Am. Lat. Hist. Econ., núm. 36, julio-diciembre, 2011, pp. 39-64. http://alhe.mora.edu.mx/index.php/ALH


Artículos

 

Los balleneros Anglo-estadunidenses y la cuestión de la 'extranjerización' del comercio peruano a fines de la época colonial, 1790-1820

 

Ramiro Alberto Flores Guzmán

 

Fecha de recepción: noviembre de 2009
Fecha de aceptación: enero de 2010

 


Resumen

La mayor parte de los historiadores coincide en señalar que el fin del monopolio mercantil español en la costa oeste del océano Pacífico fue resultado de las reformas imperiales en el ámbito comercial. Desde nuestra perspectiva, esta explicación es insuficiente pues no toma en consideración los tratados internacionales firmados por la corona mediante los cuales cedió derechos de navegación a barcos de otras naciones en aguas territoriales españolas. En este artículo proponemos que el monopolio español en el Pacífico fue socavado por la masiva intrusión de barcos balleneros anglo-estadunidenses que llegaron amparados por los tratados de pesca de 1790 y 1795. Al combinar la pesca con el contrabando, los balleneros llevaron, tal vez sin proponérselo, al colapso de los sistemas de control del comercio extranjero. La apertura de la navegación al tráfico ballenero desempeñó, en consecuencia, una participación significativa en el desmantelamiento del monopolio comercial español en aguas del Pacífico sudamericano.

Palabras clave: Perú, colonia, balleneros, comercio, monopolio, ingleses, estadunidenses.


 

Abstract

Most historians agree that the end of the Spanish commercial monopoly on the west coast of the Pacific Ocean was the result of imperial reforms in trade. From our perspective, this explanation is insufficient since it does not take into account the international treaties signed by the crown through which gave rights of navigation to ships of other nations in Spanish territorial waters. In this paper we propose that the Spanish monopoly in the Pacific was undermined by the massive intrusion of Anglo-American whalers who arrived covered by the fishing treaties of 1790 and 1795. By combining fishing with smuggling, the whalers drove, perhaps unintentionally, the collapse of systems of control of foreign commerce. The opening of the whaling traffic played, therefore, a significant role in dismantling the Spanish trade monopoly in the South American Pacific waters.

Key words: Peru, colony, whalers, trade, monopoly, English, Americans.


 

Uno de los aspectos más controvertidos de la historiografía económica es el de la penetración extranjera dentro del comercio peruano. Si bien los mercaderes foráneos habían logrado infiltrarse subrepticiamente en los mercados del virreinato desde el siglo VXI, nunca se atrevieron a desafiar abiertamente la legalidad del sistema monopólico ni menos aún los derechos exclusivos de navegación de los españoles en el Mar del Sur.1 Esta situación dio un giro inesperado a fines del periodo colonial, cuando los extranjeros pudieron desplegar libremente sus actividades en el mercado peruano, desplazando definitivamente a los cargueros españoles de este lucrativo tráfico. La constatación de este hecho llevó a los historiadores a plantearse una pregunta fundamental: ¿cuál fue el hito clave que marcó el fin del monopolio comercial español en Perú?

La respuesta, como era previsible, no fue unánime. El historiador Timothy Anna, por ejemplo, se aventuró a señalar que el proceso de alienación comercial fue el resultado de la crisis terminal del régimen colonial. Ello implica que el éxito del comercio foráneo no fue inducido "desde fuera", sino más bien fue producto de la decadencia del comercio español con Perú y su virtual colapso en 1819.2 Sin embargo, la mayor parte de los autores se inclinó por culpar del fracaso a la errática política comercial del gobierno de Carlos IV, en especial a la norma que autorizaba el comercio de neutrales (1796).3 Dictada como una medida de excepción en época de guerra, esta ley determinaba que barcos de países neutrales (en especial de Estados Unidos y Alemania) podían comerciar con las colonias, a condición de que las naves regresaran a España. Sin embargo, el último requisito nunca se cumplió y la norma en general permitió una gran apertura hacia el comercio extranjero, tanto en el Caribe como en el Río de la Plata. Para el caso de Perú no existe consenso sobre las implicaciones de esta medida en el proceso de desmantelamiento del monopolio comercial. Desde una perspectiva legalista, Sergio Villalobos afirma que el decreto de comercio con neutrales "no suspendía el monopolio, ya que el comercio quedaba en manos de los nacionales, ni permitía el trato con naves neutrales, que llegarían fletadas por los súbditos de la corona".4 Para John Fisher, por el contrario, la adopción del comercio con neutrales sí representó un hito fundamental en el quiebre del monopolio, pues llevó a una "relajación de los vínculos comerciales entre España y América, y un reforzamiento de las relaciones, en primer lugar, entre la América española y Estados Unidos, y en segundo, puesto que los intereses económicos eran más fuertes que los matices diplomáticos, entre América e Inglaterra".5 Con base en una exploración más exhaustiva de las fuentes, Carmen Parrón Salas llegó a la conclusión de que la penetración extranjera en el comercio peruano fue un proceso gradual, que si bien comenzó con el decreto de 1796, recibió un mayor impulso a partir de la apertura del comercio con Oriente por parte de la Compañía de Filipinas en 1806 y la alianza anglo-española de 1808.6

Aunque válidas, todas estas interpretaciones sobredimensionan la importancia de la variable comercial, dejando al margen el estudio de los derechos de navegación, aspecto crucial en cualquier proceso de apertura de mercados ultramarinos coloniales. Este sesgo tiene que ver con la errónea creencia de que el único interés que podía motivar a un marino inglés o francés a surcar las aguas del Pacífico sudamericano era comerciar con los naturales del país (o saquear sus riquezas), cuando, en la práctica, los armadores extranjeros encontraban bastante azaroso y no muy rentable que digamos mandar sus barcos tan lejos, pues fuera de la plata y unos pocos productos de la tierra, las naves regresaban a sus naciones de origen con las bodegas casi vacías.

Este panorama cambió a fines del siglo XVIII a raíz del descubrimiento de grandes recursos pesqueros que alcanzaban altos precios en los mercados de Europa y Oriente, como las pieles de nutria y foca y, en especial, el aceite de ballena. Ello permitió hacer rentable la navegación en aguas territoriales españolas del Pacífico, pues las embarcaciones podían combinar convenientemente el comercio con la pesca de cetáceos y la recolección de pieles preciosas. Con ello no queremos decir que los balleneros fueran comerciantes, sino que muchos armadores dedicados a la pesca de cetáceos aprovechaban las oportunidades comerciales que se les presentaban en las costas americanas para vender grandes cantidades de mercaderías como una forma de maximizar sus ganancias en los largos viajes transoceánicos.

Los primeros en dedicarse a estas faenas de pesca en aguas del Pacífico sur fueron los ingleses y los estadunidenses a partir de la década de 1780. Se trataba de incursiones esporádicas de barcos que practicaban su actividad sin ningún tipo de garantía jurídica o diplomática, por lo que eran pasibles de sufrir el apresamiento de sus naves y la tripulación por parte de las autoridades coloniales. Su suerte mejoró de forma sustancial a raíz de la suscripción del tratado de paz anglo-español de San Lorenzo de 1790, cuya confusa redacción -al igual que el decreto de comercio con neutrales de 1796- facilitó el tráfico de naves extranjeras en los dominios marítimos españoles del Pacífico. Aquel tratado representa, por tanto, un hito clave en el proceso de desnacionalización del comercio peruano, pues legalizó de alguna forma la presencia de naves extranjeras en aguas territoriales españolas, dando el ejemplo a otros empresarios foráneos que buscaban penetrar el infranqueable mercado colonial hispanoamericano. No obstante su importancia, la actividad de los balleneros no ha recibido mayor atención de parte de los historiadores, debido al hecho de que sus incursiones no quedaron registradas a menudo en los documentos oficiales, lo que dificulta rastrear su presencia en las costas peruanas.

El objetivo del presente artículo es analizar la participación de los balleneros anglo-estadunidenses en el complejo escenario del comercio marítimo peruano previo a la independencia, con el objetivo de determinar su papel en el paulatino desplazamiento de las flotas mercantes españolas por las extranjeras en el Perú de fines del régimen colonial.

 

LOS ANTECEDENTES

Durante la mayor parte de la época colonial, el océano Pacífico fue considerado el gran lago español. Así fue consignado en el Tratado de Tordesillas que consagraba la soberanía de la corona hispana sobre este amplio espacio marítimo. Amparados por este documento, los españoles exploraron y colonizaron costas e islas en áreas cercanas a sus dominios coloniales. La fundación de ciudades y puertos fue seguida con la apertura de activas rutas de comercio a lo largo de la costa americana. Barcos de pequeño y regular tamaño realizaban el tráfico de cabotaje, transportando productos locales, tales como trigo, maderas, vino, cacao, textiles, tintes, y de forma subsidiaria algunos efectos importados. El único tráfico transpacífico lo practicaba el galeón de Manila, que hacía el trayecto anual entre Manila y Acapulco, intercambiando efectos asiáticos por plata americana. El auge de la navegación fue producto de la tranquilidad que reinaba en el Pacífico hasta la década de 1570.

El ambiente de calma fue relativamente breve. Las tensiones políticas entre España e Inglaterra acentuadas por las diferencias religiosas durante la época de Isabel I y Felipe II, llevaron a los ingleses a desconocer los derechos coloniales españoles, tal y como fueron estipulados en el tratado de Tordesillas. El objetivo de los británicos era sentar las bases para la instalación de puestos permanentes cerca de los límites de las ricas colonias españolas. Pero sus acciones -sustentadas más en actos de piratería que en serias empresas colonizadoras- no comprometieron el dominio español en América. No sorprende, por tanto, que las espectaculares correrías de Francis Drake o Richard Hawkins fueran tan sólo una molestia para la libre navegación antes que un grave peligro para la seguridad de las posesiones españolas. No obstante, los diplomáticos británicos supieron sacar provecho de las acciones de sus compatriotas. De acuerdo con el tratado de Londres de 1604, se comprometían a proscribir las acciones piráticas a cambio del reconocimiento de derechos de navegación en los inexplorados territorios del Atlántico norte. Por primera vez los españoles aceptaban la inaplicabilidad del Tratado de Tordesillas y dejaban una puerta abierta para la penetración de otra potencia europea en sus aguas territoriales.

Si bien los Estuardos mantuvieron una relación cordial con la monarquía española, la situación cambió de forma radical a la llegada al poder del lord protector Oliver Cromwell. Su política, decididamente protestante y antiespañola, estaba condicionada por el deseo de invadir los territorios coloniales americanos para obtener las grandes riquezas que albergaban esas posesiones. Los resultados de las expediciones inglesas fueron más bien mediocres, pero alcanzaron un éxito a la postre decisivo: mediante el tratado de paz de Madrid de 1670 los españoles reconocieron el derecho de navegación de los ingleses en aguas del Caribe y el dominio de las islas antillanas que ya se encontraban en su poder, en especial Jamaica, que se convertiría en la principal base de operaciones para el contrabando inglés con la América española.7 Este hecho abrió paso a otras potencias europeas como Francia y Holanda, que iniciaron la colonización de otras islas caribeñas como Haití o Curazao. De esta forma, el Caribe se transformó en un auténtico mar internacional a fines del siglo XVII.

Un firme paso en los planes ingleses para abrir el monopolio americano se consagró en el tratado de Utrecht de 1713. El precio del reconocimiento de un heredero Borbón al trono español fue la concesión de un estatus privilegiado en el comercio con las colonias españolas. Se permitió a los ingleses participar en las grandes ferias comerciales que se celebraban en Portobello y Veracruz, enviando un navío de permiso, el cual gozaría de total inmunidad aduanera. Asimismo, se les concedió el codiciado asiento de negros, que les permitía introducir a miles de esclavos en las colonias españolas, bajo cuya sombra se podía practicar a su vez un contrabando masivo. Y aunque ambas facilidades fueron suprimidas en 1741, la corriente comercial entre las colonias inglesas del Caribe y la América española nunca se detuvo.

Durante el siglo XVIII las potencias occidentales pusieron su atención en el Pacífico como un nuevo espacio económico y un centro de sus estrategias de expansión colonialista.8 Una oleada de navegantes y naturalistas procedentes de distintos países inició la tarea de explorar las islas del océano y los puntos deshabitados en las costas del continente. A las expediciones pioneras del marino ruso Vitus Bering, el inglés James Cook (1768-1779) y el francés Jean-François de La Peróuse (1785-1788), los españoles respondieron con las expediciones dirigidas por Juan Francisco de la Bodega y Quadra (1775 y 1779) y Alejandro Malaspina (1789-1794). Detrás del trabajo científico se encontraba un evidente interés político: los gobiernos buscaron consolidar su presencia en la región del Pacífico mediante la creación de asentamientos y la elaboración de mapas cartográficos. De forma paralela, empezaron la búsqueda de algún recurso económico para consolidar una economía colonial en la región. Es así como fueron descubiertos nuevos productos altamente cotizados en el mercado internacional, como las pieles de nutria y foca y el aceite de ballena. La pesca de cetáceos no era nueva en Europa, pues ya se practicaba a gran escala desde la edad media. Pero la paulatina depredación del recurso llevó a los pescadores a aventurarse cada vez más lejos, primero a las vastas extensiones del Atlántico norte y el Ártico, avanzando lentamente hacia los extensos mares del hemisferio sur a partir del siglo XVIII.

Un hito importante en este gran proceso de "colonización marítima" fue el descubrimiento de grandes poblaciones de focas y ballenas por parte del capitán inglés James Cook en sus expediciones a través del Pacífico en la década de 1770. Este descubrimiento no pasó inadvertido, y la llegada de los primeros barcos balleneros a las costas del Pacífico hispanoamericano no se hizo esperar. En 1788, el empresario inglés Samuel Ender-by aprestó el navío Amelia para realizar la caza de ballenas en Brasil y contrató una tripulación de balleneros de Nantucket (Estados Unidos) al mando del capitán James Shields. Desafortunadamente, el Amelia llegó a su destino al terminar la temporada -cuando los cetáceos ya habían mi-grado hacia el norte-, lo cual representaba una pérdida total para todos los interesados en la expedición. Shields no estaba dispuesto a dejarse vencer por este contratiempo y tras recordar haber leído el diario de viajes del capitán Cook (donde se mencionaba la existencia de grandes poblaciones de ballenas en el Pacífico sudamericano), tomó la decisión de cruzar el Cabo de Hornos y enrumbar hacia aguas territoriales españolas. Allí realizó una cacería fantástica de cetáceos regresando a Londres con las bodegas llenas del preciado aceite de ballena.9 La noticia fue difundida rápidamente entre los marinos ingleses, y a partir de entonces se organizaron varias expediciones hacia los mares australes del Pacífico. Este hecho tuvo profunda significación para Inglaterra, pues como bien lo afirma John Mayo: "The opening of the southern whale fishery and the settlement of Australia by the British meant that far more ships from England sailed the south seas in the normal course of their business than ever before. The Cape of Good Hope route was no longer the only (though still far more convenient) route for journeys below the equator."10

La penetración de los británicos no sólo se limitó al territorio austral, sino también alcanzó las costas del Pacífico estadunidense. A partir de 1789 se empezaron a registrar avistamientos de navíos ingleses cerca de las costas mexicanas, los cuales fueron en aumento a pesar de la queja permanente de las autoridades coloniales.11 Preocupados por el aumento desmesurado de buques extranjeros cerca de sus colonias, los españoles desplegaron una febril actividad exploratoria y colonizadora en el litoral de California. El celo de las autoridades coloniales frente a los navíos extranjeros condujo a un confuso incidente en la bahía de Nootka en julio de 1789, en el cual fueron apresados dos barcos ingleses que habían ocupado este territorio español. La prensa y los políticos británicos, azuzados por los intereses de sus armadores, amenazaron a Madrid con una guerra si no brindaba una reparación y una disculpa por este hecho al que consideraban una afrenta.

El incidente de Nootka fue hábilmente utilizado por la Cancillería inglesa como una excusa perfecta para discutir los derechos españoles en el Pacífico. El ultimátum de guerra lanzado por los británicos llevó a los españoles a realizar frenéticos preparativos defensivos. Sin embargo, la suerte estaba echada: huérfana del apoyo militar francés y con una economía en problemas,12 a la corona española no le quedó más remedio que claudicar. Los representantes de ambos países llegaron a un acuerdo, que fue suscrito en el palacio de San Lorenzo del Escorial el 28 de octubre de 1790,13 el cual fue complementado con otros dos acuerdos firmados en 1791 y 1793.

La historiografía británica ha estudiado las implicaciones de las negociaciones de paz anglo-españolas de 1790, pues en ellas se definieron explícitamente los nuevos principios que regularían la adquisición de dominios coloniales durante el siglo XIX. En síntesis, el tratado estipulaba el definitivo abandono de los clásicos argumentos sobre los que se había basado el imperialismo español desde el siglo XVI (la donación papal y el "derecho del primer descubrimiento"), estableciéndose como principio rector que cualquier reclamo de índole colonial debía estar respaldado en la ocupación efectiva del territorio en disputa.14 En términos prácticos, la convención de 1790 definió las fronteras de los imperios inglés y español en la costa oeste de Norteamérica, a la vez que dio carta libre a los marinos ingleses para navegar a lo largo de todo el océano Pacífico. Ello suponía el fin del monopolio español de la navegación en esas aguas, o como bien lo señala Sergio Villalobos, "la explícita renuncia de España a su hegemonía en el Pacífico".15 Los ingleses obtuvieron el privilegio de la libre navegación y pesca en las aguas del Mar del Sur, utilizando de forma perentoria las costas no ocupadas por los españoles como lugares de desembarco y apresto de sus navíos para las faenas de pesca (artículo 3).16 Se impuso como condición que los barcos no podrían acercarse a menos de diez leguas del litoral ocupado efectivamente por los españoles, y el gobierno inglés se comprometió a impedir el contrabando de sus compatriotas en el Pacífico (artículo 4).17 Pero, como veremos a continuación, esta condición fue sistemáticamente incumplida por los balleneros británicos que empezaron a arribar a las costas peruanas desde la década de 1790.

 

LOS INICIOS DE LA PESCA DE BALLENAS EN PERÚ

A la sombra del tratado de pesca, las balleneras inglesas pudieron navegar sin problemas en toda la extensión del Mar del Sur, organizadas en auténticas flotillas pesqueras que partían de puertos ingleses y estadunidenses en dirección al Pacífico sur. Por lo general, los armadores ingleses fletaban barcos y tripulaciones estadunidenses de Nantucket (Massachusetts) o Boston, aunque enarbolando bandera británica. En 1790 zarpó la primera flota ballenera compuesta por las fragatas Canton, Ospray, Lydia, Washington y Favorite, las que fueron acompañadas por las francesas Necker y Lucia.18 En 1792, el número de naves que cruzaron el Cabo de Hornos aumentó de manera ostensible hasta totalizar 39, lo que en opinión del historiador chileno Eugenio Pereira Salas asemejaba "una especie de invasión del Pacífico sur".19 Contra la creencia común, los armadores balleneros no sólo se dedicaban a la pesca de cetáceos, sino que diversificaron sus actividades, practicando asimismo la caza de lobos y nutrias, cuyas pieles alcanzaban altos precios en los mercados del lejano Oriente.20 Esta diversificación es patente en la bitácora de viaje del capitán Benjamín Lee, cuya fragata Fairy salió de Boston en 1792 "con destino al N. W. y la California a buscar pieles finas para la China y de camino hacer grasa de ballena para venderla en la India a los ingleses y holandeses, de cuyos parajes tenía práctica por otro viaje de mucho lucro que había hecho ahora tres años".21 Las grandes empresas transoceánicas de los balleneros no fueron desconocidas para las autoridades peruanas, que ponderaban

el carácter emprendedor de los ingleses [que] ha dado de 20 años a esta parte, grande impulso a las pescas. Así es que no se ciñen a parajes determinados sino que ocupan los mares más cercanos como los más remotos [...] Ni se limitan a la adquisición de grasas y aceites, dedicándose también mucho al acopio de cueros de lobo marinero y a otros ramos de industria; para lo cual dejan pequeñas partidas de gente sobre las costas en las invernadas, y vuelven al cabo de algunos meses a recogerlas. He visto llegar un barco a Inglaterra, cuyo capitán, por no haber podido adquirir otra cosa mejor, para no venirse de vacío, empleó su gente en cortar madera en la Nueva Zelanda, la cargó en su embarcación, y la trajo a Londres, abriendo de este modo un nuevo rumbo al comercio.22

Más allá del natural recelo de las autoridades frente al creciente número de naves extranjeras que pululaban en aguas territoriales del imperio español, el problema es que muchas de estas embarcaciones no respetaban la cláusula que les exigía apartarse de los dominios hispánicos. Poco a poco se les hizo costumbre recalar en los puertos alegando la falta de víveres y agua, o la enfermedad de sus tripulaciones. Era sin duda una excusa algo torpe, que despertaba las lógicas sospechas de las autoridades para las que "el frecuente encuentro con las embarcaciones del comercio del país, como en las arribadas que pueden hacer en las muchas abras, radas, bahías y puertos despoblados de la dilatada extensión de estas costas, pueden [estos balleneros] con fines ulteriores, establecer correspondencia con estos habitantes para cimentar un comercio clandestino".23

El virrey Francisco Gil de Taboada, alarmado por esta situación, envío una comunicación urgente el 26 de junio de 1793 al ministro Manuel Godoy, para informarle sobre el arribo indiscriminado de balleneros británicos a las costas peruanas.24 Si bien no era la primera vez que advertía sobre este hecho, ahora el tono de su misiva era el de una franca denuncia. En su opinión, las arribadas habían dejado de ser incidentes aislados para convertirse en una práctica común entre los marineros ingleses, quienes aprovechaban los vacíos en el tratado de 1790 para medrar en aguas peruanas. Gil de Taboada percibía claramente los alcances negativos de la infiltración británica, que se traducían en un aumento desmesurado del contrabando. Y aunque existía una real cédula del 25 de noviembre de 1692 que obligaba a las autoridades a poner bajo arresto a cualquier nave que surcara el Pacífico (ya fuera aliada o enemiga de España) a menos de no tener una licencia especial concedida por la corona,25 la capacidad de acción del virrey en este caso era bastante limitada. España había evitado una guerra con Inglaterra permitiéndole en compensación navegar en aguas del Pacífico sur. Apresar a los balleneros ingleses o expulsarlos de los puertos peruanos hubiera originado por lo tanto un incidente diplomático de incalculables consecuencias.

Las autoridades coloniales eran conscientes de la situación por lo que tomaron algunas providencias para contrarrestar la evidente indefensión a la que estaba expuesta la costa peruana frente al arribo masivo de naves balleneras. El problema es que aun cuando el virreinato contaba con un dispositivo de seguridad conformado por buques de guerra, su operatividad resultaba casi nula debido a la escasa actividad de naves y tripulaciones. De ahí que la mejora del sistema de defensa marítima se convirtiese en una prioridad para el nuevo virrey Francisco Gil de Taboada -quien a la sazón era marino de carrera con amplia experiencia en la materia- desde su llegada a Perú en 1790. Su primera iniciativa fue crear un dispositivo naval estable en el Callao, conformado por una fragata y dos bergantines guardacostas (El Peruano y El Limeño) botados en 1793.26 Paralelamente estableció una capitanía de puerto en el Callao, con la misión de regular la actividad de las tripulaciones y barcos del principal puerto del país, y estableció una Academia Real de Náutica en Lima para entrenar a los futuros marinos mercantes y de guerra. Todas estas reformas darían origen a una fuerza naval permanente conocida como la Real Armada, la cual sería embrión de la futura Marina de Guerra del Estado peruano independiente.27 El notable esfuerzo desplegado por Gil de Taboada para hacer frente a un eventual ataque de flotas balleneras tuvo un altísimo costo financiero. El resultado fue la creación del rubro de Cuerpo de Marina en el presupuesto virreinal (desmembrado del ramo de Defensa) y cuyos desembolsos montaban unos 200 000 pesos anuales en promedio.

En contraste con las iniciativas de las autoridades peruanas, los funcionarios metropolitanos asumieron una actitud demasiado permisiva frente a los barcos pesqueros ingleses, pues en lugar de prohibir su arribo a los puertos del litoral, les facilitaron el acceso a través de dos resoluciones muy cuestionables: la primera, emitida por el Ministerio de Hacienda el 3 de marzo de 1793, autorizó tácitamente a los balleneros a recalar en los puertos peruanos a condición de pagar todos sus gastos sin recibir ningún tipo de socorro de las arcas de Hacienda. Esta orden fue complementada por una resolución del Ministerio de Guerra del 25 de marzo, por la cual se ordenó a las autoridades portuarias socorrer a todos los balleneros ingleses, sin exceptuar los casos ni el tipo de embarcación.28 Ambas resoluciones eran bastante condescendientes, y revelan cierto interés del gobierno por lograr un acercamiento a Inglaterra en momentos en los cuales el germen revolucionario francés amenazaba con propagarse a la península y sus dominios.29 El gabinete adoptó una mal disimulada política de apaciguamiento para evitar otro desgraciado incidente como el de Nootka, estableciendo una solución de compromiso: se daría ayuda a los balleneros a condición de que pagasen en efectivo por todas sus compras de víveres. En la práctica, esto significaba dejar sin efecto el artículo 4° de las convenciones de pesca y cuasi legalizar el contrabando en aguas del Pacífico sur.

La respuesta era previsible. Las incursiones de balleneros se multiplicaron durante los siguientes años en todos los puertos del litoral.30 Noticias llegadas de Paita revelaban cómo, en el transcurso de diez días (entre el 22 y el 31 de mayo de 1793), ingresaron al puerto los barcos balleneros Greenwich, Príncipe Guillermo Enrique, Liebre, Rasper y Príncipe de Gales. Se trataba en su mayoría de fragatas grandes, con una media de 300 toneladas de registro, lo que superaba en promedio el peso de las naves que hacían el tráfico en el Mar del Sur. Y peor aún, el ritmo de las arribadas excedía incluso al de los barcos nacionales que hacían el tráfico legal.

Las expediciones británicas contaban con el apoyo explícito de su gobierno, el cual no sólo se circunscribía al campo diplomático, sino que incluía asistencia técnica en el ámbito de la navegación. Para ello, la Marina Real británica comisionó al capitán James Colnett con el encargo de explorar y reconocer los mejores parajes para la pesca de ballenas y desembarco de las naves a lo largo de las costas del Pacífico sudamericano. El resultado fue publicado en Londres en 1798, con el extenso título de "Viaje al océano Atlántico meridional, y doblando por el Cabo de Hornos al océano Pacífico, con el fin de extender la pesca de la esperma de ballenas, y otros objetos de comercio, reconociendo y fijando la situación de los puertos, bahías, surgideros y cabos de ciertas islas y costas de aquellos mares, en que los buques mercantes ingleses, pueden repararse".31 Curiosamente esta guía se convertiría en el manual más completo para los marineros que hacían el viaje hacia las costas peruanas, hasta la aparición de los primeros mapas oficiales peruanos que vieron la luz ya bien entrado el siglo XIX.

Los balleneros estadunidenses aprovecharon la apertura de la navegación en el Pacífico para enviar sus barcos sigilosamente camuflados en medio de las flotas inglesas, pues no contaban con ningún tipo de autorización oficial española. Al principio se interesaron en la caza de lobos marinos en el archipiélago Juan Fernández para vender sus pieles en China. Pero ante el rápido agotamiento del recurso, los marinos se concentraron en la pesca de ballenas.32 La mayor parte de las expediciones partía del puerto de la isla de Nantucket (Massachusetts), y en menor medida de Boston, New Bedford y Nueva York. El primer buque ballenero estadunidense en llegar al Pacífico fue el Beaver en 1789, aunque el primero en enarbolar bandera de aquel país fue el Washington.33 Su ejemplo sería imitado por subsecuentes expediciones, como las de las fragatas Favorita y Rubí, que fueron avistadas en los puertos de Pisco y Coquimbo en 1794. El virrey estaba al corriente de este hecho, por lo que instruyó a las autoridades a perseguir con extremo celo a los barcos balleneros estadunidenses aduciendo que

era necesario usar en este caso de toda la severidad imaginable para que la noticia de este acontecimiento hiciese generalmente entender que en estas partes no podría tener jamás lugar designio alguno mercantil opuesto a las leyes y que aquí encontraría siempre un estorbo insuperable en medio de esta libertad de navegación que parece quiere hacerse general y que la América inglesa intenta introducir y sostiene sordamente con sus buques pescadores, sin embargo de no poder manifestar derecho alguno para este ejercicio en el Mar del Sur habiéndose aquel limitado a los ingleses por la Convención de 1791.34

Justo por entonces, la corona española y el gobierno de Estados Unidos entablaron negociaciones diplomáticas que desembocaron en el Tratado de Paz de San Lorenzo o Pinckney el 27 de octubre de 1795. Aunque el acuerdo tenía como único objetivo definir las fronteras territoriales de ambos Estados en Norteamérica, los astutos representantes estadunidenses aprovecharon la oportunidad para negociar la concesión de derechos de navegación en los mares adyacentes al imperio español. De esta forma, los marinos de esa nación pudieron disfrutar de los mismos privilegios de los que gozaban los balleneros británicos gracias al convenio de pesca de 1790.35 El tratado se convirtió en un efectivo seguro en épocas de guerra, cuando muchos navíos extranjeros eran capturados debido a la sospecha de ser contrabandistas. Bajo el amparo de esta norma fueron liberadas algunas naves estadunidenses, como las balleneras Rose, Maryland, Belle Savage, que habían sido apresadas por la flota de guerra virreinal entre 1796 y 1800.36

En Chile también se registró la llegada de numerosos balleneros británicos y estadunidenses, pero las medidas tomadas por su presidente, marqués de Osorno, permitieron reducir notablemente la afluencia de estas naves, siguiendo las instrucciones emanadas de la orden real del 25 de mayo de 1793. Ahora bien, si hemos dicho que esta real orden permitía de hecho la entrada de naves en los puertos, ¿por qué Osorno la utilizó para denegar este permiso? Es interesante señalar la forma como él interpretó la norma, dándole un sentido opuesto al de su tenor original. Según la orden, no se debía habilitar las naves en arribada forzosa de forma gratuita a costa de los dineros de la Real Hacienda. Pero Osorno interpretó que se debía prohibir todo auxilio, lo que suponía en última instancia expulsar a las naves de los puertos. Gracias a esta providencia, la afluencia de buques británicos a los puertos chilenos disminuyó de forma ostensible.

Pasaba el tiempo y la arribada de balleneros a Perú no se detenía, por lo que se exigía una medida firme contra aquellos intrusos extranjeros. Apremiado por las circunstancias, el virrey decidió cortar por lo sano, ordenando a todos los jefes de distrito negar asilo a las naves que quisieran apostar en algún puerto en busca de ayuda. Podían, no obstante, dirigirse al Callao, donde su tripulación y carga serían minuciosamente revisadas, ofreciéndose socorro sólo a aquellos que tuvieran extrema necesidad de víveres, medicina o agua, mientras que las demás embarcaciones serían expulsadas sin mayores miramientos.37 No contento con esta medida, Gil de Taboada solicitó a las autoridades españolas emitir una declaración explícita condenando la llegada de balleneros británicos a nuestras costas, para obtener un aval diplomático en caso de ocurrir algún incidente serio con estas embarcaciones. Sin embargo, esta declaración se hizo innecesaria, ya que al año siguiente España entró en guerra contra Inglaterra como producto de la desconcertante alianza establecida con la república francesa. Justamente, uno de los motivos principales que esgrimió la Cancillería española para tomar esta determinación fue "la mala fe con que procedía la Inglaterra, las frecuentes y fingidas arribadas de buques ingleses a las costas de Perú y Chile para hacer el contrabando y reconocer aquellos territorios bajo la apariencia de la pesca de la ballena".38 La subsecuente guerra brindó por lo tanto un escudo legal perfecto para acabar con el creciente tráfico inglés en aguas del Pacífico sur.

 

PESCA, CONTRABANDO Y PIRATERÍA DURANTE EL PERIODO DE GUERRA ENTRE ESPAÑA E INGLATERRA (1796-1808)

A partir de 1796 todas las embarcaciones de bandera británica fueron declaradas enemigas, y por lo tanto susceptibles de ser apresadas o embargadas, lo que provocó un notorio descenso en la llegada de barcos balleneros a las costas sudamericanas. Como una compensación, la corona inglesa autorizó a los balleneros a transitar en la franja occidental del Pacífico y gran parte del océano Indico (de los 51 a los 180 grados longitud este), rompiendo con ello el monopolio que hasta entonces ejercía la Compañía Inglesa de las Indias Orientales sobre la navegación en esos mares.39

No obstante los peligros inherentes a la guerra, la afluencia de barcos balleneros en aguas peruano-chilenas nunca se extinguió. En algunos casos prefirieron pescar alejados de las costas, pero era más común verlos actuar como corsarios enarbolando bandera neutral, en especial la de Estados Unidos. Así lo denunció el Consulado, al señalar cómo muchas naves, "aunque giran socolor de bostoneses, sobran fundamentos para creer que en la realidad son corsarios ingleses en la mayor parte".40 Informes oficiales ratificaron la veracidad de estas denuncias, señalando la insidiosa actitud de las naves inglesas que buscaban crear confusión en sus encuentros con barcos nacionales, pues "cuando el buque español es de mayor fuerza enarbolan bandera americana, pero si lo reconocen inferior, entonces usan de la superioridad declarándose por enemigos".41 Otros balleneros prefirieron cambiar el giro de su negocio, aprovechando la coyuntura de guerra y la subida de precios, para emprender arriesgadas aventuras mercantiles. Este fue el caso, por ejemplo, de la fragata inglesa Scorpion, que realizó dos expediciones a las costas peruano-chilenas entre 1806 y 1808.42

El mayor temor de las autoridades no era el aumento del contrabando, sino más bien la posibilidad de una invasión. Fuertes rumores venidos de Europa señalaban la existencia de un plan fraguado por emisarios peruanos en la corte de Inglaterra para convencer a ese país de enviar una gran flota de guerra al Pacífico.43 Temiendo un ataque inminente, las autoridades del gobierno instruyeron al nuevo virrey, marqués de Osorno, para mejorar las condiciones de defensa del virreinato peruano. Actuando con su acostumbrada diligencia, ya demostrada en su gestión al frente de la capitanía chilena, Osorno tomó varias medidas importantes para resistir los embates británicos, tanto en tierra como en el mar. En primer lugar, aumentó la dotación de los puertos de Valdivia, Chiloé y Juan Fernández para resguardar la entrada de cualquier nave al Pacífico, se mejoraron las condiciones defensivas de los partidos de Paita, Trujillo, Callao y Arequipa, y se reforzó la guarnición de la capital.

La mayor preocupación de Osorno era la presencia constante de barcos balleneros en aguas peruanas, porque creía que llegado el momento podrían participar activamente en una previsible invasión inglesa. Redobló, por lo tanto, la vigilancia de las costas, para lo cual comisionó a todos los jefes de distrito con el fin de recoger información sobre la presencia de barcos extraños o sospechosos, estableció una red de vigías marítimos compuesta por pescadores locales y dispuso el uso de dos bergantines para el transporte de pertrechos y soldados a los puertos del litoral. Rechazó no obstante, el pedido del Tribunal del Consulado para armar una flota corsaria dedicada a perseguir a los balleneros y contrabandistas extranjeros. En su lugar dispuso que el gobierno se encargase de esta misión, para lo cual armó en corso una fragata ballenera inglesa apresada en el Callao, y puso a su mando a un hombre de su confianza, el capitán Agustín de Mendoza.

Los siguientes meses se lograron algunos éxitos importantes que llevaron al apresamiento de por lo menos diez barcos ingleses y sus respectivas tripulaciones. El corsario virreinal capturó la fragata Betsy en el Callao, la Lady y Levante en Paita y el Triunfo y Comercio en Pisco. La primera, bien acondicionada, entró incluso a formar parte de la flota corsaria virreinal. Por su lado, las autoridades chilenas consiguieron capturar otras cinco naves contrabandistas que recalaron en los puertos de Coquimbo, Talcahuano y Valparaíso. Tal era el éxito alcanzado por esta empresa corsaria, que el virrey comentaba entre satisfecho y preocupado el hecho de disponer de una carga inmensa de aceite de ballena que no se podía expedir al exterior.44

A pesar del evidente mérito de la política virreinal en materia de defensa, los comerciantes no dejaron de criticar a Osorno aduciendo que los barcos mercantes todavía eran apresados impunemente por los contrabandistas británicos. Esta actitud era producto del resentimiento de los mercaderes contra el virrey, por haberlos desplazado del lucrativo negocio del corso en una época difícil para la actividad mercantil. La mala prensa desatada contra Osorno hizo que al fin este diera su brazo a torcer y permitiera a los comerciantes crear su propio corso particular.

El Consulado se apresuró entonces a organizar su propia flota destinada a capturar barcos extranjeros. Armó para tal efecto a la fragata británica Castor, que había sido apresada en el Callao y al Atlante, cuyo nombre fue cambiado por el de Orué. A ellas se sumó la fragata de guerra Leocadia, llegada desde Buenos Aires gracias a las gestiones realizadas con las autoridades rioplatenses. En sus correrías, esta flotilla logró apresar a las naves inglesas Bretaña y Pólux y a la estadunidense Pegasus, que se hallaba merodeando en las costas de Pisco. El apresamiento de esta nave fue un hecho significativo, pues demostraba que los balleneros estadunidenses habían adoptado las mismas tácticas agresivas de sus pares ingleses en su navegación en el Mar del Sur.

No obstante la febril actividad desplegada por la flotilla del Consulado, las incursiones anglo-estadunidenses no cesaron. Es más, ante la eventualidad de un enfrentamiento con los corsarios peruanos, los balleneros se armaron convenientemente para defenderse y, llegado el caso, atacar a mercantes nacionales como auténticos piratas. Los navíos británicos establecieron su base de operaciones en las islas Galápagos y Otahety (las cuales dominaban la importante ruta entre Perú y Panamá), lo cual les permitía realizar rápidas incursiones en los puertos y caletas del litoral. Mientras tanto, los estadunidenses tomaron posesión de las islas Lobos de Tierra, cuyo dominio daría origen a un largo y controvertido reclamo diplomático al gobierno republicano peruano.45

La guerra corsaria se generalizó desde ambos bandos, perjudicando sensiblemente el tráfico marítimo. En una circular de julio de 1804, el virrey marqués de Avilés informaba sobre los daños provocados por el corsario inglés Arinto, que había ocasionado diversos destrozos en algunos puertos del litoral.46 Pocos meses después, tres naves inglesas bloquearon el puerto de Valparaíso, logrando capturar al bergantín chileno San Agustín. Por último, el 27 de octubre dos fragatas inglesas recalaron en el puerto de Pisco solicitando víveres, pero ante la negativa de las autoridades peruanas, entraron en forma violenta a la oficina de resguardo y la aduana local para tomar todo lo que necesitaban.47 Avilés culpó de estos destrozos a las "embarcaciones inglesas que cruzan este océano, haciendo en tiempos de paz con pretextos de la pesca de ballena el contrabando y los daños que llevo referido",48 advirtiendo, asimismo, que los balleneros se acercaban a la costa para mantener un comercio ilícito con contrabandistas peruanos, por lo que ordenó aplicar la pena de muerte a cualquier individuo que hiciere trato con naves extranjeras enemigas. En respuesta a la ofensiva pirática, el gobierno y los comerciantes reforzaron sus dispositivos de defensa. Así, mientras las autoridades acondicionaron el bergantín de guerra El Peruano, el Consulado adquirió al elevado precio de 95 000 pesos la fragata Paz de la Real Compañía de Filipinas y la armó en corso para perseguir a contrabandistas extranjeros, en especial a los corsarios ingleses.

 

EL AVANCE DEL TRÁFICO MARÍTIMO EXTRANJERO EN EL CONTEXTO DE LA GUERRA REVOLUCIONARIA (1808-1820)

La invasión francesa de la península y la subsecuente alianza entre España y Gran Bretaña suscrita en julio de 1808 marcó un cambio esencial en la actitud de las autoridades coloniales hacia los navíos de esa nación. Aprovechando esta magnífica oportunidad, los armadores británicos organizaron una gran expedición comercial compuesta por catorce navíos mercantes con una carga valorada en más de 900 000 libras esterlinas, destinada a los mercados de Chile y Perú.49 Protegidos por su nuevo estatus de aliados, los marinos ingleses podían navegar sin temor a lo largo de las costas hispanoamericanas, lo que produjo la decadencia de los corsarios peruanos, cuyo negocio era justamente la cacería de los numerosos barcos balleneros y contrabandistas de esa nación que pululaban en el litoral.50

La influencia imperial de Gran Bretaña en el continente se afianzó como resultado del establecimiento de la estación naval británica de Sudamérica en 1808. Concebida como parte de la estrategia global inglesa de control sobre los mares del mundo, la estación era un dispositivo de defensa naval compuesto por un conjunto de buques de guerra estacionados de forma permanente en Río de Janeiro para proteger a la familia real portuguesa residente en aquella ciudad. Su ámbito de acción no se circunscribió a los dominios portugueses de Brasil, sino que pronto se expandió a todo el subcontinente después del pacto hispano-inglés de 1808. No es extraño, por lo tanto, que sus jefes se involucraran en la espiral de la guerra revolucionaria hispanoamericana, aun cuando tenían instrucciones precisas de mantener una actitud de absoluta neutralidad en cuestiones relativas a la relación entre España y sus colonias ultramarinas, lo que devino en amargas recriminaciones por parte del gobierno londinense.51 En cualquier caso, la protección naval proporcionada por la estación fue un escudo seguro para comerciantes y balleneros, quienes a su sombra pudieron aumentar su participación en el comercio iberoamericano y continuar explotando en forma creciente la pesca de la ballena en el Pacífico sur.

Si bien el aumento del tráfico extranjero constituía una preocupación para las autoridades españolas, la lucha contra los movimientos insurgentes americanos (que se inició en 1809 con la constitución de juntas de gobierno) desplazó ese asunto a un segundo plano dentro de la agenda de prioridades del gobierno virreinal. Todos los recursos, tanto en hombres, como en armas y barcos, fueron reorientados a la guerra contra los rebeldes, lo que permitió un aumento sostenido del comercio extranjero. En regiones apartadas como Chile, la magnitud de este tráfico llegó a tal extremo que su presidente, Luis Muñoz de Guzmán, declaraba en tono abatido que "por ser cotidiano el arribo de embarcaciones extranjeras en los principales puertos de este reino, no causa ya novedad digna de elevarse a consideración del rey".52

La nueva oleada de barcos balleneros anglo-estadunidenses que arribaron a Perú durante la década de 1810 difiere del primer gran ciclo pesquero de la década de 1790 en dos aspectos fundamentales: a) la presencia de naves extranjeras es tolerada por las autoridades coloniales como una respuesta a la relativa incomunicación, producto de la creciente inseguridad en aguas del Mar del Sur; b) casi todas las embarcaciones pesqueras prefieren acoderar en el Callao, donde reciben los víveres y la aguada para continuar su travesía.

El creciente ritmo del tráfico ballenero en aguas del Mar del Sur experimentó un corto hiato debido al estallido de la guerra anglo-estadunidense (1812-1815). Uno de los escenarios de este conflicto fue el Pacífico sur, adonde arribó la fragata de guerra estadunidense Essex en 1813, con la instrucción precisa de atacar a los balleneros ingleses que desarrollaban faenas de pesca. Esta agresión fue respondida por los buques de guerra Phoebe, Cherub y Racoon, de la estación naval inglesa, los cuales entablaron combate con la Essex frente a las costas de Valparaíso en 1814, después de la cual se reinició el tráfico ballenero en aguas peruanas.53

El atraque de numerosos balleneros extranjeros en los puertos peruanos a partir de 1815 sugiere la existencia de una actitud más condescendiente del gobierno virreinal hacia el tráfico extranjero, justo en una época en la que se discute la posibilidad de brindar una amplia libertad de comercio a los mercaderes británicos.54 La gran sintonía existente entre el virrey Pezuela y los sectores "liberales" de la aristocracia limeña -que buscaban romper la camisa de fuerza del monopolio gaditano- pudo haber influido en la flexibilización de las normas relativas a la llegada de balleneros a las costas peruanas. Es muy posible que estos barcos también se dedicasen al comercio en una época en la cual los corsarios del Río de la Plata obstaculizaban el tráfico legal entre Perú y España. En efecto, la escuadra rioplatense financiada por el gobierno insurgente de Buenos Aires se dedicó a atacar a todos los barcos españoles que hacían el derrotero a través del Cabo de Hornos y a los mercantes peruanos a lo largo del Mar del Sur. En sus correrías sólo respetaban a los navíos de bandera extranjera que, paradójicamente, terminaron convirtiéndose en los medios de transporte más seguros en estos mares. Como bien lo señala Brian Hamnett, durante este periodo "gran parte del comercio marítimo peruano cayó en manos de armadores extranjeros", que no sólo efectuaban el tráfico interoceánico, sino incluso el comercio de cabotaje, al transportar alimentos entre los diferentes puntos del litoral.55

La apertura del comercio peruano permitió a los balleneros desenvolver sus actividades mercantiles ilícitas con mayor soltura. Sólo en el caso de los estadunidenses entre 1817 y 1818 había al menos 100 balleneros de esa nación frente a la costa oeste sudamericana. El itinerario de esas naves era muy similar: salían de las estaciones balleneras de Nantucket y New Bedford, cruzaban el Cabo de Hornos para internarse en el Pacífico y recalaban en los puertos de Arica, Callao y Paita antes de tomar rumbo hacia la costa noroeste o China. Muchos traían carga para vender en Perú, como el Improvement, que fondeó en Arica el 31 de julio de 1821 para abastecerse de víveres, lo que fue aprovechado por su tripulación para sacar a la venta varios artículos tan diversos como paños finos, vestidos de algodón y lino, sombreros, herramientas, cuchillería, pólvora, balas y otros géneros diversos, todos los cuales eran transados por plata y oro.56

El viajero ruso Vasilii Golovnin, quien pasó una corta estancia en Perú durante 1818, describió perfectamente las prácticas de muchos navíos ingleses que amparados en la pesca de cetáceos introducían productos de contrabando en el virreinato bajo el siguiente procedimiento:

cargan sus barcos de toda clase de mercadería inglesa y lo mandan más allá del Cabo de Hornos a cazar ballenas. Después de matar una o dos ballenas y llenar algunos barriles de grasa, entra el barco a un puerto peruano o chileno con el pretexto de reparación o de falta de alimentos. Entre tanto se conectan con los contrabandistas del puerto. Se ponen de acuerdo para desembarcar las mercaderías en algún sitio apartado. Va allá el barco, entregan su mercadería y reciben sus pesos. Hemos encontrado en el puerto de Lima un barco inglés, apresado por los españoles por haber querido entrar en Valparaíso. El sobrecargo o contador del barco nos contó él mismo cómo, al ver llegar la fragata española que se les acercaba cuando estaban por entrar en el puerto, los ingleses arrojaron rápidamente el agua dulce que tenían menos un barril y pretextaron que la falta de agua les obligaba a entrar en el puerto. Por esta razón exigieron que los españoles liberaran el barco. Pero los españoles, viendo la cantidad enorme de mercaderías que había en el barco inglés, sostuvieron que querían entrar en el puerto de Valparaíso para negocios y no por necesidad. Cuando salimos de Lima, todavía estaba pendiente el caso.57

Las autoridades no eran ajenas a los tremendos inconvenientes que traía consigo el tráfico ballenero inglés, llegando incluso a afirmar que su acción fue una de las causas de la grave crisis económica y del ambiente revolucionario imperante en el virreinato peruano, pues

a la sombra de este permiso [de pesca de 1790] se han abierto y frecuentado nuestros puertos y calas, que han sido después otros tantos veneros o conductos por donde el contrabando se ha aumentado excesivamente en conocido detrimento de nuestro comercio, e intereses del Estado; han arruinado los tejidos del país; y han extraído sus caudales en plata y oro, de que ha provenido sin duda su inacción, su miseria y en los pueblos más distantes el horrendo crimen de la sedición. Pero si fue grande este error hablando de economía, aún es mucho mayor en política, porque dando campo abierto a los extranjeros para fomentar su marina, la nuestra será tanto menor, cuanto las otras se adelanten y engrandezcan.58

A partir de 1820 la mención de los balleneros desaparece de la correspondencia oficial. Es probable que la llegada masiva de barcos extranjeros y el relajamiento de los controles aduaneros hiciera difícil identificar con exactitud la actividad de todos los navíos que llegaban a los puertos peruanos. Lo cierto es que la pesca de la ballena se siguió practicando de forma creciente en las costas peruanas, teniendo como centro neurálgico el puerto de Paita, alrededor del cual se crearon encadenamientos productivos que dinamizaron la economía de una parte importante del norte del país durante el siglo XIX.59 Pero a diferencia de sus inicios, la actividad de los balleneros ya no estuvo asociada al comercio, el cual se desenvolvía de forma independiente y abierta a todas las naciones en los distintos puertos del litoral.

 

CONCLUSIÓN

Las teorías para explicar el fin del monopolio marítimo español en aguas del Pacífico sur se concentran casi exclusivamente en las normas de carácter comercial que relajaron los controles al tráfico de barcos mercantes extranjeros, en especial el reglamento de Comercio de Neutrales de 1796. Sin embargo, los promotores de esta interpretación no toman en consideración el hecho de que ya antes de la promulgación de esa ley, numerosos buques de otros países -en especial ingleses y estadunidenses- pululaban cerca de las costas peruanas y chilenas, practicando un provechoso contrabando amparado en la pesca de ballenas. Por lo tanto, desde nuestra perspectiva, la punta de lanza de la penetración del tráfico británico en el Pacífico sudamericano fue el tratado de pesca de San Lorenzo de 1790, el cual otorgó derechos de navegación a barcos de una nación foránea en un espacio tradicionalmente identificado como el lago español.

El descubrimiento de grandes poblaciones de ballenas y focas a lo largo del litoral peruano-chileno fue un imán irresistible para las grandes flotas pesqueras de potencias navales como Inglaterra, Estados Unidos y Francia, que empezaron a enviar sus naves más allá de Cabo de Hornos, a lo que había sido por casi tres siglos un espacio cerrado al dominio español. Tal vez, sin proponérselo, los balleneros establecieron por primera vez una ruta regular para la navegación internacional a través del Pacífico, dando origen a la consolidación de una auténtica economía mundo que conectaba los cinco continentes. En este esfuerzo, los pescadores anglo-estadunidenses contaron con el efectivo apoyo de sus respectivos gobiernos, que lograron obtener importantes privilegios para sus compatriotas en aguas territoriales hispánicas. Eventualmente, los barcos mercantes extranjeros aprovecharían la apertura del tráfico propiciado por los balleneros para infiltrarse con mayores perspectivas de éxito en los mercados coloniales del oeste sudamericano. En resumen, podemos afirmar que los derechos de navegación precedieron a los de comercio, y fueron decisivos en el proceso de sustitución del tráfico español por el extranjero en Perú al final del periodo colonial.

Las autoridades coloniales no fueron ajenas a esta situación, pues se daban perfecta cuenta de los grandes perjuicios que la existencia de flotas extranjeras podía ocasionar no sólo al comercio legal español, sino a la misma defensa del país. Es por ello que la llegada de los balleneros disparó la alarma del gobierno por el estado de desprotección de las costas peruanas, dando pie a la formulación de un nuevo dispositivo de defensa marítimo. Las medidas incluían la creación de una flota permanente, de una escuela náutica y el establecimiento de una capitanía de puerto en el Callao, reformas que sentarían las bases para la constitución de la Marina de Guerra de la república temprana.

El tráfico pesquero en el Pacífico sur estuvo condicionado por la situación política europea, por lo que cualquier intento de delimitar temporalmente la actividad ballenera debe incorporar la variable diplomática como un factor clave. Es a partir de este criterio que hemos definido tres momentos decisivos en el desarrollo inicial de la pesca de ballenas en Perú: a) entre 1790 y 1796 se produce la apertura del tráfico ballenero anglo-estadunidense bajo el amparo de los convenios de pesca de San Lorenzo de 1790 (con Gran Bretaña) y de 1795 (con Estados Unidos); b) entre 1796 y 1808 se reduce el número de naves pesqueras debido al ambiente de inseguridad producto del estado de guerra entre España e Inglaterra, y c) entre 1808 y 1820 la paz entre España e Inglaterra marca un nuevo periodo de auge para la pesca de ballenas en el litoral peruano, ahora bajo la protección de los navíos de guerra de la estación naval de Sudamérica que se instalan en Río de Janeiro desde 1808. Desde entonces, la pesca de ballenas se desenvolvió sin mayores trabas hasta su liberalización definitiva después de la caída del régimen colonial.

Los balleneros no restringieron el giro de sus negocios a la cacería de cetáceos, sino que combinaron esta actividad con el contrabando a gran escala, e incluso con la piratería en épocas de guerra. De ahí que las autoridades coloniales pusieran especial interés en la represión de los balleneros, pues sospechaban con fundamento de sus verdaderas intenciones mercantiles. De alguna forma, los balleneros fueron la avanzadilla del comercio extranjero en Perú, como bien lo señala John Johnson para el caso de Chile al afirmar que "it was the sealers and whalers plying the waters of the South Pacific who opened the way for commercial penetration of the United States into present-day Chile".60 Y aunque los balleneros no se dedicaran directamente al negocio mercantil, su presencia habitual en las costas hizo que los habitantes de las colonias se acostumbrasen al trato con súbditos de otras naciones y lenguas. Esto favoreció de forma indirecta a los verdaderos mercaderes foráneos, quienes podían desplegar sus negocios con menos interferencias por parte de las autoridades coloniales, las cuales se mostraban inermes frente a la masiva afluencia de barcos de bandera extranjera. Esta pudo haber sido la razón por la cual el virrey Joaquín de la Pezuela, junto a un grupo de grandes comerciantes y burócratas liberales, planteara la necesidad de establecer un tratado de comercio libre con Inglaterra en 1818. El fracaso de esta iniciativa sólo hizo alargar, por unos años más, el anunciado declive del tráfico marítimo español en Perú.

 

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Villalobos, Sergio, El comercio y la crisis colonial: un mito de la independencia, Santiago de Chile, Universidad de Chile, 1968.

 

Notas

1 Nombre con el que se designaba comúnmente a las aguas del Pacífico sudamericano.

2 Anna, Caída, 2003, p. 165.

3 Véanse Fisher, Relaciones, 1992; Mazzeo, Comercio, 1994, y Parrón, Reformas, 1995.

4 Villalobos, Comercio, 1968, p. 116.

5 Fisher, Relaciones, 1992, p. 242.

6 Parrón, Reformas, 1995, pp. 485-487, 496-499.

7 Haring, Bucaneros, 1939, p. 192.

8 La penetración europea en aguas del Pacífico fue producto del interés de las potencias occidentales por establecer su dominio sobre los países adyacentes. Exploradores como James Cook, La Peróuse y Vitus Bering rompieron el gran cerco defensivo español e iniciaron una política de exploración y conquista de territorios en el nuevo mar internacional. Para un análisis más exhaustivo de esta invasión del Pacífico véanse Bernabeu, Pacífico, 1992; Martínez, Pacífico, 1988; Mackay, Wake, 1985, y Gaziello, Expédition, 1984.

9 Spears, Story, 2009, pp. 150-151, y Pereira, Primeros, 1971, pp. 40-41.

10 Mayo, "Development", 2001, p. 363.

11 Una vez llegado a Lima en agosto de 1789, el capitán de la fragata mexicana informó al virrey haber avistado un navío inglés que huyó raudamente ante la presencia de su barco, porque -como bien lo sospechaba el citado capitán- venía "con fines poco seguros al Comercio y quietud de esta Mar del Sur", en Parrón, Reformas, 1995, p. 430, y Villalobos, Comercio, 1968, p. 139.

12 En una junta de gabinete convocada por el conde de Floridablanca para discutir una posible guerra contra Inglaterra, se planteó la cuestión económica como un motivo poderoso para solicitar un arreglo pacífico, ya que como bien lo explicó el ministro, "la Real Hacienda apenas puede con los gastos del tiempo de paz, y así, para el de guerra, en que bajan las entradas y sube[n] los gastos, es preciso recurrir al crédito; es de temer que no lo tenemos para hallar caudales dentro ni fuera de España", en Fernández, Armada, 1973, t. VIII, p. 15.

13 "Convención concluida entre España e Inglaterra transigiendo varios puntos sobre pesca, navegación y comercio en el océano Pacífico, firmada en San Lorenzo a 28 de octubre de 1790". Sus cláusulas eran las siguientes: 1. La restitución de edificios y terrenos de que se había desposeído a los súbditos de su majestad británica en la costa noroeste de la América septentrional e islas adyacentes. 2. La indemnización de daños causados en terrenos, edificios, navíos y mercaderías con actos de violencia o de hostilidad. 3. No perturbar en lo sucesivo a los súbditos respectivos navegando o pescando en el océano Pacífico, o bien desembarcos en las costas de este mar en parajes no ocupados ya. 4. Su majestad británica se obligaba a emplear los medios más eficaces para que la navegación y la pesca de sus súbditos no sirvieran de pretexto al comercio ilícito. 5. Tanto en los lugares restituidos a los ingleses como en las demás partes de la costa noroeste de la América septentrional ocupadas por los españoles, tendrían libre entrada los súbditos de una y otra nación. Ibid., p. 15.

14 El argumento de la ocupación efectiva del territorio está fuertemente enraizado en la mentalidad inglesa para la cual la propiedad privada -que consiste en el "mejoramiento" de la naturaleza- debe ser un principio rector de las relaciones humanas en todos los ámbitos (personal, social e internacional). Norris, "Policy", 1955, pp. 562-580.

15 Villalobos, Comercio, 1968, p. 140. El historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna fue el primero en darse cuenta de las implicancias de este tratado al señalar que "desde ese día, el Pacífico dejó de ser un mare clausum; comenzó al contrario la era de las invasiones pacíficas del comercio en todo nuestro litoral", citado en Pereira, Primeros, 1971, p. 34.

16 "Artículo 3°. Y a fin de estrechar los vínculos de amistad, y de conservar en lo venidero una perfecta armonía y buena inteligencia entre las dos partes contratantes, se ha convenido que los súbditos respectivos no serán perturbados ni molestados, ya sea navegando o pescando en el océano Pacífico o en los mares del Sur; ya sea desembarcando en las costas que circundan estos mares, en parajes no ocupados ya, a fin de comerciar con los naturales del país, o para formar establecimientos, aunque todo ha de ser con sujeción a las restricciones y providencias que se especificaran en los tres artículos siguientes." Cantillo, Tratados, 1843, p. 624.

17 "Artículo 4°. Su majestad británica se obliga a emplear los medios más eficaces para que la navegación y la pesca de sus súbditos en el océano Pacífico o en los mares del Sur no sirvan de pretexto a un comercio ilícito con los establecimientos españoles; y con esta mira se ha estipulado además expresamente, que los súbditos británicos no navegarán ni pescarán en los dichos mares a distancia de diez leguas marítimas de ninguna parte de las costas ya ocupadas por España." Ibid.

18 Pereira, Primeros, 1971, p. 43.

19 Ibid., pp. 43-44.

20 El negocio de la venta de pieles en China era tan rentable que cuando el capitán del barco estadunidense Betsy, Charles Winship fue interrogado por supuesto contrabando en las costas de Chile en 1800, alegó que "no valía la pena vender una camisa cuando por dos cueros daban en Cantón $600". Ibid., p. 326.

21 Ibid., p. 317.

22 Colección, 1972, t. VII, vol. 1, p. 461.

23 Ibid., 1971, t. XII, vol. 1, p. 60.

24 Ibid., pp. 34-36.

25 Valdizán, Historia, 1980, t. II, p. 136.

26 Ortiz, Perú, 2005, p. 30.

27 Ortiz, "Pacífico", 2001, p. 211.

28 Ibid., pp. 60-61.

29 De hecho, poco tiempo después España e Inglaterra suscribieron el tratado de Aranjuez (25 de mayo de 1793), para enfrentarse a la Francia revolucionaria.

30 Debido al hecho de que se trataba de arribadas forzosas a puertos menores no existen registros exactos sobre la carga de los balleneros. Sólo contamos con informaciones fragmentarias proporcionadas por autoridades provincianas que narran los encuentros o avistamientos de barcos pesqueros.

31 Colnett, Voyage, 1798.

32 Johnson, "Early", 1944, pp. 261-262.

33 Clayton, Estados, 1998, pp. 37-38, y Johnson, "Early", 1944, p. 262.

34 Colección, 1971, t. XII, vol. 1, p. 118.

35 En el artículo 8 del Tratado de Paz de San Lorenzo de 1795, se establece que "cuando los súbditos de la una de las dos partes contratantes con sus buques, ya sean públicos y de guerra, bien particulares o mercantiles, se viesen obligados por una tempestad, por escapar de piratas o de enemigos, o por cualquier otra necesidad urgente, a buscar refugio o abrigo en algunos de los ríos, bahías, radas o puertos de una de las dos partes, serán recibidos y tratados con humanidad, gozarán de todo favor, protección y socorro, y les será lícito proveerse de refrescos, víveres y demás cosas necesarias para su sustento, para componer sus buques, y continuar su viaje, todo mediante un precio equitativo; y no se les detendrá o impedirá de modo alguno el salir de dichos puertos o radas; antes bien podrían retirarse y partir como y cuando les pareciese sin ningún obstáculo o impedimento". En Colección, 1796, t. I, p. 415.

36 Pereira, Primeros, 1971, pp. 319, 320, 325.

37 Ibid., p. 60.

38 Manifiesto contra la Inglaterra, cédula de 7 de octubre de 1796. En Lafuente, Historia, 1862, p. 279.

39 Headland, Chronological, 1989, p. 88.

40 Parrón, Reformas, 1995, p. 430.

41 Ibid.

42 La fragata inglesa Scorpion, comandada por el capitán Tristan Bunker, había realizado dos expediciones hacia el Pacífico sur bajo el pretexto de la pesca de ballena, pero en realidad tenía como propósito vender mercancías tanto en Chile como en Perú a cambio de plata piña o barras de cobre. En su segundo viaje a Chile (1807), el capitán Bunker hizo amistad con un tal Henry Faulkner con quien organizaron una tercera expedición enteramente comercial para vender textiles por valor de 80 000 libras esterlinas, pero la empresa terminó mal: las autoridades, enteradas del negocio, apresaron el barco y decomisaron la mercadería. Para más detalles del caso, véase Mayo, "Development", 2001, p. 364.

43 Esta información es consignada por el regente de la Audiencia de Lima, Manuel de Arredondo, quien menciona estar "enterado del contenido de la real orden muy reservada de 26 de junio pasado de 1800, [que] dejó libradas las más estrechas providencias para que con el mayor sigilo y con cuantos medios sean posibles se averiguase e indagase el fundamento que puedan tener las noticias con que se halla su majestad de que emisarios de este reino habían pasado a Londres con el objeto de tratar de su independencia, a cuyo fin pedían por el pronto doce mil hombres, y que en los buques ingleses que viniesen a estos mares con el designio de la pesca de ballena, se fuesen remitiendo municiones de guerra y fusiles", en Colección, 1971, t. XII, vol. 2, p. 121.

44 Ibid., vol. 1, pp. 90-91.

45 Según el artículo 4 de la Convención de Pesca de 1790, los balleneros podían recalar en algunas islas y puestos no ocupados por los españoles para realizar las reparaciones de las naves o el procesamiento de los productos de la pesca. El departamento de Estado estadunidense, amparándose en esta disposición, entabló un reclamo diplomático al gobierno peruano en 1852, argumentando que estados Unidos tenía derechos soberanos sobre las islas de Lobos por el sólo hecho de haber sido visitadas desde 1793 por pescadores estadunidenses. En Colección, 1971, t. VII, vol. 1, p. 449.

46 Entre las correrías del bergantín inglés Arinto, se puede contar el apresamiento del buque peruano San Francisco de Paula a la altura del puerto de Coquimbo, el saqueo de 400 quintales de cobre en el puerto de Guasco y el hundimiento de la goleta Extremeña cerca de Copiapó. En Colección, 1971, t. XII, vol. 1, p. 153.

47 Ibid., p. 154.

48 Ibid., pp. 153-154.

49 Ortiz, Perú, 2005, p. 33.

50 A diferencia del trato dispensado a los ingleses, los navíos estadunidenses todavía eran perseguidos y apresados por los corsarios españoles. Como producto de la guerra anglo-estadunidense de 1812, los españoles se pronunciaron abiertamente a favor de sus aliados británicos, persiguiendo a los barcos de bandera estadunidense. La natural amistad existente entre las flotas balleneras de ambos países acabó por motivos puramente crematísticos, aunque la solidaridad entre las tripulaciones de ambos países permaneció intacta. En 1812, el corsario peruano Nereyda apresó a los barcos estadunidenses Barclay y Walker a la altura de Coquimbo. Pero fue hecho prisionero por los balleneros Nimrod y Charles. El viajero estadunidense David Porter, quien hizo una detallada descripción de Perú en 1813, en su calidad de capitán del Charles, narra algunos pasajes de estas escaramuzas que sostuvieron con las patrullas peruanas. Véase Porter, Memoir, 1875.

51 Ortiz, Perú, 2005, pp. 35-38.

52 Villalobos, Comercio, 1968, p. 150.

53 Clayton, Estados, 1998, pp. 40-43.

54 Hamnett, Revolución, 1978, p. 133.

55 Ibid., p. 135.

56 Clayton, Estados, 1998, pp. 43-44.

57 Colección, 1971, t. XXVII, vol. 1, p. 169.

58 Colección, 1972, t. VII, vol. 1, p. 456.

59 Véase Lofstrom, Paita, 2002.

60 Johnson, "Early", 1944, p. 260.

 


Sobre el autor

Ramiro Alberto Flores Guzmán: Magister por Stanford University. Profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Especialista en historia ambiental y económica. Autor de diversos artículos de historia colonial entre los que destacan "Iniciativa privada o intervencionismo estatal: el caso de la Real Compañía de Filipinas en el Perú (1785-1820)"; "El Tribunal del Consulado de Lima frente a la crisis del Estado borbónico y la quiebra del sistema mercantil (1796-1821)"; "El secreto encanto de Oriente. Comerciantes peruanos en la ruta transpacífica (1590-1610)"; "El enemigo frente a las costas. Temores y reacciones frente a la amenaza pirata, 1570-1720", y "La Real Hacienda peruana y el sistema fiscal en el periodo colonial tardío". Actualmente trabaja en una investigación sobre los derechos de propiedad del agua en el Perú colonial.