En el otoño de 1900 un joven enamorado escribió a su novia: “Una vida empresarial tiene una fascinación para mí que apenas puedo superar”. Había sido un estudiante brillante, tuvo un abuelo luterano celoso de la moderación, la disciplina y el trabajo, y la joven, a cuyos pies quería poner “riqueza y fama y poder”, provenía de una familia de agricultores acomodados en el sur de Estados Unidos. Bastaron trece años para que ese antiguo soñador, William Oscar Jenkins, pudiera ufanarse de haber conquistado su primer millón de dólares; pocas décadas después era señalado como el hombre más rico de México.
En busca del señor Jenkins es una historia reconstruida con paciencia, una investigación de largo aliento que inició como tesis académica y terminó más de veinte años después, un trabajo minucioso –a veces hasta la exageración–, que debe valorarse en medio de una creciente cultura de la investigación apresurada. El personaje, podría decirse, era bien conocido en la historiografía mexicana, pero, a juicio de Andrew Paxman, poco comprendido pues cargaba sobre su nombre una pesada loza de notas periodísticas, panfletos, libros, novelas y películas que en la ola de un espíritu nacionalista y gringófobo que explotaron su leyenda negra.
Basado en una amplia y sólida variedad de fuentes, el autor construye aquí un perfil nítido de William Jenkins, un protagonista de la vida económica de México por casi sesenta años: su vida personal, sus anhelos, su instinto empresarial y sus habilidades para desarrollarse en un medio que le ofrecía algunas adversidades y muchas oportunidades. El autor buscó los rastros del señor Jenkins conversando con taxistas, con más de una docena de familiares y con muchos protagonistas de la vida pública que podían decir algo sobre el personaje. El trabajo no era fácil cuando se sabe, por ejemplo, que un socio de Jenkins mandó quemar todos sus papeles y que sólo quedaron cartas que el joven le envió a su novia Mary Street, además de pistas sueltas que el autor reunió pacientemente en más de treinta archivos públicos y privados de México y Estados Unidos.
Andrew Paxman, un periodista con olfato de historiador, o mejor dicho, un historiador con experiencia periodística que funde las habilidades de esos mundos por lo demás cercanos, construyó la biografía “de un hombre en conflicto”, que es también una historia de Puebla, una historia de dinero y poder tensada por los afanes nacionalistas de la revolución, y una historia de México en el siglo xx. Los recursos estilísticos, que sin duda remiten a los estudios de literatura en la formación inicial del autor, juegan además un papel fundamental para hacer de esta una búsqueda original y amena. Difícilmente se encontrará en este texto una posición clara sobre los debates recientes del género biográfico en la historiografía, pero hay una convicción evidente por hacer de la biografía un vehículo con el cual llevar la historia a un sector más amplio de interesados, esto sin que se pierda el rigor de la investigación.
¿Cómo hizo este granjero del sur de Estados Unidos para amasar una enorme fortuna? En principio, con el empuje de su ambición juvenil, con el consejo de un ferrocarrilero que en Monterrey le dijo que en este país había buenos salarios y buenas oportunidades para gente como él, y con el aporte de 10 mil dólares que recibió como herencia su mujer, y que sin duda, aunque no se dice con contundencia en el libro, fueron muy útiles en las primeras inversiones textiles que hizo William en la ciudad de Puebla. El resto fue su destreza y su capacidad para leer las oportunidades para aprovechar el torbellino de la revolución, prestar a las viejas familias caídas en desgracia, comprar barato, utilizar sus dólares cuando el peso se desplomaba; evadir impuestos, hacerse de muchos prestanombres, disfrazar sus bienes y acciones ante las inoportunas revisiones de los gobiernos estadunidenses y mexicanos; elegir bien a sus socios, tener pocos pero útiles amigos, ya el arzobispo, ya los gobernadores o ya, de vez en cuando, los presidentes de la república.
En el libro se subraya su desenvoltura en tres áreas económicas principales: la textil, la agrícola y la cinematográfica, pero la lectura cuidadosa revela las múltiples fuentes de su riqueza como prestamista, propietario de inmuebles urbanos, dueño de teatros y plazas de toros, vendedor de tractores, accionista lo mismo en la Compañía de Luz y Fuerza de Puebla que del periódico Novedades, socio de mayoristas de alimentos, productor y contrabandista de alcohol, inversor en la Compañía Nacional de Drogas y en la línea aérea Aero Transportes, dueño de las acciones mayoritarias del Banco de Comercio, productor de caña en el valle de Atencingo, de melones en la Tierra Caliente de Michoacán, de algodón en Mexicali, monopolista en todos los eslabones de la industria cinematográfica (financiamiento, producción, distribución, exhibición) y practicante consumado de la economía de escala con varias fábricas textiles colocadas estratégicamente en Puebla, Querétaro, Tlaxcala y la Ciudad de México.
Quizá uno de los rasgos más peculiares de Jenkins fue que, después de llevar una vida errante durante un lustro, con trabajos inestables en diversos puntos de México, se estableció en Puebla hacia 1905 o 1906 y ahí permaneció hasta su muerte, en 1963, compraba y vendía, dirigía sus negocios y sus afanes, tejía redes de influencia. Nunca fijó su residencia en la Ciudad de México, el camino natural no sólo para los extranjeros sino para empresarios como sus amigos y socios poblanos que aparecen continuamente por las páginas del libro, como Manuel Espinosa Yglesias, Gabriel Alarcón, Rómulo O’Farril, Alejo Peralta, Miguel Abed.
Que el hombre más rico del país por algún tiempo no haya vivido nunca en la capital –a pesar de ser esta el centro de su imperio desde la década de 1940– sirve a Paxman para enganchar dos afanes fundamentales de esta obra: el primero, abonar al entendimiento de esa revolución radical que era amiga de los ricos; el segundo, mostrar “el papel fundamental de las regiones en el desarrollo económico y político de México”, y en particular su importancia como bastiones de conservadurismo que, como había hecho notar Alan Knight, fueron decisivos en el viraje a la derecha al rozar la década de 1940.
Ser estadunidense y tener éxito le hicieron pronto blanco de ataques. Una leyenda negra construida tempranamente aseguró que en 1913 Jenkins planeó y ejecutó un autosecuestro. En su momento, el episodio tensionó las relaciones entre Estados Unidos y México al punto que algunos en aquel país abogaron por una intervención armada. Con el paso del tiempo, la historia fue recordada, reciclada y aumentada y acompañó el resto de la vida del personaje.
En busca del señor Jenkins, logra con mucho tino evidenciar que, contra esa leyenda, Jenkins ya era rico, no es que lo haya sido como fruto de su supuesto secuestro. No obstante, el equilibrio se pone en duda ante el repetido afán de evidenciar que el secuestro fue real, lo cual a pesar de todo no es absolutamente claro y acaso no tendría por qué ser objeto de tanto desvelo. Más allá de simpatías o antipatías, al autor le interesaba ponderar la figura empresarial de Jenkins, poner en juego la variable de su personalidad. Sin duda lo logra, pero a veces falta mesura, a veces se impone una suerte de afinidad por la cual se pasa minuciosa revista a los textos, incluyendo la novela Arráncame la vida, en los que se presentó una imagen negativa del personaje. En un punto, después de haber dado pruebas de que Jenkins procuraba no pagar impuestos (a su hija le habría dicho “¿por qué debo pagar impuestos, cuando alguien se los va a robar?”), el autor afirma: “Una caricatura en el Excélsior (…) promovió la infamia de Jenkins como evasor de impuestos”.
Por la vida de Jenkins, y por esta biografía, desfilaron episodios y personajes fundamentales del siglo XX mexicano. Conviene destacar los roles del Estado y del capital, una preocupación central del autor, el de la necesaria convivencia entre ese “estado revolucionario” y la élite empresarial, “al principio para su supervivencia y luego para el dominio y la supremacía de su ala conservadora cuyos descendientes ideológicos siguen en el poder hoy en día”. Se trata de una “conveniencia simbiótica” (término que Paxman prefiere sobre el de “capitalismo de cuates”), pero más allá de la curiosidad, importa subrayar la paradoja de ese estado que cuidó los monopolios y con frecuencia evitó molestar al estadunidense que generaba empleos, pero que expropió los sectores fundamentales en que Jenkins tuvo inversiones: en la década de 1930 la reforma agraria de Cárdenas le hizo ceder varios miles de hectáreas a los ejidatarios; en 1960 la nacionalización de los cines tocó otra vez el corazón de su riqueza y, aún en 1982, casi veinte años después de su muerte, la nacionalización de la banca le arrebató a su socio Manuel Espinosa las acciones que juntos habían construido en el banco más importante del país.
En los últimos años parece asomarse un renovado interés por la historia económica en y de México del que este libro puede ser uno de sus buenos ejemplos. Hay en el autor una muy explícita búsqueda por una historia económica y empresarial renovada. A la historia del cine hace una contribución muy directa, enfocándose al negocio y no al producto cultural. La hace también al sumarse a otros esfuerzos que tiempo atrás han puesto los ojos sobre figuras centrales de la economía mexicana. Además, equilibra la balanza entre la oferta de biografías lanzadas para justificar o para vender, y no para entender, como en el caso de los libros oficiales y semioficiales que circulan, por ejemplo sobre Carlos Slim o en otro tiempo sobre Manuel Espinosa Yglesias.
La figura de Jenkins cobra mayor relevancia cuando Andrew Paxman llama la atención sobre la posición que jugó en la cadena de los grandes capitalistas de México desde finales del siglo xix a la fecha. Otra vez, estadunidense y rico, fue continuamente despreciado por las viejas élites mexicanas, pero en la cúspide de su carrera, fue testigo del matrimonio de su nieto Bill (su hijo por adopción legal) con una nieta de Guillermo Landa y Escandón, uno de los mexicanos más ricos del porfiriato. Con fina ironía, Paxman anota: “El reportero de sociales en El Universal, tal vez olvidándose de que había habido una revolución, anunció a la novia como una integrante de ‘la aristocracia mexicana’”. Por su relación de parentesco, Jenkins tomó simbólicamente la estafeta de líder de los millonarios del país que había tomado de hecho tiempo atrás. A su vez, dejó como presidente de su fundación y albacea testamentario a Manuel Espinosa Yglesias, “posiblemente el hijo que Jenkins hubiera querido tener”. Espinosa era a principios de 1980 el hombre más rico de México, pero tras la tempestad de 1982, cuando el presidente López Portillo nacionalizó la banca, Espinosa renunció al negocio, “vendió su compañía de seguros y otras empresas, en su mayoría a su amigo Carlos Slim”, el nieto de un comerciante libanes que muchas décadas atrás vendía bonetería fabricada por William Jenkins.
En busca del señor Jenkins es sin duda una ventana amplia para entender el siglo xx mexicano. Quizá uno de sus méritos mayores es atender a ese gran vacío de la historiografía en uno y otro lado del río Bravo: una historiografía que entienda las relaciones entre México y Estados Unidos, esa historia compartida. Al menos, el libro piensa al uno y al otro, hace referencias útiles y ejercicios de comparación. “Lo que resulta de comparar culturas es una necesidad no de negar contrastes, sino de evitar dicotomías”. En este camino el libro se salpica con comparaciones entre ciudades y estados, entre el clientelismo de los gobernadores en México y el de los alcaldes estadunidenses, entre las huelgas durante el gobierno de Porfirio Díaz y las huelgas y masacres por las fábricas del país vecino en el mismo período.
El de la “gringofobia” es otro hilo conductor. A Paxman le parece que los ataques de que fue objeto Jenkins por su condición de estadunidense, empresario y millonario “muestran no sólo la prevalencia, sino también los usos de la gringofobia”. Quedan pocas dudas de la afirmación, pero el caso es que a fuerza de su repetición, la idea se transforma hasta rozar con una simpatía y defensa del personaje, hasta convertirlo en una víctima o llevarlo a una innecesaria comparación: “Jenkins quebrantaba o torcía la ley, sin embargo no lo hacía más que sus pares mexicanos”. Teniendo presente tal afirmación, la gringofobia no se oculta como un tema relevante de investigación, pero quizá apunta más bien a profundizar en la cultura empresarial como un eje conductor más fructífero.
A más de medio siglo de su muerte, el fantasma de Jenkins recorre las calles de Puebla y la vida política, económica y universitaria de México. En una decisión inusual entre los grandes capitalistas, dio aliento a una fundación dedicada a invertir todos sus recursos para apoyar actividades filantrópicas. Un fondo millonario ha servido para la construcción de escuelas, hospitales, proyectos culturales, pero quizá sobre todo, a estudiantes en universidades dedicadas a “fortalecer a la derecha”: la Universidad de las Américas de Puebla y la Anáhuac, entre las principales. Atando cabos y haciendo cálculos, se puede deducir que, como lo dispuso Jenkins, su riqueza ha sido dedicada casi exclusivamente a esta beneficencia, pero se extraña mayor contundencia: para cruzar los números, con las herramientas de la historia económica, y para dilucidar, en un esfuerzo titánico, el fin de las inversiones que quedaron en manos de socios y prestanombres así como el manejo que hizo Espinosa Yglesias, de quien se dice, sin consignar la fuente, que a la muerte de Jenkins sustrajo su testamento y falsificó “la firma del difunto”.
En un libro extenso como este hay pasajes largos y abundantes en detalles. La ventaja de ello es que varios resultan fascinantes, como la amplia historia del citado Espinosa o el romance con Mary, nutrido generosamente por las cartas que sobrevivieron. En última instancia, estos detalles recuerdan que los libros de historia bien documentados y pacientemente trabajados pueden también ser atractivos y digeribles para el público no especializado.
Universidad de Guanajuato↩