Am. Lat. Hist. Econ., vol. 13, núm. 2, julio-diciembre, 2006, pp. 164-170. http://alhe.mora.edu.mx/index.php/ALH
Reseñas
Bernardo García Martínez,
El desarrollo regional y la organizaciĆ³n del espacio, siglos XVI al XX,
México, UNAM/Océano, 2004.
Libro escrito a modo de ensayo, consta de cuatro capítulos que en conjunto suman un total de 107 páginas. Conforma a su vez el volumen número 8 de la colección Historia Económica de México, coordinada por Enrique Serna. Dentro de esa línea editorial, la obra busca integrar el problema tratado -el desarrollo regional mexicano- en la larga duración histórica, es decir, desde la época prehispánica hasta la contemporánea. No obstante, más que un estudio clásico que intenta segmentar regiones en el interior del país sin buscar su sentido o integración, nos propone un modelo que analiza, de manera conjunta, la conformación del espacio mexicano y sus regiones. Sus objetivos específicos son determinar cómo se adquirió la organización espacial del país, cómo logró acomodarse su población, cómo se formaron sus regiones y cómo se tejieron sus lazos de intercambio.
Su autor, Bernardo García Martínez, señala que entrega sólo rasgos generales de aquel proceso en el que destacan dos inflexiones decisivas en la conformación del país, una a mediados del siglo XVII, cuando se consolidó el sistema espacial que subsiste hasta el presente, y la otra que se produjo en la segunda mitad del siglo XX a causa del crecimiento demográfico.
Metodológicamente, Bernardo García elabora una geografía histórica de México, en la que la historia pasa a ser un elemento de análisis que otorga dinamismo a la definición del espacio, es decir, destaca que el medio físico al igual que la historia va aunado a cambios y procesos. En este sentido, ambos, tiempo y espacio, se unen para escribir una geografía histórica que pretende explicar la construcción de un conjunto reconocido como país. De ese modo, marca la diferencia con las geografías históricas escritas por Peter Gerhard que abordan Nueva España y su frontera septentrional.1 Se sabe que ambas obras son realmente magníficas y de obligada consulta; sin embargo, se refieren nada más a la época colonial, sin dar una visión de conjunto sobre México, como el país que hoy conocemos. Lo mismo sucede con otros estudios desarrollados nada más para regiones particulares tales como el de Eric Van Young para Guadalajara2 o el de Ross Hassing para la cuenca de México3 o el del mismo Bernardo García para la sierra de Puebla, 4 por mencionar sólo algunos.
Una de las virtudes del trabajo es la síntesis de un largo recorrido histórico en el que se modeló el espacio mexicano. Así también la claridad en los conceptos que utiliza lo hacen una útil herramienta de consulta respecto a la definición de términos tales como país, frontera, región, paisaje, ejido, espacio urbano y rural, etc. Pero, ante todo, su valor particular es entregar una tesis, siendo tal vez la única obra, hasta el momento, que ha intentado dar una explicación global, respecto al por qué México se estructuró espacialmente de tal forma y no de otra.
Bernardo García en esta obra identifica como uno de los grandes componentes de la geografía del país a los elementos heredados del espacio prehispánico: el México central y sus dos vertientes hacia ambas costas. Y como resultado de la época colonial señala la vertiente norteña de expansión y las dos cadenas tendidas hacia Centroamérica y el Caribe. El autor sostiene la idea de que la ciudad de México es el punto o centro más relevante y dominante dentro del conjunto de espacios y sistemas definidos en el paso del tiempo. Dicha capital -afirma el autor-ha sido más que eso, porque ha constituido y estructurado un país alrededor de ella.
Es decir, la obra no sólo atiende al hecho geográfico, sino también a la historia y con ella al análisis político, es decir, no descuida ciertas decisiones de los gobernantes y las considera fundamentales para definir la estructura del territorio, de sus comunicaciones e incluso de la explotación de sus recursos. El libro nos sugiere o nos hace imaginar un México, trazado sobre un mapa físico, sobre el cual en ocasiones se antojaron decisiones por sobre la dinámica natural de poblamiento, lo que -quizás-sea mucho decir.
En el primer capítulo, como su título lo indica, se pretende identificar lo que el autor llama los cimientos del espacio mexicano. En busca de una explicación histórica inicia su análisis con México-Tenochtitlan. La primera urbe que definió su estructura aprovechando los valles centrales del altiplano que predominaban sobre las áreas vecinas, afirma el autor que a pesar de que el predominio del altiplano ya se había dado en el siglo 11 con el gran centro urbano de Teotihuacan, porque, como es sabido, fijó su sede en la cuenca de los lagos de dicha altiplanicie y orientó en su favor las rutas y las relaciones de poder y de intercambio, es decir, redefinió las regiones en función de sus necesidades. Ese esquema lo mantuvo también Tula, luego de la caída de Teotihuacan en el siglo VII, y más tarde lo aprovechó la capital azteca, lo que a su vez marcó una continuidad hasta el presente.
El sistema espacial definido por el autor corresponde -a su juicio-a una estructura donde los vínculos con el exterior se daban bajo el predominio de las relaciones radiales por sobre las transversales o circulares. Es decir, su modelo de organización espacial es el radial, muy similar al utilizado en antropología y conocido como "solar", llamado así por autores como Carol Smith.5 Dicho modelo se caracteriza por tener un lugar central que opera como ordenador o integrador del espacio circundante, pero poco vinculado entre sus localidades a nivel horizontal y con el exterior. Este mismo modelo lo utiliza Van Young para su análisis regional de Guadalajara. Tampoco se puede olvidar que, aplicado para esa misma zona, ha recibido críticas de autores como Antonio Ibarra, en el sentido de que dicho modelo propondría una organización interna regional limitadamente relacionada; lo que desde el punto de vista del desarrollo de los mercados internos sería otorgar muy poca relevancia al espacio regional, el cual, al parecer de Ibarra, sería mucho más activo de lo que se observa bajo aquel modelo.6
Según Bernardo García, el sistema en la época prehispánica estaba compuesto por el México central como espacio dominante y por las vertientes del Golfo y la del Pacífico, dirigidas hacia ambos océanos. Fuera de ellas, no actuaban de manera decisiva las situadas al norte y tampoco las del oriente, tales como las del Caribe y Centroamérica. Para el autor, la esfera de influencia de México y del área hegemónica del altiplano era muy dinámica sólo hacia el sur y el este y en cierto sentido también hacia el oeste.
Con la llegada de los españoles hubo continuidad respecto a las líneas fundamentales de la organización del espacio. No obstante el área controlada desde la ciudad de México crecería más del doble. La conquista de México significó el sometimiento de las provincias sujetas a México (el imperio de la Triple Alianza), así como de otros señoríos independientes, tanto hacia la vertiente del Golfo como hacia la del Pacífico, y muy en particular hacia Oaxaca. El reino de Nueva España reprodujo estratégicamente la geografía de los mexicas con su área central y sus vertientes; con un poder central que continuó plantado en la ciudad de México y reforzado desde el punto de vista institucional, según García Martínez, con la presencia de un virrey desde 1535. La gobernación de Guatemala (con su Audiencia adjunta) representó un ámbito espacial distinto, que conformó para el autor la Cadena Centroamericana. Por su parte, la Cadena Caribeña (desde Puerto Rico hasta Tabasco) fue una creación colonial y contribuyó a la insularidad de Yucatán, con un gobierno autónomo y volcado hacia el Caribe español. En definitiva fueron los españoles quienes diseñaron un mapa político de la región novohispana; la distribución y agrupación de los espacios que percibieron dio origen a provincias, gobiernos, jurisdicciones y capitales. Su labor fue decisiva, al grado que se puede decir que la geografía de la conquista subsiste hasta el día de hoy.
El autor destaca como elemento de continuidad prehispánica dentro de la geografía de conquista, la presencia del pueblo de indios, en el sentido de que este sería reminiscencia del altepetl; pero que en la organización política colonial habría gozado de precisión, personalidad jurídica y relativa autonomía. Los españoles procedieron a reunir a los indígenas en el menor número posible de asentamientos compactos dentro de cada una de las unidades políticas o altepetl que reconocieron. Lo que habría generado -según García Martínez-un patrón de asentamiento relativamente urbanizado y que habría evitado la residencia entremezclada de los integrantes de diferentes colectividades.
En el segundo capítulo el autor se refiere a la geografía colonial, la que en definitiva entiende como la que consolidó a la actual. Esta etapa, según el autor, puede considerarse como la de expansión del paisaje urbano español. La transformación urbana de la ciudad de México fue radical, así como la de otros lugares, inclusive las cabeceras indígenas. Para García Martínez, una de las consecuencias básicas de la urbanización del paisaje fue un proceso de jerarquización. El que se tradujo en establecer, dentro de los pueblos de indios, la diferencia entre cabeceras y sujetos o barrios, y en el ámbito español se distinguió particularmente a las localidades poseedoras de cabildos o que se desempeñaron como sede de las administraciones locales (corregimientos y alcaldías mayores).
Durante el periodo colonial el paisaje urbano tuvo movilidad y los ámbitos regionales estuvieron en constante movimiento. En primer lugar, se realizó la expansión de Nueva España hacia el norte; se descubrieron centros mineros que se convirtieron en nodos principales del espacio colonial e incentivaron el florecimiento de áreas agropecuarias vecinas. Es decir, surgían nuevos espacios regionales y redes de intercambio estrechamente vinculadas con la jerarquía funcional de los centros urbanos. Unido a este proceso se crearon nuevas rutas con orientación hacia la ciudad de México; una fue el llamado camino de Tierra Adentro y otra, un camino hacia Zacatecas, lo que vino a consolidar nuevamente un eje central dominante dentro de la estructura espacial virreinal.
En el capítulo tercero, García Martínez aborda la geografía de los siglos XVIII YXIX, donde afirma que la construcción del espacio moderno había seguido las pautas consolidadas en la primera mitad del siglo XVII. Las vertientes continuaron subordinadas respecto al México central y la estructura radial se había hecho más notoria, según el autor. Las vertientes continuaron -dice García-en una pobre posición en el sistema de intercambios, lo que generó la imagen de país desarticulado y pobremente intercomunicado, aunque fue significativo que las rutas coloniales se tendieran de tal manera que se pudiera establecer lazos entre el México central y las vertientes.
La expansión de Nueva España continuó en el siglo XVIII, especialmente en la vertiente norte. No obstante, el esquema centralizado y radial que la caracterizaba se acentuó todavía más. El autor rescata de los tres siglos de dominación española la sólida conformación de un país, que, aun tras la guerra de independencia, se integró sin fragmentación alguna (aunque aclara que la adhesión de las provincias centroamericanas no fue duradera). Para el autor, en términos espaciales, la independencia aportó la adopción de un sistema federal, aunque este aprovechó como apoyo la preexistencia espacial de los gobiernos coloniales.
El nuevo país independiente también se preocupó de abrir nuevas rutas terrestres hacia el resto de América del Norte, la más importante de ellas fue el camino de Santa Fe, que prolongó el de Tierra Adentro e integró una activa ruta de dimensiones continentales desde Durango hasta Missouri. También se puso atención a los intercambios de costa a costa -tal como se estaban dando en el ámbito internacional-, y en ese sentido el punto más ventajoso fue el istmo de Tehuantepec, que se promovió como vía comercial y se intentó explotar su posición continental, aunque sin muchos resultados, porque en definitiva primó su posición marginal dentro del sistema espacial mexicano.
En el capítulo cuarto y final, el autor aborda los cambios geográficos más trascendentales de México en el siglo XX. No obstante, remarca que dichas transformaciones deben buscarse en la pequeña escala. Fue la época en que proliferaron las grandes haciendas, pero a la vez se impulsó el reparto agrario que produjo la fragmentación de muchos latifundios y una profunda recomposición del espacio rural. Los poblados de hacienda y muchos ranchos tuvieron que redefinirse como ejidos, institución formada para explotar de manera corporativa las tierras repartidas y por extensión a su centro de población. A su vez, surgieron las empresas de agricultura de plantación (tabaco, henequén), especialmente hacia las cadenas caribeña y centroamericana. Se realizó el diseño de grandes zonas de riego, como La Laguna, que permitió construir una región y la apertura de zonas mineras dedicadas a la extracción en gran escala de cobre, hierro, carbón y petróleo. Se construyeron nuevas redes de comunicación, especialmente los ferrocarriles entre 18801900, los que a su vez fomentaron el crecimiento de distintos ámbitos regionales. No obstante, afirma Bernardo García, que los ferrocarriles no modificaron lo esencial de la estructura espacial del país. Su punto focal continuó siendo la ciudad de México y la mayor concentración de rutas se dio en su entorno. ASÍ también la red ferroviaria siguió los trazos esenciales de las vertientes originales de México. La irrigación fue otra de las obras esenciales del siglo XX, con la construcción de grandes presas y sus distritos de riego adyacentes, lo que generó el surgimiento de polos de articulación regional.
Sin embargo, para el autor una de las mayores transformaciones que ha vivido México corresponde al crecimiento demográfico ocurrido en la segunda mitad del siglo XX, el cual generó a su vez una mayor centralización y nuevos procesos de poblamiento, que respondían a la misma política de siempre: privilegiar a una capital centralizadora y dominante. En la segunda mitad del siglo XX la ciudad de México se convirtió, según Bernardo García, en la mayor concentración humana del planeta, lo que a su vez implicó un gran impacto ambiental.
En el siglo XX -afirma el autor-el México central mantuvo su posición focal en la estructura del país, mantuvo su condición privilegiada al beneficiarse, por ejemplo, de una acabada red de comunicaciones y diversos atributos en lo cultural y en lo económico, lo que acentuó las desigualdades regionales. La vertiente del Pacífico decayó. En cambio, la vertiente del norte se integró aún más, al poseer los polos de mayor integración y desarrollo industrial del país, ciertamente por la influencia de la California estadunidense. Desde la segunda mitad del siglo XX -dice García la mayoría de los espacios que antes estaban deshabitados e incomunicados se han poblado, deforestado e interrelacionado con diversas rutas. El crecimiento de la población ha sido notable tanto en el medio urbano como en el rural. Con el poblamiento y los mecanismos de intercambio se han definido nuevas regiones, pero a la vez, México está perdiendo los últimos espacios naturales que su propia geografía le dotó por siglos.
En síntesis, la obra viene a llenar uno de los vacíos de la geografía histórica de México escrita hasta el momento, en el sentido de proponer una visión global respecto a cómo se fue conformando la espacialidad del México que hoy conocemos. También Bernardo García aborda uno de los temas más candentes de la historiografía, la llamada polarización del país en tomo a la ciudad de México, la que habría ocurrido, a su juicio, desde los tiempos prehispánicos. Su enfoque geográfico histórico lo ayuda a poner atención a la ocupación del espacio y su aprovechamiento, elementos clave para un análisis de larga duración como el que intenta. Sus juicios están apegados a los diseños espaciales que se fueron dando sobre el territorio, en el sentido de ubicar rutas, trazos de caminos o poblaciones, pero en ellas no se percibe el diseño de entra ruados económicos referidos a la circulación efectiva de la oferta de mercancías. La investigación realizada resulta muy sugerente porque nos propone que México desde siempre tuvo una capital muy privilegiada respecto a otras ciudades, pero cabe considerar que sin conocer la cuantificación de los intercambios y el destino efectivo de la producción del país, precisada a la vez en las diversas épocas o momentos que se abordan en el libro, resulta hasta el momento difícil de afirmar una polaridad espacial, al menos para todos los siglos de la historia de México. Sin duda, esta obra de Bernardo García es el mejor punto de partida para un problema de investigación que no es sólo geográfico, sino que, como bien señala el autor, también atañe a la historia política y -yo agregaría-también a la económica.
Enriqueta Quiroz Muñoz
Instituto Mora
Notas
1 Peter Gerhard, Geografía histórica de la Nueva España 1519-1821, México, UNAM, 1986, y La frontera norte de la Nueva España, México, UNAM, 1996.
2 Eric Van Young, La ciudad y el campo en el México del siglo XVIII. La economía rural de la regi6n de Guadalajara, 1675-1820, México, FCE, 1989
3 Ross Hassig, Comercio, tributo y transportes. La economía política del Valle de México en el siglo XVI; México, Alianza Editorial Mexicana, 1990.
4 Bernardo García Martínez, Los pueblos de la sierra. El poder y el espacio entre los indios del norte de Puebla hasta 1700, México, COLMEX, 1987.
5 Carol Smith, "Sistemas económicos regionales: modelos geográficos y problemas socioeconómicos combinados" en Pedro Pérez Herrero (comp.), Región e historia en México (1700-1850), México, Instituto Mora, 1991, pp. 37-98.
6 Antonio Ibarra, La organización regional del mercado interno novohispano. La economía colonial de Guadalajara 1770-1804, México, UNAM/Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2000, p. 123.