El libro aborda una serie de problemas que están relacionados con distintas vertientes historiográficas que actualmente gozan de gran prestigio y seducción, como: la historia del cuerpo, salud-enfermedades, educación física y deportes. De manera particular, María José Garrido narra una historia sobre la pelota vasca que tenía como escenario el convento de los religiosos de San Camilo en la Ciudad de México. En la sociedad colonial, la competencia adquirió cada día más adeptos, otros tantos se embelesaron con el espectáculo, muchos más polemizaron y aprovecharon el entretenimiento para hacer una actividad económica de altos rendimientos.
Después de hacer una cuidadosa revisión de los pensadores de la ilustración, Garrido Asperó analiza las ideas que dieron origen a “nuevos hábitos de higiene y salud, como el ejercicio, [que] fueron apreciados y promovidos por médicos, filósofos y gobernantes para disminuir los índices de mortandad de la población, mejorar las cualidades físicas de los habitantes y así lograr la prosperidad económica del imperio”. Desde finales del siglo XVIII, la actividad física fue recomendada como parte complementaria de la cotidianidad por los profusos beneficios que acarreaba para la salud. Se pretendía crear hombres de consistencia robusta, fuertes, flexibles, rápidos y sanos; desde niños debían de inculcarles “la educación física” con el fin de fortificar el cuerpo. El ejercicio ayudaba a vencer a las enfermedades, era el instrumento para alejar a la juventud de distracciones perniciosas, evitar la ociosidad y sobre todos alejarlos de los “placeres afeminados”. Más allá de la sociedad misógina colonial, se creía que la salud de la población guardaba un estrecho vínculo entre la conformación de un cuerpo sano, la productividad en el trabajo y en el desarrollo económico del reino.
En general, Peloteros, aficionados y chambones expone dos maneras de acercarse a los deportes: por una parte los seguidores amateurs y por otra los que hicieron del deporte su profesión. Quizá vale la pena tener en cuenta que, desde la antigüedad la “educación física” estuvo vinculada a la gimnasia y en especial al baile, en los cuales se mostraba el cuerpo en movimientos cadenciosos, se balanceaban brazos, manos y pies formando figuras que representaban los afectos o la naturaleza. De hecho, las danzas tradicionales que disfrutamos hoy en día son un ejemplo vivo de la importancia que tenía el ejercicio entre los pueblos de nuestro país. Asimismo, durante la época colonial, existieron distintos personajes que se ganaban la vida a través del ejercicio, podríamos decir que eran los pioneros del negocio de entretenimiento, quienes con gran habilidad dominaban su cuerpo. Un ejemplo serían los maromeros, quienes iban de pueblo en pueblo, haciendo exhibiciones, o aquellos que hacían “juegos de manos”, es decir, poseían habilidad para engañar a la vista y hacían creer lo que no existía. Pero quizá los profesionistas más significativos, como bien lo muestra Garrido Asperó, fueron los jugadores de pelota que ofrecieron un raudal de emociones, adquirieron gran fama entre los aficionados y obtuvieron cuantiosos beneficios económicos. Entre los más populares se encontraban el Chirrión, el Manco, el Cojo, el Indio entre otros muchos.
Uno de los aspectos más significativos es la contribución mexicana al juego de pelota: en lugar de un guante se utilizaba un “chacual”, es decir un artefacto en forma de canasta, con el cual se recibía y lanzaba la pelota contra la pared a gran velocidad. Su origen se atribuye a los barrios de la ciudad, donde habitaba la plebe; el uso de este instrumento se adelantó muchos años a la chistera y a la cesta punta. Alegando el peligro de accidentes que podía provocar, quedó prohibido su uso y solo se autorizó ”que se jugara con guantes”. Solo para dar una ligera noticia de la velocidad, se ha calculado que la cesta punta o jai alai es el deporte más rápido del mundo, la pelota viaja a más de 200 kilómetros por hora. Por estos datos podemos imaginar que la contribución mexicana creó un deporte de enorme espectacularidad.
Al explicar la dinámica del juego de pelota en la cancha de San Camilo, la autora hace un largo recorrido, para detallar con rigor todos los pormenores que existían alrededor del deporte y el relato abandonada la educación física para dar un giro a la historia política y económica. En el barrio de San Pablo, hoy calle de Regina, cerca de la plaza de Mesones, se fundó el centro deportivo más importante de la época colonial, por los padres Camilos. A partir de 1758, una misteriosa “viuda” era la encargada de administrar el negocio. A pesar de haber varios estudios sobre la mujer “desamparada”, no se ha revelado hasta ahora su identidad; pero por los escasos datos que se exponen, sabemos que la mujer era una empresaria importante pues debía desembolsar la cuantiosa renta de 650 pesos anuales; los recursos sólo provenían de “cobrar a los jugadores una cantidad por usar la cancha y otra por el suministro de pelotas y guantes”.
A partir de 1787 el negocio entró en una segunda etapa, los ricos comerciantes de la ciudad de México, en especial los de origen vasco, se apropiaron del juego de pelota. Reformaron el espectáculo, lograron construir un ambiente exclusivo, exigieron el pago de medio real a la entrada y se prohibió la admisión a los léperos, tanto por su aspecto miserable como por sus expresiones groseras. Asimismo, los almaceneros recibieron el apoyo de los religiosos y de los funcionarios reales gracias al discurso reiterado sobre las ventajas de la salud y las utilidades destinadas a fines caritativos, principalmente para solventar los gastos de los enfermos del convento San Andrés. Por el manejo de sumas considerables de dinero, resultó de enorme importancia darle certidumbre al juego, se impusieron reglamentos muy estrictos para deportistas, público y sobre todo árbitros, que encargaban de sancionar cada uno de los tantos que se jugaban; una decisión vacilante podía arruinar el patrimonio del apostador y por ello era indispensable contar con un “juez de dudas”. Ante una controversia mayor, Garrido Asperó escribió que “en el caso de que los cuatro individuos seleccionados para hacer las labores de arbitraje no se pusieran de acuerdo entre ellos, entonces se pediría la sentencia de todos los inteligentes, es decir expertos jugadores presentes en el juego”. Casi en una Consejo de Empresa se tomaba la decisión definitiva.
La afición construyó un ambiente masculino alejada de las miradas femeninas; había oportunidad de apostar todos los días, con la excepción de los días de guardar, por ser estrictamente devotos; y en horas fuera de la jornada de trabajo, el público disfrutaba de juegos reñidos de azules contra rojos. El esfuerzo de los bandos se demostraba en la cancha donde se ponía en competencia no solo el triunfo, se comprometía el honor de los jugadores, de los seguidores y sobre todo los gruesos causales de los apostadores. Sin duda las apuestas eran la mayor atracción del juego y representaban un sistema complejo: el apostador podía arriesgarse desde el principio del juego o durante el transcurso corroboraba el de aventurarse por un bando o por ambos en el transcurso del encuentro y muchas veces lo que menos importaba era el resultado del evento. El apostador requería experiencia en el manejo del dinero, conocer el alto riesgo y muchas horas de contemplación, era un analista económico, tenía en cuenta las probabilidades y corazonadas, conocía las características de cada participante, las jugadas, la estadística, el clima y un sin número de probabilidades. Los momios (o posibilidad de ganar) no siempre eran un indicador seguro para conocer al ganador, podían ser engaños; los partidos desiguales se compensaban por ofrecer ciertas ventajas, las posturas podían ser 50% contra 50%, 60% contra 40% o 70% contra 30% y así sucesivamente. A pesar de que se intentó evitar el fraude por todos los medios posibles, como adelantó Mónica Verdugo en su tesis de maestría de la Universidad Iberoamericana, se presentaron denuncias que pusieron al descubierto apuestas muy altas “arregladas de antemano”. Esto hace pensar a la misma autora, que el juego era una simple fachada “para dotarlo de un aire de respetabilidad ante las autoridades y encubrir las apuestas que eran el verdadero propósito de los partidos”.
La capacidad económica de los apostadores nos hace reflexionar sobre las enormes cantidades de dinero que circulaban de manera permanente. Es posible que el juego de pelota se encontrara en la cúspide de los juegos de azar, muy por arriba de las apuestas de los naipes y los gallos. Vale añadir que la Lotería no era considerada juego de azar, la corona la tenía monopolizada. En 1784, se sorteaba un premio semanario de 12 mil pesos, lo que puede ser un indicador sobre las cantidades que comerciantes, mineros, hacendados, funcionarios y eclesiásticos arriesgaban en el juego de pelota. Las apuestas representaban un negocio muy lucrativo, las ganancias superaban en mucho las raquíticas tasas de interés que se manejaban en la época, el dinero se obtenía a una velocidad increíble, los bienes que se podían en juego representaban codiciadas recompensas, la honorabilidad y prestigio de los apostadores avalaban las sumas arriesgadas y la seguridad de cobrar el premio. Sin embargo, las expectativas de ganancia estaban bajo el dominio de un alto riesgo; al parecer, era más fácil dilapidar una fortuna que enriquecerse.
El juego de pelota, con el tiempo, dejó de ser un espacio exclusivo de los hombres, donde socializaban, hacían negocios y arriesgaban el patrimonio familiar. En el Frontón Madrid, cerca de la Puerta del Sol, las pioneras pelotaris, con raqueta en mano, rebotaban la pelota en las altas paredes verdes. Es uno de los deportes más espectaculares, donde María Elena Hernández, mexicana, de origen veracruzano, contribuyó de manera notable. Ella contó que se inició en Frontón México y en 1972, “vine a jugar por un contrato profesional de un año y ya llevo 40 aquí”.
Eduardo Flores Clair
DEH-INAH