Carlos Marichal1, * 0000-0002-1479-7239
1 El Colegio de México, Ciudad de México, México.
Correspondencia: cmari@colmex.mx
El estudio histórico de las colonias españolas que subsistieron durante el siglo xix ha cobrado un interés cada vez más acentuado en tiempos recientes, en buena medida porque ofrece una opción iluminadora para entender la historia de España en un contexto internacional. Si bien la mayoría de los estudios recientes se han centrado en la historia diplomática o la historia comercial, nuevos enfoques han permitido ahondar en otras temáticas como la comparación entre los imperios europeos y sus colonias, la historia de la esclavitud, manejada por comerciantes y navieros hispanos, o el estudio de los emigrantes españoles a Cuba, Puerto Rico, y, en mucho menor grado, a las islas Filipinas. En dicho campo, rico y diverso, se inserta el nuevo libro de Pablo Martín Aceña e Inés Roldán, que abre un capítulo novedoso de la historia colonial decimonónica al reconstruir la historia de los principales bancos coloniales españoles. El tema clamaba por un buen estudio en tanto aclara un conjunto entrelazado de problemas relacionados de las finanzas públicas y privadas, el comercio, la economía y la empresa en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas durante el siglo xix.
En el primer capítulo se ofrece un ensayo de síntesis comparativa de los bancos coloniales europeos en la época, incluyendo los británicos, holandeses, franceses, alemanes y portugueses, con el fin de poder establecer los puntos clave de paralelos y contrastes con el caso español. La bibliografía resumida es amplia y fascinante. Nos remite a una exploración de un tema clave de la época de la segunda globalización colonial que cobró fuerza entre 1860 y la primera guerra mundial en Asia, África y el Caribe. Los bancos eran vehículos fundamentales, tanto de la expansión del capitalismo moderno como de un tremendo esfuerzo por parte de las potencias europeas para expandir su control político y militar sobre amplísimos territorios y muy diversas sociedades del mundo, que frecuentemente fueron calificadas como atrasadas. De todas formas, existían importantes diferencias entre los regímenes coloniales, algo que queda subrayado en este libro que se centra en la experiencia hispana, resultado de una antigua trayectoria imperial que fue cercenada por las guerras de independencia, salvo en el caso de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
La atención de los autores en esta obra se centra en estudios de casos de los tres mayores bancos en dichas islas, el Banco Español de La Habana (luego bautizado como Banco Español de la Isla de Cuba), el Banco Español de Puerto Rico y el Banco Español-Filipino de Isabel II. Todos fueron fundados entre mediados y fines del siglo xix y continuaron operando largo tiempo, e, inclusive, tuvieron algunas prolongaciones en sus actividades financieras y empresariales durante los primeros decenios del siglo xx. El principal reto que los investigadores tuvieron que enfrentar para historiar a estos bancos fue la falta de fuentes de archivos internos de las tres entidades, que desaparecieron por diversas y azarosas circunstancias. Sin embargo, los autores se lanzaron a una amplia y prolija búsqueda de materiales documentales que se encontraban en muy diversas bibliotecas y archivos en varios países. Fundamental fue la identificación de los balances anuales de los bancos mencionados, que pudieron localizarse y han permitido un estudio económico detallado de las tendencias más importantes del desempeño de estos bancos coloniales, que ejercieron papeles importantes en cada espacio y economía donde operaron.
En el periodo bajo consideración, Cuba fue la colonia española más próspera debido al auge azucarero que experimentó, sin menoscabo de la también importante exportación de tabaco cubano, casi siempre reputado como el mejor del mundo. El mayor banco comercial en la isla fue el Banco Español de La Habana, fundado en 1856, cuya historia ha sido recuperada en detalle en este libro que reseñamos. La profundidad de la investigación previa sobre este tema es considerable, ya que fue esbozada en magníficas monografías anteriores y pioneras de la historiadora Inés Roldán. En su calidad de banco comercial, el Banco Español de La Habana podía “descontar, girar, llevar cuentas corrientes, ejecutar cobranzas, recibir depósitos, prestar y anticipar con garantía de depósitos de géneros de comercio, metales preciosos o valores mobiliarios”. A su vez, el Banco Español recibió depósitos (inicialmente pagó una prima sobre ellos), ofreció préstamos a clientes privados, manejó remesas a Europa y cotizó en acciones. Al mismo tiempo, construyó una relación estrecha con la administración colonial, lo que se reflejó en la autorización para efectuar préstamos al gobierno y a sus dependencias, pero, sobre todo, porque en su contrato de concesión recibió el derecho de emisión de billetes bancarios en calidad de monopolio, lo cual le dio notables ventajas sobre los demás bancos cubanos que se fueron estableciendo en la isla. No obstante, este privilegio también obligaba al Banco Español a cuidar su vinculación cada vez más estrecha con el gobierno y sus finanzas. Las funciones duales de la institución –como banco comercial y banco de gobierno– se reflejaron en su estructura organizativa, la cual se dividió en dos departamentos: uno de emisión y otro de descuentos y préstamos.
Para reunir el capital requerido para la fundación de la nueva institución privada, pero con privilegios públicos, se pusieron en venta 6 000 acciones en 1856, de los cuales la mitad fue adquirida por unos 70 de los más acaudalados comerciantes de La Habana, mientras que la otra mitad fue colocada entre pequeños comerciantes y profesionales. Entre los directivos y accionistas más importantes se contaban buen número de los más influyentes comerciantes y banqueros de La Habana: varios habían sido tratantes de esclavos, algunos de los cuales se habían convertidos en propietarios de ingenios azucareros; otros tenían intereses en empresas navieras; y algunos eran contratistas de obras públicas y de suministros para el ejército. En la práctica, la firma financiera estaba controlada por apenas una veintena de importantes capitalistas, la mayoría bien conectada a la administración española y al capitán general en turno de la isla. Estos poderosos negociantes progresivamente se dieron cuenta de que su control del banco les otorgaba oportunidades para buenos negocios, pero también necesitarían la aprobación gubernamental para realizar una gran cantidad de las actividades del banco, en especial aquellas vinculadas a las finanzas públicas.
Los negocios del Banco Español de La Habana fueron altamente rentables en el mediano plazo, con un nivel de dividendos repartidos que promedió más de 15% del capital suscrito por año entre 1856 y 1876. No obstante, la entidad sufrió un nivel bastante alto de volatilidad a raíz de las crisis financieras y comerciales de 1857 y 1866. Por otra parte, la naturaleza y funciones del banco se modificaron de manera importante a partir del estallido de la guerra de los Diez Años (1868-1878) en Cuba, que se convirtió en una verdadera y prolongada guerra civil. El gobierno español aumentó drásticamente el tamaño de sus fuerzas militares para combatir a los miles de rebeldes en armas en la parte oriental de la isla. Por consiguiente, el negocio de suministros del ejército también creció considerablemente. El Banco Español fue convocado directamente para apoyar al régimen colonial en contra de los insurgentes y financió varias campañas militares mediante la emisión de gran volumen de papel moneda, aunque estas emisiones corrían por cuenta del Tesoro del gobierno de la isla, mientras que la circulación de billetes previamente existente se destinaba para las operaciones de crédito comercial. Pese a la complejidad del manejo de estas operaciones de finanzas públicas y privadas, entre 1868 y 1873 los beneficios del Banco Español de Cuba fueron de los más altos jamás registrados, aunque eventualmente, la inconvertibilidad del papel moneda, junto con la inflación, producirían efectos nefastos.
En el libro se analizan los cambios sufridos por la entidad entre 1878 y 1881 que llevaron a un cambio de denominación, ya que se impuso el nuevo nombre de Banco Español de la Isla de Cuba. Se describe a los gobernadores del banco que mantuvieron relaciones muy estrechas con las autoridades gubernamentales en la isla, aunque ambos se enfrentaron con problemas cada vez más difíciles durante los años de 1878-1895 en el manejo de la circulación monetaria, ya que se desató una fuerte inflación y se adoptaron medidas complejas, a veces turbias, para encubrir la gravedad de la situación. Se analizan los problemas monetarios experimentados, los proyectos de reforma del político empresario Antonio Maura, y el impacto de la guerra de independencia (1895-1898) en Cuba sobre la economía y la entidad. Se cierra el capítulo con la reorganización del banco bajo la ocupación estadunidense y, posteriormente, durante la temprana república de Cuba, cuando volvió a prosperar el banco, especialmente durante la primera guerra mundial con el auge del azúcar. Sin embargo, al estallar la tremenda crisis de 1920-1921, cuando se desplomaron los precios del dulce, se arruinaron muchas plantaciones y casas comerciales de la isla, y se hundió el ya viejo banco.
En el tercer capítulo de esta obra se reseña la historia más breve del Banco Español de Puerto Rico, que solo pudo constituirse en la penúltima década del siglo. Sin embargo, no fue la primera entidad financiera en la isla, ya que entre 1815 y 1877 se formularon múltiples proyectos, los más importantes siendo algunas cajas de ahorro en San Juan y en ciudades secundarias de la isla. Este tipo de iniciática financiera ya tenía éxito en Cuba, y ha sido objeto de un sustancioso estudio por parte de Inés Roldan, Francisco Comín y Ángel Martínez Soto sobre las cajas de ahorro en las dos islas españolas en el Caribe.1
Después de muchos años de negociaciones frustradas entre el gobierno y un buen número de dueños de plantaciones y comerciantes importantes de Puerto Rico, se pudo obtener autorización para crear una entidad financiera mayor. En 1877 se lanzó la Sociedad Anónima de Crédito Mercantil, impulsada por algunos de los mayores comerciantes banqueros privados de la isla, quienes invirtieron fondos en la firma nueva, pero también negociaron con las autoridades gubernamentales un esquema original para obtener más capitales. Existía un número relativamente reducido de esclavos, unos 30 000 sobre una población total de algo más de 600 000 habitantes en la isla, lo que hizo posible impulsar una propuesta financiera temprana para apuntalar de abolición de la esclavitud. A cambio de la entrega de una serie de certificados que eran promesas de pagos del gobierno como indemnizaciones para los latifundistas, se propuso iniciar la liberación de los esclavos de plantaciones. A su vez, se autorizó a los plantadores entregar los certificados a la sociedad anónima mencionada para engrosar su capital. De todas formas, fueron extremadamente complejas las negociaciones para conseguir que se pagasen los pagarés de las indemnizaciones. También fue prolongado el tira y afloja entre los comerciantes banqueros dueños de la entidad y el gobierno español, que se resistía a conceder el derecho de emisión de billetes bancarios. Sería solamente hasta 1888 que Madrid finalmente autorizó la transformación del Crédito Mercantil en Banco Español de Puerto Rico, con derecho a emitir. De todas formas, una de las características más interesantes de la nueva entidad cuasioficial era que podía impulsar la concesión de hipotecas, instrumentos vitales para impulsar la producción agraria y las exportaciones de los principales bienes tropicales, como el café y el azúcar.
Entre la fecha de fundación del Banco Español de Puerto Rico (1888) y el año de 1898 se nombraron seis gobernadores de la entidad, casi todos allegados al respectivo ministro de Ultramar en turno, que iba cambiando con sucesivas alternancias entre conservadores y liberales en los gabinetes de Madrid. Casi la mitad de los accionistas eran empresarios de San Juan, seguidos por un grupo importante de Mayagüez, además de números menores de muy diversos pueblos de la isla y un elenco más discreto de comerciantes de la metrópoli. Los autores de la obra utilizan la consulta de los informes anuales del banco para demostrar que, hasta fin de siglo, operó con utilidades significativas y fue aumentando sus operaciones, pese a la influencia de la guerra de independencia que se libró en Cuba entre 1895 y 1898. Un problema que se había planteado hace tiempo era el predominio del tránsito de pesos de plata mexicanos como unidades de circulación metálica en la isla, pero debido a la depreciación de la plata y actividades de contrabando, las autoridades en Madrid resolvieron efectuar una conversión, con lo cual se fueron retirando las monedas mexicanas que fueron reemplazadas por una nueva unidad monetaria de cuño original que solo circuló en la isla y resolvió los problemas preexistentes.
Después de la ocupación de Puerto Rico por las tropas estadunidenses en 1898, el Banco Español experimentó un deterioro de sus actividades y tuvo que lidiar con la paulatina imposición del dólar como moneda dominante. Sin embargo, a partir de 1906 y hasta 1912, la entidad experimentó una recuperación transitoria vinculada a un auge en las exportaciones de café y azúcar de la isla. No obstante, en 1912, los accionistas resolvieron la disolución de lo que había sido el viejo banco colonial, transformándolo en el Banco Comercial de Puerto Rico, que habría de seguir operando hasta 1930.
El cuarto capítulo de este libro recorre la historia bastante olvidada del Banco Español-Filipino de Isabel II, fundado en 1851, siendo el primer banco colonial hispano con privilegios de emisión de billetes de banco. Desde el principio tuvo sus oficinas principales en Manila, que entonces contaba con una población de cerca de 140 000 habitantes y Filipinas unos 4 000 000 de pobladores. La economía despegó desde mediados de siglo a partir de las exportaciones cada vez más diversificadas de algodón, azúcar, café, índigo, especias, tabaco en rama, abacá y, más adelante en el siglo, copra. Como en el caso de Puerto Rico, en las Filipinas seguían circulando los pesos de plata mexicanos como instrumentos monetarios predominantes. Hacia mediados del siglo, había unas quince compañías mercantiles importantes y de diverso origen nacional en Manila, pero es claro que el Banco Español-Filipino fue controlado por los accionistas de origen español. Las autoridades metropolitanas establecieron cargos algo curiosos para regentar y supervisar la entidad, incluyendo un protector y un comisario regio. Estos funcionarios y los directores del banco tuvieron notable continuidad hasta fin del siglo. Al mismo tiempo, el banco mantuvo una alta rentabilidad, con algunos vaivenes y creció gradualmente hasta alcanzar dimensiones importantes, sin enfrentar crisis mayores hasta la ocupación de las islas Filipinas por las tropas estadunidenses en 1898.
Otra faceta interesante del banco filipino fue el hecho de que cerca de un tercio de su capital provenía de fundaciones católicas, por lo que mantenía relaciones estrechas con la Iglesia, aunque cada vez más se acentuaron sus lazos con el gobierno colonial español. Desde 1880, proporcionó cuantiosos adelantos y préstamos a la administración local. Al mismo tiempo, los directores del banco forjaron lazos con numerosas empresas mercantiles extranjeras que operaban en Asia Oriental y también con algunos bancos y firmas financieras europeas. Como el caso de Puerto Rico, se intensificó la crisis monetaria debido a la amplia circulación de pesos de plata mexicanos, por lo cual, en 1895, el gobierno español autorizó la emisión de un llamado billete de canje que permitiría reemplazar la moneda mexicana en franco proceso de depreciación a raíz de la caída de los precios de plata. Las últimas secciones del capítulo se centran en los impactos de la ocupación estadunidense en las islas, pero fue sorprendente la capacidad de supervivencia del banco. En 1907 se reorganizó como Banco de las Islas Filipinas y mantuvo su privilegio de emisión hasta 1933. Como banco comercial sobrevivió a la gran depresión y a la segunda guerra mundial.
En resumidas cuentas, la nueva obra de Inés Roldán y Pablo Martín-Aceña aclara, por fin, las trayectorias de los bancos coloniales hispanos en el siglo xix en espacios geográficos diversos, a partir de una reconstrucción detallada de sus historias. La obra está redactada con fluidez, plantea muchas preguntas y problemas nuevos para las investigaciones en historia financiera comparada, y debe servir de incentivo para que se puedan entender y explorar a futuro los desarrollos muy diversos de la banca española en un contexto internacional.
Comín, F., Martínez, Á. y Roldán, I. (2010). Las cajas de ahorro de las provincias de Ultramar, 1840-1898. Cuba y Puerto Rico. funcas.↩︎