Am. Lat. Hist. Econ., núm. 36, julio-diciembre, 2011, pp. 217-222. http://alhe.mora.edu.mx/index.php/ALH
Reseña
Luis Alonso Álvarez,
El costo del imperio ásiatico. La formación colonial de las islas Filipinas bajo dominio español, 1565-1800,
prólogo de Josep Fontana México,
Instituto Mora/Universidade da Coruña, 2009, 372 pp.
La atención a la historia colonial de las islas Filipinas en España ha sido constante pero muy limitada durante el largo siglo que media desde la disolución del imperio insular español del ochocientos y nuestros días. Si la recientemente desaparecida profesora Lourdes Díaz-Trechuelo fue la referencia obligada durante toda la segunda mitad del siglo XX, otros nuevos especialistas fueron llegando en sus décadas finales a este espacio descuidado por la historiografía española, auténtica cenicienta del americanismo hispano. Los últimos en incorporarse a la tarea han sido los miembros de un equipo de investigación que incluía singularmente a Josep María Delgado, Josep María Fradera y Luis Alonso, profesores los dos primeros de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona y el segundo de la Universidade da Coruña. Fruto de la tarea de este grupo ha sido la publicación de varios libros y artículos referidos a tal temática, la dinamización de muchos encuentros científicos, la edición de una revista ejemplar (Illes i Imperis) y la colaboración abierta con otros grupos de España (Antonio García-Abásolo de la Universidad de Córdoba, Patricio Hidalgo de la Universidad Autónoma de Madrid, María Dolores Elizalde del Consejo Superior de Investigaciones Científicas) y de fuera de España (particularmente franceses, mexicanos y filipinos).
Uno de los frutos más sobresalientes es este libro publicado, con esmero tipográfico y atractiva portada, conjuntamente por la Universidade da Coruña y por el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora de México. Sus páginas (prologadas por Josep Fontana) reúnen una serie de trabajos del profesor Luis Alonso, que a pesar de su diversa fecha y procedencia (contribuciones a congresos, intervenciones en foros académicos), guardan un orden y una unidad en torno a la ocupación española de las islas Filipinas durante los siglos XVI, XVII y XVIII, de tal modo que su resultado es una interpretación de la historia colonial de las Filipinas desde el observatorio privilegiado del funcionamiento de la Hacienda y la fiscalidad, aunque su ambicioso planteamiento lleva a conclusiones que superan el marco de la Hacienda (que por sí solo ya es muy amplio) e incluso el marco de la macroeconomía (que todavía lo es más), para ofrecernos una visión general de los factores que definen el colonialismo español en Asia durante los tiempos modernos.
Y este objetivo aparece con claridad desde el primer capítulo de la primera parte, una reelaboración de una ponencia presentada al congreso que sobre Legazpi tuvo como sede la ciudad de San Sebastián, en 2003, y dedicada a la "formación del proyecto español" en las Filipinas. Un proyecto que descarta pronto la posibilidad de convertir el archipiélago en el Maluco hispano, tras la constatación de la inexistencia de especias, particularmente de pimienta: el tratado de Zaragoza de 1529, que deja el comercio de las Molucas en manos de Portugal, priva de sentido a la expedición subsiguiente de Ruy López de Villalobos y plantea una incógnita sobre el futuro de la instalación definitiva llevada a cabo a partir de 1565 por Miguel López de Legazpi, en cuyas instrucciones todavía se deja un resquicio para un improbable descubrimiento de especias en las propias islas o en las aledañas. La conquista de Filipinas -en realidad, como el autor subraya, solamente la isla de Luzón, sede del complejo Manila-Cavite, y las Bisayas, a partir de la ciudad de Cebú- se hace sin una definición previa de sus objetivos, que han de ser debatidos en los años sucesivos.
Sin especias, sin minas, sin una agricultura exportable, sin posibilidad de abrirse paso ante otros competidores en el comercio del Pacífico, la empresa de Filipinas precisaba otras alternativas. Una de las manejadas en los primeros años fue, por mucho que cueste imaginarlo, la conquista de la China de los Ming, una opción exhaustivamente estudiada por Manel Ollé en dos libros básicos (La invención de China, 2000, y La empresa de China, 2002) y que sería abandonada definitivamente tras el fracaso de la jornada de 1588 en Inglaterra, aunque en realidad fue más bien fruto de las elucubraciones de los españoles de Filipinas que de las discusiones del Consejo de Indias. Finalmente, se optó por una solución que enlazaba claramente con la tradición expansiva española: Filipinas sería una colonia de po-blamiento, donde la soberanía española se impondría sobre la población indígena y, además, se convertiría en la avanzada hacia Oriente de una América que vería así defendido su flanco occidental. Este proyecto no fue concebido en un día, sino a lo largo de un proceso, que fue incorporando progresivamente elementos nuevos, especialmente en los ámbitos financiero, comercial y estratégico. Primero, las autoridades españolas decidieron organizar una Hacienda filipina que financiase la ocupación territorial. Después, encontraron una solución económica viable, la de incorporar a China y otros países asiáticos dentro de un comercio internacional transpacífico: los ricos productos asiáticos que fluían a Europa por la ruta de los portugueses irían también a América a través de una ruta, que pasaría a llamarse del galeón de Manila, y se intercambiarían por la plata del Nuevo Mundo, que hallaba un nuevo espacio para su función de dinamizadora de una economía mundializada, del mismo modo que (tras la marginación de los mercaderes portugueses y peruanos) contribuía a aumentar el giro comercial de Nueva España. Y por último, tras la irrupción en las aguas del Pacífico de las naves de Holanda y de Inglaterra, desde principios del siglo XVII, Filipinas sería al mismo tiempo un baluarte para la defensa del imperio asiático portugués y una pieza capital para distraer a las potencias enemigas de su presión sobre los dominios americanos españoles.
Analizados así los orígenes del proyecto español en Asia, el autor pasa ahora a ocuparse del principal objeto de su investigación: la formación de la Hacienda hispana en el archipiélago. En este sentido, no nos hallamos ante una historia sistemática de la Hacienda filipina durante los siglos de la edad moderna, ya que el método de publicación de artículos separados sobre los diversos elementos imposibilita una organización milimétrica y un tratamiento exhaustivo de la temática abordada. Sin embargo, el trazado de las líneas generales es absolutamente impecable, hasta el punto de que la exposición se convierte en la mejor visión panorámica de la fiscalidad española en las Filipinas que se haya escrito hasta el momento.
Como marco general, el autor identifica las tres etapas de la evolución de la Hacienda filipina. El primer periodo (1564-1604), llamado de "autonomía fiscal", con un monto de unos 100 000 pesos anuales, se basaría en la implantación del tributo indígena y en los ingresos procedentes del almojarifazgo o impuesto sobre el comercio exterior. Sería seguido por un segundo y más extenso periodo (1604-1782), llamado de "apoyo mexicano", con unas cantidades medias de unos 470 000 pesos anuales, que necesitaría de la inyección del situado remitido desde Nueva España. Y, finalmente, la tercera y última etapa, designada como de "autosuficiencia fiscal", con un monto de unos 950 000 pesos anuales, volvería a basarse en el tributo indígena, pero sobre todo en los ingresos provenientes del estanco del tabaco.
En este contexto, resulta fundamental dibujar el proceso de la imposición del "complejo tributario" indígena, operación que el autor realiza de forma nítida y convincente. El tributo propiamente dicho pronto queda fijado en una cantidad, no demasiado elevada en relación con las posibilidades de la economía indígena, de ocho reales por familia pagados en especie. Las ventas forzosas de mercancías (bandalas) obligan a los indígenas a entregar ciertas mercancías a las autoridades (e ilegalmente a ciertos particulares) no a precio de mercado sino a precio de arancel. Y, finalmente, los servicios personales (polos), que el autor hace equivaler al cuatequil azteca y a la mita peruana, significan la aplicación de mano de obra indígena a determinadas actividades, entre ellas los onerosos cortes de madera para la construcción naval. El sistema se cierra con una nota sobre algunos de los efectos más palpables para la realidad económica y social del archipiélago: la concentración de la población en doctrinas, reducciones y pueblos, el cultivo del arroz por inmersión (con el empleo del arado y del carabao como animal de tracción) y el retroceso de la producción agraria a favor de la economía mercantil del tráfico transpacífico del galeón de Manila.
Una última pieza, analizada aparte, es la incorporación de los señores indígenas, los señores del barangay, como recaudadores al servicio del sistema impositivo español, aunque este capítulo se ocupa de muchos otros aspectos inéditos de la evolución de estas principalías indígenas, típicas de la isla de Luzón y de las Bisayas, bajo el dominio hispano. Los señores del barangay (autoridades políticas independientes con ascendiente sobre grupos de 30 a 100 familias) se transformarán, tras la conquista (realizada por el sistema de entradas militares), en los gobernadores de los pueblos de indios al servicio de los españoles (que les darían el nombre de gober-nadorcillos) y por lo tanto en una pieza fundamental como intermediarios entre la población indígena y los nuevos dueños del archipiélago. El autor subraya la fecha de 1594 como la del definitivo establecimiento de este sistema (que daría una gran estabilidad al gobierno interior de las islas) y, también, aunque con trazo menos grueso, destaca la de 1789, momento de supresión del carácter hereditario de las principalías, atenuada la disposición por un cumplimiento menos efectivo en las regiones más alejadas de la capital. En definitiva, otro estudio completo de un elemento, si se quiere sólo tangencialmente implicado en la trayectoria del sistema hacendístico de las Filipinas españolas, pero esencial para comprender la historia económica, social y política del archipiélago.
Otra cuestión capital de la fiscalidad filipina ocupa la atención preferente del autor: el debate sobre la cuantía y el papel del situado mexicano a lo largo de los siglos. El ejemplar capítulo quinto se dedica a desmentir las tesis consagradas de Pierre Chaunu y, sobre todo, de Leslie Bauzon sobre la necesidad del situado a causa del déficit crónico de la Hacienda filipina, sobre el famoso deficit government teorizado por el último de estos historiadores. Luis Alonso rebate este planteamiento con sólidos argumentos y con la aportación de nuevas evidencias cuantitativas: la recaudación transferida desde las cajas generales de Manila a las cajas territoriales ha hecho aparecer un falso déficit que ha podido confundir a los investigadores, al mismo tiempo que pudo, en su día, justificar la necesidad del situado para hacer frente al hostigamiento musulmán desde Mindanao y las Joló, a las revueltas indígenas y, sobre todo, a la amenaza de la Compañía General de las Indias Orientales (extinguida en 1648 tras la firma de la paz de Münster) y de otras potencias enemigas. La temática se retoma en el capítulo octavo con idéntica fuerza de convicción: el situado no respondió a la cantidad tradicionalmente aceptada de 250 000 pesos (por otra parte establecida oficialmente sólo en 1675), sino que osciló de acuerdo con una serie de factores, entre los que se cuentan la presión de la Compañía General de las Indias Orientales, las coartadas urdidas desde Manila, el menor interés de los filipinos a mediados del siglo XVIII (que el autor considera incluso como un factor a contar en la ocupación inglesa de 1762) y el aumento durante las guerras de finales de la centuria, paradójicamente en un momento en que la Hacienda del archipiélago había llegado a ser autosuficiente por el mejor procedimiento de recaudación del tributo y por los ingresos derivados del establecimiento del estanco del tabaco.
Un último capítulo se consagra a las innovaciones introducidas en el último tercio del siglo por el reformismo borbónico. Con especial atención se analiza el papel del Consulado de Manila como principal defensor del monopolio del galeón frente a la política metropolitana de introducir en el archipiélago la libertad de comercio tal como se contemplaba en los decretos aplicados en América desde 1778 y de promover al mismo tiempo una agricultura de plantación, que permitiera una sustitución de las importaciones asiáticas por las exportaciones autóctonas, principalmente el tabaco, el azúcar, el añil y los textiles (algodón, abacá). La Compañía de Filipinas fue la pieza clave en esta transformación de los elementos sobre los que había pivotado la economía de las islas durante más de dos siglos.
Naturalmente, en esa reconversión radical hubo ganadores y perdedores, pero finalmente condujo a una adaptación generalizada a las nuevas condiciones impuestas a partir de ahora, en lo que podríamos llamar el "sistema español del Pacífico". En este punto, y a pesar de las espléndidas fuentes descubiertas y utilizadas por el autor, quedan todavía muchas dudas por esclarecer. No se pueden juzgar los efectos (y aún menos calificarlos como "perversos") del comercio libre en el mismo sentido que en América (donde tampoco se puede magnificar la crisis de sobreabastecimiento de 1787, dejando fuera del cuadro el excelente comportamiento del sistema hasta la coyuntura bélica iniciada en 1797), dados los diferentes mecanismos que regían los intercambios en uno y otro ámbito; aunque tal vez no tan diferentes, ya que si España fue puente de plata entre América y Europa, las Filipinas fueron puente de plata entre América y Asia. Por otra parte, el puerto de Manila funcionó como puerto franco desde 1790 con unas atribuciones y unas funciones bien distintas de las desempeñadas por los puertos americanos del libre comercio. Finalmente, el sistema del Pacífico no sufrió de modo inmediato la transferencia de su eje desde México a España: el galeón de Manila continuó en activo hasta la segunda década del siglo XIX, pero además, toda otra serie de barcos continuó manteniendo la relación entre Manila y Acapulco hasta 1820 (justo hasta la llegada de Agustín de Iturbide), de modo que la plata mexicana siguió desempeñando su papel de combustible metálico indispensable en esta parte del mundo a través de la mediación del comercio filipino. Las Filipinas mexicanas no pasaron a ser unas Filipinas españolas hasta 1820, como (junto con Marina Alfonso) he tratado de poner de manifiesto en otros lugares.
En suma, la obra de Luis Alonso es una aportación de primer orden para la historia no sólo de la Hacienda de las Filipinas, sino de las relaciones del archipiélago con México y España, desde la llegada de Legazpi hasta la época de la independencia de América. Su valor reside en la excepcional documentación allegada, en el completo análisis de la implantación y la evolución de la tributación indígena, en el convincente replanteamiento de la cuestión del situado frente a las tesis tradicionalmente admitidas, en la sugestiva revisión del reformismo borbónico en las islas, en el perfecto engarce de la historia fiscal con la historia general en el ámbito del Pacífico español, de donde la pertinencia tanto del título como del subtítulo del libro. Se trata por lo tanto de una obra fundamental e imprescindible que, por encima de todo, renueva de modo radical nuestro conocimiento y nuestra percepción de las coordenadas que definieron el devenir de las islas Filipinas a lo largo de los tiempos modernos.
Carlos Martínez Shaw
Universidad Nacional de Educación a Distancia, España