Barcelona (1755-1756), que recibía la posibilidad de comerciar con Santo Domingo, Puerto Rico, Margarita y Cumaná (Gárate, 1994, 1999, pp. 392-414; Morales, 1990, pp. 645-672; Oliva, 1987). Se impulsaba, en definitiva, el método de navegación particular de Canarias y el tráfico con todos los puertos de destino usualmente visitados por los habitantes del archipiélago, incluso aquellos que hemos calificado de menores y que fueron asignados a la compañía de Barcelona. La competencia de los registros sueltos y de las compañías de comercio impidió la realidad del monopolio canario: la Compañía de La Habana llegó a expulsarlos del mercado del tabaco cubano, mientras que la Compañía de Caracas y la de Barcelona representaban una alternativa recurrente dentro del mercado del cacao venezolano.
De todos modos, el final de la etapa gloriosa del régimen de la permisión necesariamente tenía que venir asociada a la extensión generalizada de los principios del libre comercio. La publicación del real decreto e instrucción del 8 de noviembre de 1765,abolía varios derechos gaditanos y autorizaba a diversos puertos de la España peninsular para el comercio directo con las islas de Barlovento, La Habana, Santo Domingo, Puerto Rico, Margarita y Trinidad. Esto significaba que, aun obviando el caso de los mercados menores, uno de los destinos prioritarios de los canarios –La Habana– resultaba afectado por la disposición. Muchos mercaderes peninsulares podrían actuar a partir de entonces en este mercado y sobre la base de un régimen fiscal equivalente –e incluso más favorable– al tradicional canario, y conservar en exclusiva la ventaja de unos fletes más reducidos y el antiguo conocimiento de los mercados.
El decreto del 5 de julio de 1770 extendió la normativa antedicha al puerto de Campeche, de modo que fueron dos de tres los destinos afectados; la exclusividad quedaba reducida a La Guaira y, aun allí, en competencia con las compañías privilegiadas. La inmediata reacción de los organismos de gobierno y de las fuerzas vivas de la sociedad canaria propició la publicación de la real cédula del 24 de julio de 1772, que conseguía, como mal menor, incorporar al puerto de Santa Cruz de Tenerife al ámbito de imposición de las nuevas ventajas fiscales. Teóricamente, el cuerpo del comercio tinerfeño podría escoger entre ambas fórmulas, de tal modo que su opción decidida por la más novedosa, nos confirma el hecho de que sus prerrogativas resultaban por aquel entonces superiores. El proceso descrito culmina con la publicación del real decreto del 2 de febrero de 1778, al que acompaña el reglamento del 12 de octubre de 1778, que extiende el libre comercio a Buenos Aires y, desde 1780, a la provincia venezolana (aunque el decreto no se firmó hasta 1789). Para dar por concluida la vigencia del permiso canario, podemos escoger el momento en que, por la real orden del 11 de enero de 1779, se traspasan al administrador de rentas generales las facultades para la autorización e inspección de los navíos, en detrimento de un juzgado superintendente de Indias completamente despojado de sus funciones en la práctica.
Las muy escasas posibilidades derivadas del sistema de navegación tradicional quedaban restringidas a los puertos de Gran Canaria y La Palma, desde donde se podría seguir viajando a los tradicionales puertos indianos, en los que ahora confluirían con un buen número de comerciantes peninsulares. La ruta directa desde estas islas fue autorizada tras la publicación de la real orden del 26 de noviembre de 1770 y revocada posteriormente por la real cédula del 9 de mayo de 1779, dentro del contexto de la concesión del libre comercio. La actividad comercial desarrollada durante este pequeño lapso resultó, en todo caso, intrascendente.
Hemos podido construir una relación bastante compacta de los navíos que participaron del permiso canario a partir de 1720 –con defectos de presentación, que mejoran en los inicios de la década 1730– y hasta que el libre comercio desvirtuó sus funciones (véanse cuadros 1 y 2). Vamos a dividir su análisis en dos grandes apartados, tratando de diferenciar el tráfico de ida y vuelta Canarias-América, englobado dentro de los límites estrictos de la permisión, de la posterior actividad mercantil relacionada con la reexportación de coloniales hacia Europa, fuera de dicho marco normativo, pero consecuencia evidente de las oportunidades creadas.
Durante los 60 años comprendidos en nuestra serie completa (1720-1779), partieron desde Canarias hacia América exactamente 265 barcos, que transportaron 36 320 toneladas de mercancías al Nuevo Mundo (véase cuadro 1).5 El permiso autorizó un máximo de 60 000 toneladas, de modo que nuestra primera observación es que los canarios no explotaron a fondo las posibilidades que el sistema ofrecía. Ello se debió a la presencia de diferentes coyunturas que contrajeron puntualmente los tráficos: el cénit de la actividad se sitúa en la década de 1730, y se mantiene en niveles destacables hasta 1770; los años en que las cifras quedaron muy por debajo de lo autorizado se ubican por tanto al principio y al final de nuestra serie.
Los años veinte reflejan las dificultades generadas por la puesta en marcha de la nueva administración, la falta de navíos (se recurría sistemáticamente a barcos franceses) y el efecto de desastres naturales como el huracán que asoló las islas en 1723. Hasta los inicios de la década de 1730 no se alcanzan, como decimos, los niveles máximos de desarrollo comercial que son consecuencia de la estabilidad política internacional y de la posibilidad de combinar tanto las relaciones tradicionales con el comercio británico como la intermediación en el transporte del tabaco cubano a Cádiz.6 Ninguna de estas variables se mantuvo durante la siguiente década pues, a la ruptura derivada de la guerra con Inglaterra, se suma la creación de la Compañía de La Habana y su asunción del monopolio del transporte tabaquero, lo que impuso a los canarios una reorientación de los tráficos hacia otros destinos y géneros. Los años cincuenta ofrecen características similares a la década anterior, hasta que una nueva etapa de conflicto, relacionada con la participación española en la guerra de los Siete Años, la toma de La Habana en 1762 y la pérdida de hasta ocho registros canarios, provocaría una importante contracción del tráfico comercial. No obstante, se lograrían recuperar los valores anteriores con un gran esfuerzo que representa el canto del cisne para el comercio canario. Como puede observarse, los primeros decretos de libre comercio no causaron una inmediata contracción de las actividades, pero la incorporación del puerto de Santa Cruz a la nueva ordenación institucional resultó determinante. El negocio de Gran Canaria y La Palma con La Guaira se mantuvo, pero sin ninguna posibilidad de sustituir el tráfico perdido o aproximarse a los niveles anteriores.
De los puertos de destino habituales, La Guaira fue el principal puerto en el conjunto de la serie en función de la carga transportada (38%), pero La Habana fue el puerto que más barcos recibió (41%); Campeche se sitúa siempre como una tercera alternativa, y experimentó una etapa de cierto esplendor durante el periodo de 1736-1745. Los destinos menores reciben 10% del tráfico, pero sólo 4% del tonelaje porque hacia ellos navegan los barcos de menor tonelaje (menos de 70 toneladas) (véase cuadro 1).
Como ya hemos avanzado, la autorización dada en 1758 para la adquisición y transporte de aguardientes en Mallorca y Cataluña ratifica el argumento de que el vino, el aguardiente y el vinagre constituyen la quintaesencia del tráfico de exportación canario. Así, la presunta decadencia de los cultivos vitivinícolas como consecuencia del fin de los tráficos con Inglaterra que habían sustentado el sector durante el siglo anterior (Bethencourt, 1991), no tendría efectos visibles sobre el tráfico indiano gracias a la mencionada autorización. De hecho, disponemos de noticias indirectas que permiten sospechar que la tributación por salida de los navíos podía simplificarse en la práctica multiplicando la capacidad de carga del buque por el derecho dispuesto sobre vinos y aguardientes. En la teoría –y en buena medida en la práctica– los registros salen de Canarias cargados de los caldos de la tierra.
Dicho volumen de mercancías transportadas de Canarias a América se ha podido estimar en 6.9% de lo trajinado desde Cádiz, pero si consideráramos la posibilidad de que toda la carga estuviera compuesta por caldos, dicho porcentaje se elevaría hasta 45% del total gaditano, una cifra muy significativa (Solbes, 2009, pp. 167-168). No parece que las quejas de los productores andaluces fueran en vano. La historiografía regional destaca, además, el efecto de atracción que el tráfico legal ejercía sobre mercaderes y capitales extranjeros dedicados a la exportación ilegal de manufacturas hacia América (Guimerá, 1982). Las noticias que proporcionan las fuentes oficiales para confirmar o desmentir dicho aserto son, como puede suponerse, insuficientes.
En el viaje de retorno, las mismas naves registradas debían dirigirse obligatoriamente al puerto de Santa Cruz de Tenerife, para evitar que volvieran más de las que habían partido o más tonelaje de arqueo que el desplazado a la ida. A partir de este punto, debemos considerar la posibilidad de una eventual reducción del tráfico por casos de desastre natural, impedimentos derivados del desgaste de la embarcación, retorno a destinos diferentes –por caprichos de la navegación o la voluntad de los patronos– o cualquier otra circunstancia que impidiera el tornaviaje. El número de navíos retornados que tenemos registrado es de 213 unidades –42 menos de los que partieron–, es decir, uno de cada cinco o seis navíos no regresaron. Sin embargo, la trascendencia del dato se reduce si consideramos que tan sólo retornó 40% de los barcos pequeños y frágiles que visitaban los puertos menores –algo que, sin duda, estaba previsto–; mientras que, por ejemplo, volvió 100% de los navíos que fueron a Campeche (véase cuadro 2).
Disponemos de información detallada sobre el tonelaje de retorno solamente a partir de 1730, de ahí que tengamos que conformarnos con manejar la cifra de 25 300 toneladas traídas durante el periodo 1730-1779; serían alrededor de 30 000 toneladas para la serie completa. Podemos aceptar el planteamiento de que la entrada de metal precioso en las islas es el objetivo fundamental de cosecheros y exportadores locales, e incluso que dichos caudales servirían para compensar los saldos desfavorables de la balanza comercial insular en relación con los territorios productores de las manufacturas importadas. Como sabemos, el reglamento de 1718 autorizaba la entrada en Canarias de una cantidad limitada de pesos de plata en función de la carga transportada (García, 1982, p. 784) y, según los cálculos de Macías (1995, pp. 284-288), entraron en Canarias entre 1732 y 1770 remesas de metal precioso valoradas en 66 000 000 reales de vellón: 55.2% proviene de La Habana, 30.9% de Campeche y 13.4% de La Guaira.7 Pues bien, dicha cantidad representa como máximo una tercera parte del valor total de la carga declarada en la aduana de Santa Cruz, porque el valor de los coloniales que componen el resto de la carga valor debió de superar la cantidad de 130 000 000 reales de vellón en función de los derechos de tabla mayor abonados (Solbes, 2009, pp. 212-215).
Por lo tanto, el permiso para la navegación canaria propició una salida de la producción local valorada en 36 000 toneladas de caldos de la tierra (junto con los supuestos objetos de contrabando) y el retorno de los metales preciosos (por un tercio del valor de la carga) junto con 30 000 toneladas de coloniales destinados al consumo local o a su posterior reexportación. El tabaco de La Habana fue traído en grandes cantidades hasta 1740, además del azúcar y de algunos cueros; de Campeche llegaban los conocidos tintes, mientras que de La Guaira se traía el cacao y algún cuero. En definitiva, tabaco (mientras duró la autorización), azúcar, cacao, tintes y cueros abastecían los almacenes canarios que aprovechaban las ventajas del permiso. Dentro del apartado de lo anecdótico, encontramos productos exóticos como tabasco, cebadilla, pieles de venado, cascarilla, achote, jalapa, raíz bastarda, aceites de María, de palo y de Cumaná, vainillas, contrahierba, copar y zarzaparrilla; se trata siempre de pequeñas partidas destinadas a su reexportación hacia los mercados europeos.
El tráfico comercial desde Canarias hacia los principales puertos peninsulares y europeos se sitúa estrictamente fuera de los límites impuestos por el régimen de la permisión. La salida de los productos indianos demandados por los mercados continentales debía sujetarse en este caso a la normativa general española sobre aduanas y comercio. Debido a ello, esta relación Canarias-Europa ha recibido una escasa atención por parte de la historiografía regional, pese a su indiscutible interés. Se trata de un tráfico que podía afectar a barcos, maestres, mercaderes y cónsules de todas las naciones, con el único límite de la prohibición de navegar bajo bandera enemiga en caso de guerra declarada. Resulta muy necesario, por tanto, valorar en su justa medida esta opción legítima de convertir el archipiélago en plataforma de entrada para los productos americanos en el restringido sistema comercial español, así como la posibilidad de establecer los convenientes vínculos comerciales entre Canarias y los principales mercados europeos.
Nuestra serie constata la concesión de hasta 468 registros para navegar desde Santa Cruz de Tenerife hacia Europa entre 1720 y 1772. La fuente tiene pequeños o grandes defectos que precisamos matizar: antes de 1729, proporciona el detalle de la tributación, pero no de los navíos, destinos o cargamentos; concluye en el momento de la concesión del comercio libre al puerto de Santa Cruz; convive con el hándicap de la exención de derechos fiscales sobre el cacao, que impide que dicho producto aparezca en los registros,8 y tampoco se puede identificar el número de registros con el de buques o viajes, pues cada colonia se reconoce de forma independiente, de modo que un mismo navío podría tomar dos o incluso tres registros. Con todo, hemos podido elaborar la información que presentamos en el cuadro 3.9
Efectivamente, la esencia de este tráfico de salida se basa en la reexportación de coloniales a Europa (Peraza, 1977, p. 157). El tráfico desarrollado en la década de 1730 estuvo fundamentado en el tabaco, como bien sabemos, mientras que en la siguiente se alcanzaron los máximos niveles para el azúcar, toda vez que aumentaba con fuerza la exportación de cueros y palo de Campeche. En la década de 1750, este último producto asumió un protagonismo creciente, aunque, en la de 1760, comenzó a observarse una importante contracción del mismo, mientras cueros y azúcar toman de nuevo la alternativa. Sabemos por testimonios indirectos que las exportaciones –“invisibles” para nosotros– de cacao de Venezuela alcanzaban por aquel entonces un gran protagonismo (Morales, F., 1955, pp. 240-241).
El puerto de Santa Cruz fue un centro tradicional de redistribución internacional del tabaco antes de la imposición de la administración directa del estanco en 1717 (Luxán, 2003, pp. 450 y 460-471; Melián, 1986, pp. 101-126). A partir de entonces, el único género que podía llegar legalmente a las islas era el contratado en La Habana por cuenta de la Real Hacienda. Según nuestros datos, el tráfico de redistribución de este producto se intensificó fuertemente en la segunda mitad de la década de 1730. Tan sólo entre 1736 y 1741 salieron más de 1 000 000 de libras de tabaco de las islas, transportadas en 31 registros –de los cuales 20 eran británicos–, con destino fundamental a Cádiz, aunque también se llevaron importantes cargamentos a Holanda y Hamburgo. Solamente un lustro duró este gran esplendor, porque la cesión del monopolio a la Compañía de La Habana provocó la desaparición fulminante del negocio.10 En el conjunto de nuestra serie, otros productos asumieron un papel superior incluso al que desempeñó el tabaco. Según nuestros cálculos, entre 1730 y 1779 salieron de Canarias más de 450 000 libras de azúcar, 14 000 000 de libras de palo de Campeche y 91 000 piezas de cuero vacuno. Entre todos estos productos, más el cacao, podríamos estar aproximándonos al límite de las 25 000 toneladas que entraron en Canarias por vía legal en los navíos de la permisión.11
La salida de estos géneros hacia Europa proporcionó a la Real Hacienda unos ingresos valorados en 1 200 000 reales de vellón, cantidad que se sumó a lo abonado por derechos de salida y de retorno dentro del tráfico de permiso. Pero en este caso no pretendemos centrar nuestra atención en los ingresos fiscales (véase Solbes, 2009, pp. 172-197), sino en el significado íntimo de estos tráficos para la economía canaria. Y eso es algo que podemos intuir fácilmente aproximándonos a la nacionalidad de los buques que participaron en los tráficos (véase cuadro 4) y los puertos de destino de estos productos (véase cuadro 5).
Tanto en España como en Canarias, la reanudación del tráfico comercial con Europa tras la guerra de sucesión se produjo asumiendo la necesidad de utilizar una serie de barcos de fabricación francesa cuyo número exacto desconocemos. La paz con Inglaterra de finales de la década de 1720 resultó, como sabemos, determinante para la superación de esta fase. Durante la siguiente década, fueron 44 (sobre 75) los barcos ingleses que salieron de Canarias llevando coloniales a diferentes destinos europeos. Los transportes nacionales representaban entonces poco más de una tercera parte de los utilizados (con destino a Cádiz prácticamente en exclusiva). El uso de buques franceses y holandeses resultaba entonces testimonial. El inicio de la guerra contra Inglaterra a finales de 1739 y el mantenimiento de esta situación hasta la paz de Aquisgrán (1748) provocó de nuevo la expulsión de los británicos; lo que podría haber supuesto un duro golpe para la economía canaria se resolvió sin más sustituyéndolos de nuevo por barcos franceses (43) y holandeses (once), además de abrir el comercio a las naciones neutrales. A finales de la década de 1740, retornaban los ingleses a Canarias y sus barcos volvían a ser mayoría, aunque representando ahora tan sólo la tercera parte del total (38 sobre 115) en competencia con franceses, nacionales y un alto índice del resto de naciones. Los datos agregados de la década de 1760 ocultan la contracción del tráfico en sus primeros años, porque el retorno de la paz en 1763 permitió que los ingleses volvieran a ser mayoría, aunque con menos transportes que la suma de los holandeses, imperiales, franceses y daneses juntos. La decadencia del tráfico en la década de 1770 se traduce, por último, en una presencia casi testimonial de buques de naciones extranjeras. Como valoración global, podemos señalar que la nación británica aportó finalmente 30% de los transportes, seguida por la participación francesa con 21% y los barcos nacionales con menos de 20%; los holandeses asumieron 11% del tráfico mientras las otras naciones se reparten el 18% restante.
Aunque el comercio se efectuaba básicamente en navíos extranjeros, el puerto de Cádiz guarda preferencia absoluta como destino último de las salidas canarias, especialmente en el caso del tabaco estancado –por motivos evidentes–, pero también para el del azúcar e incluso el del cacao. Este rumbo es prioritario durante la primera mitad del siglo, con la alternativa de otros puertos nacionales (especialmente Mallorca) y los del Atlántico norte (Holanda, Hamburgo, Suecia o Dinamarca). Pero el inicio de la guerra de la Oreja de Jenkins también afectó el destino de la navegación, incrementando el número de viajes hacia Valencia y Bilbao, Liorna en el Mediterráneo con Dunkerque, Le Havre y Lisboa en el Atlántico. La llegada de la paz de Aquisgrán reactivó el comercio con dos nuevas premisas: en el tráfico nacional, el puerto de Cádiz comenzó a perder posiciones en favor de Mallorca y de otros puertos del litoral español –potenciados más adelante por la autorización para cargar aguardientes–; el tráfico internacional diversificó sus destinos, pues los puertos de Hamburgo, Londres y Marsella dominaronn en la deecada de 1750, mientras que en la de 1760 aumentaron los transportes hacia Holanda o la Toscana.
La intención primordial de este estudio fue poner en valor la importancia y la trascendencia del circuito comercial propiciado por el mantenimiento institucional del régimen que autorizó navegar desde Canarias hacia América. Los caldos exportados permitieron, junto con la llegada de la moneda de plata necesaria para financiar futuras importaciones, un importante acopio de coloniales para su reexportación hacia los principales puertos de España y Europa. Todo ello considerando la repercusión de la presencia permanente de buques de diversas naciones europeas en el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Una situación que permitió, a su vez, el establecimiento de relaciones mercantiles dentro del sistema comercial atlántico destinadas, en último término, a posibilitar la adquisición de manufacturas y bienes de equipo necesarios para la subsistencia de los isleños.
Asimismo, estas ventajas comerciales pudieron haber beneficiado a las diversas elites mercantiles indianas y europeas que mantenían relaciones políticas estables con la monarquía española, dándoles la posibilidad de alcanzar los mercados europeos con coloniales legalmente transportados a través de Canarias. De este modo, resultaba factible generar un contacto indirecto entre los mercados más activos de Europa con sus equivalentes en América, siempre a través de estas islas.
La historiografía regional canaria se ha empeñado en sostener la inexcusable funcionalidad del sistema productivo canario como generador de los excedentes necesarios para la exportación. Siguiendo la nueva perspectiva que acabamos de exponer, más relacionada con la inserción de la economía canaria en el sistema comercial atlántico, podemos valorar en su justa medida la trascendente autorización para adquirir aguardientes mallorquines y catalanes que sirvieran para inyectar el “combustible” que ponía en marcha el circuito comercial Canarias-América-Europa. Defendemos, por tanto, la ventaja económica derivada de la participación de Canarias en este circuito comercial, muy por encima de las expectativas y vaivenes observables dentro de su sector productivo.
Vinos y aguardientes, canarios o no, fueron transportados a La Habana, La Guaira o Campeche para adquirir en estos mercados –además de la plata amonedada– tabaco, azúcar, cacao, tintes o cueros que, tras retornar al puerto de Santa Cruz de Tenerife, podían ser remitidos a Cádiz y a otros muchos puertos europeos. Parece evidente que los beneficios derivados de este tráfico en sí mismo y de las relaciones comerciales establecidas, posibilitaron un acceso libre y garantizado a las necesarias subsistencias obtenidas en esos mismos mercados europeos. No se necesitaba mucho más para mantener perfectamente abastecido el mercado canario.
Estamos convencidos de que, ni en el ámbito regional ni en el nacional o en el atlántico se ha valorado suficientemente la realidad de la actividad y los contactos comerciales desarrollados durante este tiempo entre las Islas Canarias y las dos orillas del Atlántico. El impulso institucional de la navegación a Indias hizo posible aprovechar las ventajas derivadas de su ubicación estratégica como plataforma de intercambio entre Europa y América para estimular su desarrollo económico interno.
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[1] Rumeu de Armas (1947, pp. 1047-1050), Morales (1955, pp. 219-220) y Bethencourt (1991, pp. 304-305) apuestan por la primera interpretación. Peraza (1977, pp. 154-155), Guimerá (1986, pp. 412-435) y Macías (1987, pp. 249-260) destacan que, dentro del ámbito comercial, la decisión perjudicó a la economía regional.
[2] El modelo fiscal canario y sus privilegios comerciales pudieron servir como referencia para incentivar el asentamiento de colonos españoles en Nueva España e incluso en Filipinas. Agradezco al evaluador anónimo su sugerencia para desplegar este argumento como futura vía de investigación.
[3] Podría hallarse incluso un cierto paralelismo entre las ventajas comerciales canarias y los privilegios institucionales y fiscales concedidos al Consulado de Comerciantes de México sobre el que resultaría interesante profundizar (véanse Escamilla, 2011; Valle, 2007, pp. 155-187; Valle. 2016, pp. 77-88).
[4] Desde 1725, repartido entre las tres islas de realengo del siguiente modo: 600 toneladas, Tenerife; 200, La Palma y 200, Gran Canaria.
[5] García (1982) utiliza Archivo General de Indias, Contratación, legs. 2854-2855 para los años más oscuros de nuestra serie, con resultados estadísticos muy similares a los nuestros.
[6] Sobre la tradicional actividad comercial sostenida con los ingleses en el siglo xvii y especialmente la relacionada con el tráfico de vinos, véase Bethencourt (1991). Sobre la recuperación de dichas relaciones comerciales en el siglo xviii, véase Guimerá (1986); sobre el comercio del tabaco, véase Melián (1986) y Luxán, Gárate y Rodríguez (2012)
[7] Se ha mencionado la sugerente posibilidad de que la Compañía de Inglaterra, presente en Campeche, podría haber estado moviendo la plata desde los centros productores novohispanos a la península de Yucatán; de este modo se articularían ambas regiones y se tornarían atractivas para el tráfico canario como vía de introducción en la economía atlántica. Agradezco al evaluador anónimo la sugerencia de abrir este argumento como vía de investigación futura.
[8] Germán Santana Pérez trabaja sobre una serie de registros canarios en Cádiz que manifiestan la realidad de la entrada de cacao en dicho puerto. Esperamos conocer pronto sus resultados.
[9] Morales (1955) presenta unas cifras superiores para el tráfico específicamente desarrollado entre Canarias y Cádiz (p. 262), porque nuestros datos incluyen sólo los buques que transportan coloniales. En todo caso, prácticamente 90% llevaba este tipo de carga en sus bodegas y abonó, por tanto, derechos de Indias a su salida.
[11] Véase cuadro 6 en el apéndice de este artículo. Agradecemos la publicación de este extenso cuadro con noticias detalladas sobre el tráfico de reexportación de cueros, palo tinte y azúcar. Pensamos que su contenido –específicamente el relacionado con el nombre de los cargadores, navío, nacionalidad y capitanes– resultará de gran utilidad para la comunidad investigadora en el desarrollo de futuros trabajos.