http://dx.doi.org/10.18232/20073496.1517
Reseña

Germán Vergara (2021). Fueling Mexico. Energy and Environment, 1850-1950. Cambridge. https://doi.org/10.1017/9781108923972

Joel Álvarez de la Borda1, * image 0000-0002-5593-1051

1 Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

Correspondencia: jalvarez.deh@inah.gob.mx

De acuerdo con Vaclav Smil, estudioso destacado en el campo de la energía, no existe un consenso generalizado acerca del sentido preciso del término transición energética, pero se le utiliza con frecuencia para describir el cambio sustancial verificado, dentro de condiciones económicas y tecnológicas específicas, en la estructura de la matriz energética de las sociedades. Señala que las transiciones energéticas son procesos complejos que llevan tiempo e involucran distintas y numerosas variables; sus efectos, para bien o para mal, se observan a escala local, nacional o global; por lo general, se producen de manera progresiva y gradual, si bien no se descartan los casos regresivos. Así, la instauración de un nuevo régimen energético no implica necesariamente la eliminación absoluta de ciertos elementos propios del antiguo. El ejemplo más conocido e importante de transición energética es el paso de los combustibles biológicos tradicionales (madera, carbón vegetal, desechos agrícolas) a los combustibles fósiles o hidrocarburos (carbón mineral, petróleo, gas natural).

Los estudiosos de la historia económica mexicana de los siglos xvi al xx saben lo vital que fue, como lo es hoy, la disponibilidad de fuentes de energía primaria abundantes, constantes y económicas para el desarrollo de todo género de actividades productivas, en especial las de gran escala. Pero también habrán advertido la ausencia de un estudio que considerara de manera específica, con perspectiva de larga duración, la historia energética de México. Fueling Mexico es el libro reciente de Germán Vergara, que contribuye por primera vez a cubrir este vacío historiográfico.

El argumento general de Fueling Mexico, sustentado en el concepto de transición energética, es que en el arco de cien años (ca. 1850-1950) la economía mexicana pasó de un sistema energético dominado por elementos biológicos y de ciclos de la naturaleza a uno dependiente de los combustibles fósiles, del petróleo en particular. Para explicar este cambio y algunas de sus repercusiones, el autor divide su estudio en cinco capítulos siguiendo un orden cronológico. Los dos primeros constituyen, stricto sensu, los antecedentes. En ellos desarrolla una descripción panorámica de lo que denomina “régimen de energía solar”, el sistema energético bajo el cual pervivieron todas las sociedades del territorio mexicano, desde los remotos tiempos precolombinos hasta mediados del siglo xix. Muestra cómo, a pesar de sus distintos alcances tecnológicos, todas ellas dependieron por igual de la energía radiada directamente por el sol: vida vegetal (producción agrícola de alimentos y reservas forestales proveedoras de leña o carbón vegetal para generar calor); fuerza muscular de personas y animales; potencia mecánica de corrientes de agua y del viento. La llegada de los europeos en el siglo xvi solo marcó una diferencia de grado mayor respecto a los niveles de consumo energético, pues la producción agrícola, el desarrollo y la expansión de centros urbanos, las necesidades alimentarias del transporte terrestre, pero sobre todo las novedosas actividades fabriles, mineras y metalúrgicas continuaron igualmente subordinadas al patrón solar. Aunque todas estas fuentes son fácilmente disponibles, su rendimiento es muy bajo, de tal suerte que cualquier elevación de los niveles productivos implicaba una fuerte presión sobre ellas. El caso más representativo y dramático, como bien lo resalta el autor, fue la deforestación progresiva de las zonas boscosas cercanas a las ciudades, pueblos, minas, fundiciones o fábricas que devoraban una cantidad ingente de leña y carbón vegetal para su sostenimiento diario. A partir de la conquista española, el consumo cada vez más acelerado de combustibles biológicos vinculado a los procesos industriales y usos domésticos superó el ritmo natural de renovación de la población forestal. Durante la segunda mitad del siglo xix, esta deforestación secular alcanzó proporciones alarmantes en virtud de la introducción progresiva de la fuerza del vapor en el desagüe de las minas, en la mecanización de la producción de numerosos establecimientos manufactureros y en la operación de los ferrocarriles. De esta manera, la escasez y los precios elevados de la madera combustible, resultantes de la deforestación intensa, junto con las irregularidades inherentes de la fuerza hidráulica desembocaron en lo que fue reconocido por aquellos años como “el problema del combustible” y, asimismo, uno de los obstáculos más importantes para el crecimiento económico de México (en nuestra época esta situación es equivalente a una crisis energética). ¿Qué solución encontraron las élites políticas y económicas mexicanas para salir de este “cuello de botella”, como lo designa el autor?

En el tercer capítulo, “Searching for rocks”, Vergara entra en materia analizando la transición energética de México al carbón mineral durante los años que van de 1880 a 1910. Arguye que el aumento de la presión sobre las fuentes de energía no fósiles motivó a las élites dirigentes mexicanas a buscar opciones nuevas para impulsar la industria, y que eligieron al carbón por su prestigio y conexión con la industrialización europea y estadunidense. De esta suerte, el Estado intentó fomentar la extracción de carbón auspiciando la prospección de mantos dentro del territorio nacional y modificando la legislación minera con el propósito de incentivar la inversión privada. A partir de 1884, las de Coahuila fueron las únicas reservas carboníferas que pudieron aprovecharse, no sin complicaciones de carácter legal, laboral o derivadas de las condiciones geológicas y geográficas. Enclavada en el norte de la república, muy cerca de la frontera con Estados Unidos, finalmente la producción de carbón mineral resultó insuficiente, de no muy buena calidad y alejada de los establecimientos industriales y los ferrocarriles del centro de México y otras regiones. Así, mientras los consumidores próximos a las minas de Sabinas o Piedras Negras pudieron beneficiarse, hasta cierto punto, del carbón producido en territorio mexicano, los más distantes —la mayoría— enfrentaron una disyuntiva: o adquirían el carbón nacional para luego transportarlo necesariamente atravesando el país, o compraban carbón importado de Estados Unidos o Europa. Sin importar el sentido de su elección, los costos del transporte siempre mantuvieron elevado el precio del carbón entre finales del siglo xix y principios del xx, limitando su efecto económico positivo. A pesar de todo, el consumo de carbón mineral, tanto de producción nacional como importado, permitió que la economía mexicana transitara parcialmente hacia los combustibles fósiles. El carbón representó, pues, el “puente energético” entre una industrialización impulsada por combustibles biológicos y las fuerzas de la naturaleza, y otra energizada por el poder del petróleo.

“The other revolution” es el nombre del cuarto capítulo, parte medular del libro. El título alude, de acuerdo con el planteamiento de Vergara, no a las repercusiones políticas de la actividad petrolera, iniciadas con la revolución mexicana y culminadas con la expropiación de la industria decretada por el gobierno de Lázaro Cárdenas en 1938, sino a una transformación que alteró de manera significativa la estructura del antiguo régimen energético, traspasando la temporalidad y los alcances del nacionalismo revolucionario: la revolución energética del petróleo. Ubicada en el tiempo entre finales del siglo xix y la década de los cincuenta del siguiente siglo, dicha revolución se define por la adopción paulatina del petróleo —o alguno de sus derivados— como combustible principal. Así pues, el cambio al petróleo que comenzó alimentando los ferrocarriles, fábricas, plantas eléctricas y vehículos automotores acabó, finalmente, cubriendo casi todos los aspectos de la economía mexicana.

Con base en la noción de “la otra revolución” —la cual nos recuerda en principio el pensamiento de Carlo M. Cipolla acerca de las implicaciones sociales y culturales del cambio económico— Vergara narra, en apretada síntesis, la ya conocida historia evolutiva del hidrocarburo en nuestro país: el uso práctico dado al chapopote (asfalto o bitumen), desde la época prehispánica hasta mediados del siglo xix; la etapa de comercialización del petróleo en calidad de aceite iluminante (queroseno) y lubricante industrial, de circa 1860 a 1900; el periodo de gestación y primer auge productivo de la industria petrolera, 1901-1921; y la fase en la que México se consolidó como nación consumidora de petróleo, de los años veinte a los cincuenta del siglo xx.

Aunque estos temas no son una novedad, el capítulo es interesante porque parte de la idea (formulada por vez primera por Brown y desarrollada más adelante, a partir de enfoques distintos, por Munch, Uhthoff, Rubio, Canudas, Riguzzi y Geralli) sobre la importancia que tuvo la demanda interna de productos petroleros como factor condicionante en el surgimiento de una industria cuyo objetivo inicial fue —en realidad nunca dejó de serlo— abastecer las necesidades del mercado doméstico con petróleo de producción nacional. De este modo, Vergara contribuye con oportunidad a superar las interpretaciones reduccionistas, presentes hasta hoy, las cuales atribuyen a la industria del petróleo, desde sus orígenes hasta la expropiación, el carácter único de enclave económico. Pero debo decir, con el debido respeto a los valiosos aportes de los expertos mencionados que, comparado con las etapas posteriores a la bonanza productiva de 1921, el periodo comprendido entre mediados del siglo xix y las dos primeras décadas del siglo xx resulta, hasta ahora, el menos discutido respecto a la conformación del mercado interno. Quizá por ello esperaba del autor una explicación algo más esclarecedora sobre los inicios decepcionantes de la producción y comercialización de petróleo en México que un compendio abreviado de intentos fallidos. Si bien todas las causas del infortunio que menciona son válidas (capital insuficiente, carencia de los conocimientos y la tecnología apropiados, ausencia de un sistema de transporte eficiente), considero —que podría ser recomendable— no soslayar demasiado el factor institucional, el cual influyó tanto o más que los elementos técnicos en esta experiencia temprana del fracaso. ¿Por qué el Código de Minería de 1884 excluyó de su reglamentación específicamente a los combustibles fósiles descubiertos en terrenos de propiedad particular? Las autoridades liberales mexicanas se dieron perfecta cuenta de que las Ordenanzas de Minería (vigentes desde 1783) eran bastante ineficientes para estimular a la iniciativa privada (nacional o extranjera) interesada en aumentar la oferta de carbón y petróleo. Debido a su origen de marcado espíritu regalista, el antiguo ordenamiento nunca persiguió ese objetivo. En cambio, entorpecía no pocos emprendimientos a causa de lo tradicional de sus principios jurídicos, terminología y formalismos procesales. En consecuencia, la ambigüedad de los derechos de propiedad (resultante de la desvinculación de la propiedad minera) y las frecuentes complicaciones administrativas y legales asociadas al trámite de concesión (compuesto por las diligencias del expediente de denuncio y del acta de posesión) frenaban inextricablemente el desarrollo económico, impidiendo la solución del urgente “problema del combustible”. Resolvieron, por tanto, que el camino institucional más corto y adecuado para la explotación efectiva de los combustibles fósiles debía comenzar con el reforzamiento de los derechos de propiedad y la reducción al mínimo posible de la carga administrativa. Por ello, el artículo décimo del Código de Minas de 1884 declaró al carbón y al petróleo “de la exclusiva propiedad del dueño del suelo, quien, por lo mismo, sin necesidad de denuncio ni de adjudicación especial, [los] podrá explotar y aprovechar”. En sus Apuntes sobre mi vida pública, José Y. Limantour nos dejó una muestra clara del pensamiento liberal en torno a este punto:

[] la mejor explotación del subsuelo no puede ser hecha por un organismo del gobierno, cualquiera que sea, ni requiere la exclusión del propietario de la superficie en el reparto de las riquezas que se descubran por otro en el subsuelo; y porque los recursos pecuniarios que es susceptible de proporcionar al fisco el sistema de la propiedad inmanente del Estado sobre el subsuelo, pueden obtenerse también y en mejores condiciones, por medio de la tributación. La división de nuestro planeta en suelo y subsuelo es de tal manera difícil, vaga y complicada, si se quiere establecer con cierta equidad, que con ella se corre el peligro de embotar la iniciativa privada y de crear los más inexplicables conflictos.

Para comprender mejor este cambio institucional conviene revisarlo brevemente en tanto norma de derecho. La vinculación del subsuelo carbonífero y petrolero a la propiedad privada del suelo (fundamentada sobre el principio jurídico de la accesión y expresada en las construcciones gramaticales “exclusiva propiedad” y “quien por lo mismo”) comenzó por delimitar inequívocamente los dos espacios de gestión y competencia administrativa para la explotación de carbón y petróleo. Su efecto excluyente transfirió a la esfera privada tan solo las iniciativas a desarrollarse en terrenos de dueños particulares. Las relacionadas con los terrenos propiedad de la nación (baldíos, federales, entre otros) continuaron tramitándose en la esfera pública mediante la autorización especial del gobierno, tal como lo demuestra el conjunto de leyes y disposiciones oficiales relativas a la ocupación y enajenación de terrenos baldíos publicadas entre 1863 y 1894. Por consiguiente, la vinculación del subsuelo facultó a todos los dueños de la superficie el ejercicio de derechos reales, aplicables en el ámbito de la voluntad de las partes contratantes y defendibles por la vía del derecho privado (civil o mercantil). Diseñadas para atender solamente al interés de partes perfectamente ciertas y existentes, las cláusulas de los convenios privados especificaban los derechos al subsuelo de los dueños superficiales, asegurando su libre enajenación (por lo general a título oneroso) a la diversidad de agentes empresariales. Dicho con otras palabras, la vinculación propició la creación de un mercado específico de tierras potencialmente productivas de carbón y petróleo.

La vinculación del subsuelo volvió a estipularse en las leyes mineras de 1892 y 1909, conservando todo su sentido original y —aquí debo ser enfático— sin dar lugar a duda alguna o interpretación contradictoria. En ese ínterin, justo cuando los procesos globales de innovación tecnológica comenzaban a apuntar al petróleo como el combustible idóneo para sustituir la quema de madera y otras formas de biomasa, incluso con mayor eficacia que el carbón mineral, la Ley de exploración y explotación de petróleo en el subsuelo de terrenos nacionales (1901) confirmó el carácter binario y complementario de los procedimientos administrativos. Dicha distinción permaneció vigente hasta que fue revocada por la nueva Constitución de 1917, cuyo artículo 27 adjudicó a la nación el dominio directo de todos los minerales o sustancias yacentes en el subsuelo de su territorio.

Viene al caso, asimismo, un comentario hermenéutico importante. En los estudios historiográficos dedicados a la industria, el asunto de la legislación petrolera se examina única e invariablemente a la luz del poder político, aislado de su contexto jurídico-institucional. En la muestra más conocida de este enfoque, Lorenzo Meyer observa que las modificaciones a la ley eran “simplemente una de las consecuencias de la política económica de Díaz”. Desde su punto de vista, la política de “puertas abiertas” a la inversión extranjera y la implantación de condiciones políticas y sociales estables mediante un “gobierno central fuerte y autoritario” forjaron un ambiente propicio (“paz porfiriana”) para atraer el capital de las potencias industrializadas, en particular de Estados Unidos y el Reino Unido. Por su parte, los inversionistas de estos países aprovecharon las oportunidades ofrecidas por el gobierno de México para explotar sus recursos naturales con el objetivo principal de abastecer los mercados internacionales de materias primas. Si bien la expansión del capital extranjero contribuyó al desarrollo de sectores de la economía mexicana que permanecían inactivos o explotados deficientemente (ferrocarriles, minería, servicios públicos, petróleo, entre otros), originó, al mismo tiempo, la formación de “enclaves económicos” y, por consiguiente, el establecimiento de relaciones de dominio o dependencia política. De esta manera, la primacía de los intereses extranjeros, la escasa importancia que le dieron las elites dirigentes mexicanas al potencial petrolero del país, y la insuficiencia o desinterés de los empresarios locales para invertir en una industria que parecía ser de resultados inciertos fueron las condiciones que enmarcaron el cambio de legislación sobre los hidrocarburos. Así pues, como resultado de la aprobación por el Congreso del Código de Minas de 1884, opina finalmente Meyer, “se privó a la Nación de su antiguo derecho sobre el petróleo”.

En cierto modo, Jonathan C. Brown le da vuelta al argumento tercermundista de Meyer arguyendo que la responsabilidad decisiva en la orientación de la política económica mexicana no recayó en los poderosos intereses extranjeros, sino en la clase política nacional. Si las élites liberales gobernantes promovieron, durante el porfiriato, la inversión extranjera fue porque así convino a sus propios intereses de dominación política. El desarrollo económico, aduce, derivado de la inversión extranjera les sirvió, por un lado, para justificar la continuidad de Díaz en el poder y, por el otro, hacerse de recursos necesarios para establecer la paz y estabilidad en el país. Mientras tanto, los capitalistas extranjeros compartieron, como una práctica secular y abierta en México, los beneficios de sus negocios con los políticos, funcionarios o representantes legales cuyas influencias en el gobierno les aseguraban favores y ventajas. La mexicana era, deduce, una economía en donde la posición social, los contactos con las altas esferas del poder y el orden político determinaban los beneficios económicos. Al decir de Brown, este proceso mutuamente reforzador entre empresarios extranjeros y vendedores de influencias (al cual se refiere como “la revolución liberal incompleta”, y sin eufemismos como “la perversión de los estímulos del capitalismo moderno con el fin de contener la agitación social”) tuvo varias consecuencias negativas para México: “el menoscabo de la empresa nacional, una dependencia excesiva del capital extranjero, la prosecución de la inadecuada distribución de la riqueza, y una competencia divisoria en las altas esferas del gobierno por los despojos del poder político”. Así, en la sumamente politizada economía mexicana “las leyes y los procedimientos no importaban demasiado”, pues “los petroleros extranjeros sólo necesitaban arreglar los contratos y los arriendos con los propietarios para perforar sus pozos”. En efecto, continúa Brown, los cambios legislativos efectuados entre 1884 y 1909 con los cuales se reconocieron los derechos privados de propiedad sobre el petróleo, aunque acordes con la lógica capitalista del libre mercado y cumpliendo con el propósito de atraer la inversión extranjera, “contenían cierto número de ambigüedades, inconsistencias y contradicciones que permitían a los políticos cierto juego sobre el uso de las propiedades”. Con base en esta premisa, acaba deduciendo que la condición de imprecisión legal, “característica de un régimen autoritario”, posibilitó al poder político de Díaz erguirse como “arbitro absoluto del conflicto”, incluso por encima de la Suprema Corte.

Aunque teóricamente mucho más estilizada, la interpretación de S. Haber, A. Razo y N. Maurer se asemeja bastante a la de Brown. Básicamente, lo que para este es una “perversión de los estímulos del capitalismo”, aquellos la conciben como una “coalición de integración política vertical” (ipv), una de cuyas variantes, el así llamado “capitalismo de amigos” (crony capitalism), caracterizó el sistema económico porfiriano. En el modelo de Haber et alii el amiguismo fue el mecanismo por el cual Díaz promovió la actividad económica y, al mismo tiempo, consolidó su poder político. Sostienen que el régimen autoritario de Díaz, comportándose a semejanza de la mafia, “logró ambos objetivos renunciando al propósito de proteger universalmente los derechos de propiedad. En cambio, especificó y protegió los derechos de propiedad de un selecto grupo de titulares [inversionistas] y utilizó las rentas generadas de esta protección selectiva para someter o persuadir a sus oponentes políticos”. Este sistema de coalición se completaba con otro grupo de funcionarios destacados del gobierno (la camarilla de Díaz) quienes, integrados a la estructura organizacional de las compañías petroleras, cuidaban que se cumplieran contratos selectivos y ventajosos entre estas y aquel. Los “amigos” en los altos puestos del gobierno recibían parte de las rentas generadas por las empresas con este tipo de contratos como pago por sus servicios. En cuanto a la legislación y regulación petrolera, reiteran la opinión browniana aduciendo que su creación no implicó la existencia de un Estado de derecho, pues consideran que el de Díaz no fue un gobierno limitado por las leyes. “Por el contrario, los compromisos se basaban en la generación y reparto de rentas entre una coalición de elites políticas y económicas. Cuando se necesitaba que el gobierno de Díaz acatara las leyes para mantener la coalición, el gobierno las acataba. Cuando no convenía a la coalición que el gobierno obedeciera sus propias leyes, la ley no significaba nada”.

Ahora bien, dada su simpleza y comodidad, la imagen de un gobierno autoritario que modifica y hace cumplir las leyes de manera arbitraria, siguiendo a fin de cuentas la voluntad de poder (manifestada como dominación política), resulta una explicación irresistiblemente atractiva en las discusiones historiográficas, incluso para estudios tan importantes como los tres arriba mencionados. Sin embargo, el problema con estas interpretaciones del cambio institucional en materia de petróleo radica en que descuidan la importancia de los ámbitos y formas cambiantes de la intervención estatal y, por consiguiente, dan la impresión de que los gobiernos de González y Díaz actuaron prácticamente en un vacío legal. Con ello no me refiero a la ausencia efectiva, total o parcial, de la legislación positiva ni del sistema jurídico, sino al descuido hermenéutico de otras fuentes de derecho importantes (jurisprudencia, contratos, sentencias judiciales, resoluciones administrativas, proyectos de ley, opiniones de especialistas, costumbres, por mencionar solo algunas) que nos permiten comprender mejor el fenómeno normativo y superar la simple fórmula del poder político. Recordemos, junto con Luis F. Aguilar Villanueva, que la acción del Estado, plasmada en la administración público-gubernamental, puede volverse, en distintos campos y determinadas circunstancias, “más promotora, asignadora, supervisora, reguladora, evaluadora, que operadora directa. Más directiva que operativa y, en muchos casos, más garante que gerente”.

Por último, en el quinto capítulo Vergara trata la consolidación del nuevo régimen energético que acabó impulsando casi todos los aspectos de la vida económica y social de México. Nos da cuenta de cómo durante los años comprendidos entre 1940 y 1970, los combustibles fósiles, concretamente el petróleo, devinieron en la fuente de energía de mayor consumo en los distintos sistemas de transporte, la producción y distribución industriales, y las actividades agrícolas; y cómo a partir de la década de los cincuenta los derivados del petróleo (gas y petroquímicos) se integraron definitivamente al ámbito doméstico y cotidiano de los mexicanos. Expone, asimismo, su consideración sobre los efectos (directos e indirectos, positivos y negativos) que tuvo, en diversos grados, el nuevo sistema energético sobre la sociedad mexicana a lo largo del siglo xx y que persisten hasta el día de hoy. Así, Vergara plantea que la “bendición energética” del petróleo, si bien resolvió el antiguo “problema del combustible” y posibilitó el crecimiento industrial y económico del que salieron beneficiados muchos mexicanos, ocasionó, al mismo tiempo, una serie de problemas sociales, urbanos y ambientales de difícil solución para México.

Fueling Mexico de Javier Vergara es un compendio muy útil sobre desarrollo energético de México, en particular del petróleo. Considerándolo así, reúne los principales asuntos de manera ordenada y delimitada en una historia narrativa, no una historia teórica. Los estudiantes y los lectores generales encontrarán en este libro una guía idónea para adentrarse satisfactoriamente al tema. Comenzando por el chapopote de los tiempos prehispánicos y virreinales, pasa al queroseno iluminante de mediados del siglo xix. Después vienen, en el marco del cambio tecnológico que significó la invención del motor de combustión interna hacia las dos primeras décadas del siglo xx, el arranque y el desarrollo espectacular de la industria petrolera. Luego, la consolidación definitiva del petróleo como el combustible principal en la vida socioeconómica de México a partir de 1940. En efecto, el trabajo de Vergara constituye un valioso esfuerzo compilatorio, sustentado sobre todo en numerosas y variadas fuentes impresas. Al lado de estas, las de archivo, aunque idóneas son algo escasas. La bibliografía secundaria es muy amplia y pertinente, pero se extraña la ausencia de algunos estudios importantes como los de Paul Garner (petróleo), Armstrong y Nelles (electricidad), o Bullard (gas natural), por mencionar algunos. La información cuantitativa demuestra clara y suficientemente el argumento general de la transición energética, tanto en las tablas y gráficas como dentro del texto. Una serie interesante de imágenes (fotografías y mapas) acompaña su relato.

Indudablemente Vergara tiene razón en subrayar la centralidad de la transición a los combustibles fósiles en la historia moderna de México y su libro debe recomendarse por ser un refrescante examen –desde la perspectiva de las así denominadas Energy Humanities– sobre los efectos ocasionados por el uso cada vez más extendido del petróleo en la sociedad y la cultura mexicanas. Sin embargo, este original y válido empeño por, como dice él mismo, “separarse de los enfoques académicos tradicionales y reconceptualizar coyunturas críticas en la historia de México” contiene, me parece, reinterpretaciones ambiguas y un tanto apresuradas que le restan profundidad. ¿Hasta qué punto, por ejemplo, puede saberse con mayor precisión si las comunidades rurales del altiplano central, las cuales pelearon durante la revolución mexicana, lo hicieron animados por lo que Vergara describe como el “sentido de autonomía energética”? La misma interrogante surge cuando, intentando ilustrar el carácter incompleto de la transición energética hacia finales de los años veinte, afirma que la reticencia de los consumidores humildes para usar gasóleo en sus casas en lugar de quemar leña y carbón vegetal se debió en parte a “una sensación de autonomía y control sobre las fuentes de energía de las que dependían”. La propuesta de reinterpretación conceptual es interesante, pero siento que le falta mayor evidencia fáctica que permita superar el peso de la sugerencia y el eufemismo. En este sentido, el libro de Vergara es más un comienzo que un final y, por varias de las ideas que él bosqueja, una invitación estimulante a futuras exploraciones en torno a la transición energética en México.