Am. Lat. Hist. Econ., año 19, núm. 2(38), mayo-agosto, 2012, pp. 226-231. http://alhe.mora.edu.mx/index.php/ALH
Reseña
Graziella Altamirano Cozzi,
De las buenas familias de Durango.Parentesco, fortuna y poder (1880-1920),
Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora,
México, 2010, 325 pp. (Historia Urbana y Regional).
Se trata de una nueva obra que explora el tema de las elites regionales mexicanas en los siglos XIX y XX, y viene a sumarse a las de otros investigadores que han analizado la trayectoria de los grupos y familias de las oligarquías locales mexicanas en entidades como Yucatán, Veracruz, Puebla, Estado de México, Colima y Sinaloa, entre otras. Esta serie de publicaciones permite llegar a conclusiones más firmes sobre la manera en que se "construyó" la nación desde la perspectiva de unos grupos sociales hasta hace muy poco mantenidos en un deliberado olvido histórico
El objetivo central de este libro es observar de cerca el funcionamiento de la elite que surgió en Durango durante el siglo XIX y escudriñar en sus historias familiares para perfilar las características de su organización, como sujetos que ejercieron gran influencia en la vida económica y política. Con esta intención, se apuntan los elementos que distinguieron e identificaron a esta elite; la formación de sus capitales y su reproducción; las actividades económicas a las que fueron encaminadas sus fortunas y cómo contribuyeron al desarrollo de la entidad; la participación política y social que permitió su consolidación durante el régimen porfirista y el papel que desempeñaron en el contexto revolucionario.
Resulta atinado insertar el desarrollo de las buenas familias en el contexto del despegue económico de las últimas décadas del siglo XIX mexicano, pues Durango, a diferencia de otras entidades, no tuvo un crecimiento integral, en virtud de que la próspera región lagunera eclipsó el despegue económico de una gran parte de su territorio, incluida su capital, espacio donde se ubica el objeto de estudio. Lo anterior hizo de la ciudad de Durango un lugar que experimentó "el atraso y el aislamiento", lo que significó un gran reto para una elite con pocas oportunidades de inversión. No obstante, se crearon y consolidaron importantes fortunas, lo cual denota un espíritu emprendedor y capacidad de adaptación a los tiempos modernos, en un entorno en el que no abundaron las facilidades.
La posesión y acumulación progresiva de la tierra fueron fundamentales en la segunda mitad del siglo XIX para la consolidación de este grupo en Durango, aunadas a su participación en los ámbitos político y económico, factores que en poco tiempo les permitieron acceder y ubicarse en un sitio privilegiado dentro de la sociedad. Lo anterior se apuntaló firmemente gracias a las redes y alianzas que establecieron los grupos familiares y que se reflejó en el incremento de las fortunas y su posición en el entorno económico.
En esta dinámica, las "buenas familias" duranguenses se convirtieron en grandes propietarias de tierras, adaptando las tradicionales formas mercantiles a los principios de la modernidad. Si bien lo anterior significó, por un lado, un mejor aprovechamiento de los terrenos; por otro, afectó las propiedades comunales y los pueblos, circunstancia que atizó los añejos conflictos por la tierra que caracterizaron al siglo XIX. La concentración en pocas manos enfrentó a las comunidades agrarias despojadas con los hacendados y constituyó uno de los factores fundamentales para el inicio de la gesta revolucionaria en 1910.
Y es así, en este ambiente de violencia popular, de odio acumulado en contra de aquellos que representaban el poder y el agravio social, donde inicia esta historia, "el principio del fin: crónica de un día difícil". Y en efecto, el 17 de junio de 1913 sí que lo fue para los ricos terratenientes y hombres de negocios duranguenses, que ante el temor de que la ciudad fuera tomada por los revolucionarios y los grupos rebeldes, se atrincheraron en sus grandes casas. "La pura pomada", como se les decía entonces, como los Pérez Gavilán, los González Saravia, los Bracho, los De la Parra, los Gómez Palacio, los Gurza, los López Negrete, entre otros, habían apoyado desde el año anterior la formación de un cuerpo de voluntarios denominado Defensa Social, el cual se organizó para la "defensa de la ciudad", amenazada por las "chusmas rebeldes". Muy pronto se darían cuenta lo caro que les saldría el haber apoyado al gobierno de Victoriano Huerta, opción que tomaron en aras de restablecer el viejo orden y continuar gozando de la protección en sus negocios e intereses, pero que acabó colocándolos en una difícil situación.
El resultado de la toma de Durango fue fatídico para la elite, pues la plaza no sólo no pudo ser defendida por las fuerzas federales y locales, sino que fue objeto de la rapiña y la "justicia por propia mano" de los sectores menos favorecidos de la población. Los odios afloraron y muestra de ello fue el impresionante panorama que presentó el centro de la ciudad luego de la reyerta. Frente a los violentos acontecimientos registrados, a las "buenas familias" no les quedó más remedio que abandonar la entidad. De hecho, algunos no volverían a pisar suelo duranguense. Esta circunstancia resultó una victoria significativa para los revolucionarios en contra del gobierno huertista y representó el principio del "fin de una elite herida de muerte, la cual vería socavado su poder económico durante los siguientes años de lucha revolucionaria, quedando desarticulada y marginada del poder político que había detentado por tanto tiempo" (pp. 63-64).
Pero, ¿quiénes eran esas familias que despertaron tanto odio y revanchismo entre la población duranguense?, ¿cuál era el origen y trayectoria de sus fortunas? En el segundo apartado titulado "La riqueza, el poder y el prestigio" se rastrean las trayectorias familiares durante el siglo XIX, con el fin de conocer el desarrollo de varias generaciones en el contexto económico y su relación con el poder político y eclesiástico. Con esta intención se da cuenta de cómo la elite pudo hacerse de un lugar privilegiado, desde sus orígenes en el periodo novohispano y en los primeros años del México independiente, y la capacidad de recomponerse, pues nuevas familias despuntaron y convivieron con algunas que lograron permanecer. De esa suerte comenzó a configurarse una elite más compacta, la que transitaría hacia la segunda mitad del siglo, en muchos de los casos, con un renovado espíritu emprendedor que sumó herencias y aprovechó oportunidades en distintos rubros de la economía, a la par que fortalecieron los vínculos políticos y afianzaron sus relaciones a través de redes sociales y familiares muy características en ese siglo.
Durante el régimen porfirista la elite duranguense gozó del apoyo del "héroe de la paz". En este periodo la dirección de los asuntos públicos estatales recayó (aunque con fricciones entre los grupos políticos locales) en la "gente bien", lo que favoreció el acceso a privilegios económicos y prebendas políticas, circunstancias que a la larga exacerbaron el latente descontento y la oposición de los sectores menos beneficiados. Esta situación se agudizaría en la primera década del siglo XX y tendría su culminación con la toma violenta de la ciudad capital.
La historia de estas familias "notables" quedaría incompleta sin el conocimiento del ámbito social en donde se desarrollaron, modos de vida, la imagen social y el sistema de valores compartidos en el seno familiar y de la elite en su conjunto. Así, los usos y costumbres, la vida cotidiana, los festejos, los rituales religiosos y el esparcimiento permiten el acercamiento a un repertorio de conductas y actitudes que demostraban la pertenencia a una clase, lo que derivó en la construcción de una mentalidad "aristocratizante" que pervivió a través de varias generaciones.
En el capítulo "Historias de familia. Redes y negocios" se da seguimiento a los elementos que distinguieron a tres de las familias que formaron este núcleo de la elite duranguense: los Bracho, los Pérez Gavilán y los González Saravia. En este ejercicio podemos ver el desarrollo de las fortunas a lo largo del siglo XIX. En el caso de los primeros, resulta evidente que el cambio generacional modifica el perfil de propietarios de la tierra, de hacendados tradicionales a una figura más moderna, la del empresario que invierte y diversifica sus actividades económicas, mismas que en más de una de las ramas familiares incrementaría los capitales, de tal suerte que para el porfiriato su posición como miembros prominentes de la elite en Durango se afianzó visiblemente.
El tránsito de los Pérez Gavilán a lo largo del siglo XIX comparte características con la familia antes citada, como lo fue su origen terrateniente y latifundista. Sin embargo, un rasgo peculiar los distinguía: la religiosidad que profesaban. Esta circunstancia marcó su profunda relación con la Iglesia católica, la cual se vio coronada con el nombramiento de un obispo salido del seno familiar. Durante la segunda mitad de este mismo siglo alguno de los miembros figuró en la esfera política y los negocios duranguenses, aunque en este rubro actuaron con mayor cautela que otras familias, sin correr riesgos económicos en sus inversiones y concentrando sus actividades en el ramo agropecuario y comercial, sin por ello dejar de participar en la adquisición de propiedades rurales y urbanas. Sus activos políticos y sociales, como en otras familias, se incrementaron y afianzaron a través de lazos matrimoniales.
El tercer caso estudiado es el de los González Saravia. Comparten lo ya delineado como elementos comunes a esta elite, pero se diferencian por no poseer orígenes novohispanos o de principios de la vida independiente en esta región, pues su fundador aparece en el escenario duranguense hacia la década de los años cuarenta del siglo XIX. No obstante, "su primitivo solar de linaje" estaba avalado por la casa de la villa de Ramales, en Santander, España. Su enlace matrimonial con una joven cuya familia mantenía muy buenas relaciones con notables de la sociedad, le abrió las puertas para acceder al grupo selecto de la elite, y con el tiempo destacaría en todos los ámbitos. Sin restarle importancia a muchos de los elementos que caracterizaron a esta familia vale la pena apuntar que el caso de los González Saravia ilustra la capacidad de recomposición y flexibilidad de la elite duranguense.
"La revolución y las elites duranguenses" es el capítulo final del libro. En este se analiza cómo el movimiento revolucionario de 1910 puso a la elite en una posición difícil, pues fue el blanco de la rebelión popular y del añejo descontento del ámbito rural por la eterna disputa por la tierra. Los poderosos del "antiguo régimen" vieron cómo la agitación popular canalizó sus fuerzas en la ocupación de las propiedades y la destrucción de las haciendas. El panorama fue de desolación: el saqueo, el robo y la ocupación de tierras y casas estuvieron a la orden del día, situación que se agudizó aún más durante el gobierno maderista y las tensiones tendieron a agravarse. Frente el devastador panorama de los primeros años revolucionarios, gran número de haciendas fueron abandonadas por sus propietarios, algunos permanecieron en la capital del estado en espera de que la situación mejorase, otros más lo hicieron pero desde la ciudad de México por considerarla más segura. Sin embargo, 1913 fue el año en que las buenas familias perdieron de manera más decisiva su presencia económica y política.
Lo que siguió no fue mucho mejor. La formación de la mencionada Defensa Social con voluntarios de los grupos de elite fue el estigma que los condenó y convirtió en "enemigos de la causa": los ricos porfirianos fueron castigados, sus terrenos en las haciendas expropiados y fueron objeto de préstamos forzosos. En este contexto, la Iglesia católica no corrió con mejor suerte, pues entre otras medidas, se pusieron en pleno vigor las Leyes de Reforma. Los pocos que permanecieron en Durango fueron testigos de las crecientes desavenencias entre los grupos revolucionarios, hasta que finalmente fueron expulsados o salieron huyendo.
Un hecho curioso y notable en esta historia es que Francisco Villa, quien había nacido ahí en Durango, nombró como gobernador a un miembro de las principales familias de la elite, Emilio González Saravia, quien había sobrevivido a la ola revolucionaria en virtud de sus simpatías hacia Villa y a la popularidad de que gozaba entre la población. Pero las persecuciones y confiscaciones de las propiedades de los miembros de la antigua elite continuaron durante su gobierno. Estas circunstancias se reprodujeron en gran medida durante los gobiernos carrancistas y, en numerosas ocasiones, los rendimientos de los negocios fueron para los jefes revolucionarios. En 1917 Venustiano Carranza ofreció a los antiguos dueños la devolución de las propiedades confiscadas, la cual se realizó en su mayoría bajo criterios locales que dependieron de los "antecedentes y conductas políticas" de sus propietarios para juzgar quiénes eran "enemigos de la causa constitucionalista".
El proceso fue complejo y acabó por fragmentar más aún a la otrora poderosa elite duranguense, pues si bien algunos regresaron para retomar sus actividades, otros, por el contrario, lo hicieron para poner en venta sus propiedades o fraccionarlas entre sus familias. Lo que no regresó fue su presencia en el ámbito político. El significado social que quedó de los años revolucionarios se vería reflejado en las décadas subsecuentes. Novedosas formas de movilización y organización agraria darían fe de ello.
En los años de la posrevolución observamos a una elite que pudo mantener cierto dominio económico, aunque en un ambiente de transformación, pues un sector del nuevo orden militar había venido a "recomponerla". Su integración, sin embargo, tuvo que enfrentar las acciones agrarias como el fraccionamiento de las haciendas, con lo cual se consumó el intento de los agraristas para asegurar los ejidos. Sería en el periodo cardenista que el reparto de tierras se aceleraría y las grandes propiedades fueron divididas y repartidas. Con estas acciones, una nueva oleada de la elite saldría para siempre de su lugar de origen.
En suma, la aparición en las últimas décadas de diversos libros de temática similar a este, en los que se explica y analiza la presencia social de las elites locales de fines del siglo XIX y del XX, permite comprender mejor, de forma más completa e integral, la historia de las entidades federativas y de los grupos sociales que conforman ese complejo conjunto que llamamos nación. Conocer su contribución (positiva o negativa) a la historia local y los avatares de su trayectoria, y poder sumar los de las familias de las elites de Durango a los que ya han sido objeto de estudios rigurosos como este, nos permite, sobre todo, reflexionar con mayor acierto y precisión, sobre las rupturas y continuidades que forman la historia de México en los ámbitos local y nacional. Sin su comprensión no es posible entender y explicar las particularidades del México actual, tan pleno de complejidad, confusión, discurso esquemático e incertidumbre.
Marisa M. Pérez Domínguez
Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
Ciudad de México, México