http://dx.doi.org/10.18232/1181
Reseña

Christoph Rosenmüller, Corruption and Justice in Colonial Mexico, 1650-1755, Cambridge, Cambridge, University Press, 2019.

Felipe Castro Gutiérrez1, *, ORCID: 0000-0001-9486-4579

1 Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México

Correspondencia: fcastro@unam.mx

Corruption and Justice in Colonial Mexico, 1650-1755 es un libro oportuno ya que, además de su innegable interés académico, se inserta en un animado debate público. El primer párrafo comienza con una alusión a las multitudes que han marchado en países latinoamericanos para denunciar los escándalos de corrupción, hasta provocar la desgracia de varios políticos y la caída de algunos gobiernos. Debido a la tendencia de ver el pasado en función de lo inmediato, ha llevado a que se piense que la corrupción siempre ha estado presente en la historia de nuestros países, comenzando con la conquista y la colonización española (que vendría a ser en este sentido una especie de “pecado original”).

Por otro lado, los historiadores somos expertos en lo particular y lo específico, y sin renunciar a las largas duraciones, tendemos a ser escépticos acerca de las grandes generalizaciones que abarcan varios siglos. De hecho, el tema y concepto de la corrupción han sido objeto de muchas reflexiones, y no solamente en la actualidad. Aunque hay antecedentes ocasionales, es desde los años setenta que aparece analizado sistemáticamente en la historiografía: en Horst Pietschmann, Colin MacLachlan y más recientemente en Tamar Herzog, Francisco Andújar Castillo, Pilar Ponce-Leiva y Pierre Ragon, entre otros. Con las inevitables variaciones, estos autores se adscribieron a una perspectiva relativista en que la corrupción no es una entidad que pueda describirse de manera objetiva y universalmente válida sino que depende del contexto histórico, cultural y moral de cada época. Es una discusión tan atractiva como compleja, a la que Christoph Rosenmüller agrega ahora informaciones relevantes, reservas valederas e hipótesis muy dignas de cuidadosa consideración.

El asunto concreto del que parte este libro es la prolongada “visita” o inspección general (1716-1727) ordenada por el rey Felipe V y confiada al inquisidor Francisco de Garzarón (un personaje cuyo origen era la baja nobleza provinciana, no había estudiado en uno de los “colegios mayores” y había ascendido por méritos, lo cual en sí es de tomarse en cuenta). El autor rescata la importancia de esta visita, que había sido mencionada y comentada por varios historiadores sin abordarla como asunto principal, y reconstruye meticulosamente estos litigiosos acontecimientos con una densidad documental que no impide el fluido relato. Nos hacía falta un estudio específico, y esto, por sí solo, justificaría la detenida lectura de esta obra.

Estas inspecciones solían causar una gran perturbación porque venían a romper redes de complicidad, conveniencia o tolerancia, y los resultados, que podían apelarse en España, eran muy inciertos. El destino del propio visitador no era siempre el más afortunado, como le ocurrió al mismo Garzarón, quien con la llegada al trono de Luis I perdió el favor de la corte, vio su labor puesta en cuestión y falleció antes de terminar su comisión. De los voluminosos expedientes que compiló con el tiempo resulta evidente que había comportamientos de oficiales del rey que incluían lo que hoy llamaríamos conflictos de interés, alteración de los autos y manipulación de las evidencias, así como algunos abiertos fraudes en contra de la Real Hacienda. Numerosos testimonios denunciaron la práctica del repartimiento o venta forzosa de mercancías a los indios, aprehensiones que no eran seguidas de un juicio, embargos arbitrarios de bienes, exigencia de “regalos” a los litigantes, aceptación de sobornos y aplicación de la tortura judicial para descubrir bienes confiscables, entre otras prácticas muy irregulares. Lateralmente, el visitador no dejó de observar el descuido y desorden administrativo en la procuración de justicia en las mismas salas y despachos de la Real Audiencia. En consecuencia, sometió a proceso a trece jueces, suspendió a 156 oficiales subalternos (alguaciles, notarios) y condenó a otros en multas o suspensiones sin salario.

En principio, parecen ejemplos claros de corrupción gubernamental: los testigos hablaban en particular de “baraterías” o “corruptelas”, y de cómo mediante ellas los culpados habían acumulado verdaderas fortunas. Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas, como puede verse en los alegatos de algunos acusados que aunque reconocían la falta, negaban que esta fuese un acto de corrupción, algo con lo que en ocasiones estuvo de acuerdo, posteriormente, el Real Consejo de Indias.

Estas y otras discordancias llevaron a Rosenmüller a examinar cómo era, se ejercía y era vista la corrupción en esta sociedad. El autor sigue con cuidado la evolución del concepto, cuyo origen está en el ámbito de la naturaleza (incluyendo la humana), y que se trasladó seguidamente a la esfera de la justicia, para finalmente calificar (en el siglo xviii) actuaciones en política y gobierno. En su momento esta última mutación no fue aceptada por todos, porque como bien se explica, las situaciones juzgadas no eran sencillas, ni lo era la separación entre lo correcto, lo tolerable y lo delictivo.

Como comenta el autor, a mediados del siglo xvii la justicia seguía diferentes, y a veces contradictorias, tradiciones jurídicas. La más obvia era la del prestigioso derecho romano, que experimentó un renacimiento desde tiempos medievales y cuya influencia puede verse en la jurisprudencia moderna. A éste se sumaba el derecho canónico, que frecuentemente anticipó al civil en muchos procedimientos, sobre todo desde que se separó de la teología; la ley divina, como se manifestaba en las Sagradas Escrituras; la ley “natural”, que había experimentado un notorio florecimiento; las leyes reales (como las “Siete Partidas” de Alfonso el Sabio), y la costumbre, como se originaba en las prácticas sociales cotidianas. Los tribunales podían alimentar sus reflexiones, argumentos y sentencias con una muy variada, y a veces contradictoria, pluralidad jurídica. De esta manera, el juez podía tener en cuenta la norma como marco indispensable de referencia, pero asimismo contar con un margen bastante amplio de criterio para aplicarla en casos concretos, según le pareciera más adecuado y conveniente.

Este complejo contexto cambió paulatinamente, sobre todo en beneficio de la ley real, así como de la progresiva centralización de la administración de justicia, que es uno de los grandes temas de este libro. La principal perjudicada va a ser la costumbre, que en la tradición hispana era lo que se practicaba de manera reiterada, sin oposición de terceros y con el consentimiento, o al menos la tolerancia tácita, de la autoridad. Nos importa este proceso porque la costumbre fue frecuentemente el amparo de muchos oficiales del rey acusados de malas prácticas (como consta en otros casos de estos años). Los inculpados argumentaban que siempre se había hecho así aunque formalmente contraviniera alguna ley, y que esto había sido público y notorio porque era “la costumbre de la tierra”. La actitud de los ministros del rey se ve muy bien en el título del capítulo tercero de este libro, que recoge una mención de un irritado alegato fiscal: “la costumbre, o mejor dicho corrupción”. Es muy revelador del espíritu reformista de la época y del menosprecio por lo que había sido considerado previamente una norma supletoria aceptada.

Sin embargo, la costumbre como fuente del derecho no podía ser anulada fácilmente. Es también interesante ver que Garzarón, cuando tuvo que considerar si algunos “regalos” que se daban (o pedían) los jueces eran corrupción, consideró si la intención era o no maliciosa (con “dolo”) y tenía el propósito de estorbar a la justicia o torcer sentencias. Esto es, el mismo comportamiento podía ser alternativamente objeto de una simple amonestación o dar lugar a una condena. Y, desde luego, los acusados siguieron recurriendo con bastante éxito a procedimientos informales y consuetudinarios de mediación en su beneficio, como la intervención de personas “de respeto”. De hecho, el estricto visitador tampoco fue indiferente a algunas vías tradicionales de influencia, como pudo verse en su trato de favor hacia uno de los oidores que le era afín, José Joaquín Uribe, a pesar de que este tenía su propia cauda de conductas cuestionables. En muchos sentidos, el peso de la costumbre y el vigor de los vínculos personales seguían inclinando la balanza de la justicia; y esto era visto como conveniente o, al menos, inevitable.

Otra forma de ver el retroceso de la legitimidad de la costumbre tiene que ver con una menor tolerancia respecto de la posibilidad de negociar las normas. Esto es, a diferencia del derecho positivo, donde se separa claramente lo legal de lo ilegal, en esta época la ley era un marco de referencia, un ideal del que se aceptaba que la conducta cotidiana de los súbditos podía diferir en mayor o menor grado. De hecho, cuando había un litigio que implicaba distintas interpretaciones de la ley, era habitual que el virrey o la real audiencia ordenaran a los alcaldes mayores que averiguaran cuál había sido la costumbre, y si el comportamiento alegado caía dentro de ella, era frecuentemente aceptado como bueno. En otras palabras, el Estado no tenía el monopolio de la legislación y las fronteras entre legisladores y legislados, o entre juzgadores y juzgados, no eran tan nítida. Había un espacio gris y negociable entre la norma y la conducta, que se definía atendiendo a diversas circunstancias. Lo que estamos viendo en esta visita es una menor tolerancia y una voluntad de cerrar el espacio entre la ley y la realidad cotidiana, o viéndolo en términos más abstractos, de ampliar el espacio del gobierno y reducir el de la sociedad como instancia que generaba y aprobaba conductas.

Una cuestión subyacente, y que se hace explicita en este libro, es la del significado de la venta de oficios públicos (algo que hoy día sería, desde luego, un obvio caso de corrupción). En efecto, en esta época los oficios pudieron comprarse, venderse, darse en herencia, como dote o como garantía de un préstamo, más allá de que se guardasen ciertas formalidades como exceptuar en teoría los cargos de justicia, y llamar a la venta o herencia “renuncia en un tercero”. Estos procedimientos fueron regulados por sucesivas leyes y dieron origen incluso a un peculiar ramo o sección de la Real Hacienda, el de “oficios vendibles y renunciables”. La práctica se originó tanto en las endémicas carencias fiscales de la monarquía como en la continua demanda de los particulares. Fue censurada por los tratadistas como contraria a la soberanía del rey y perjudicial para el público, puesto que parecía en razón suponer que los beneficiarios emplearían su oficio para resarcirse de los considerables gastos realizados en la compra.

La venta de cargos diluía los límites entre Estado y sociedad, entre gobernantes y gobernados. Que esto derivara en el debilitamiento de la monarquía ha sido materia en discusión, sobre todo desde que hemos puesto en cuestión la inevitabilidad y deseabilidad del Estado moderno, centralizado y excluyente. Rosenmüller hace notar que en 1675 el rey se reservó la provisión de la mayor parte de las alcaldías mayores, que previamente habían estado en manos de los virreyes, lo cual habría reforzado la centralización de su autoridad. Asimismo, por esta vía nuevos grupos sociales (como la baja nobleza y los grupos burgueses) pudieron competir con las elites que tradicionalmente habían ocupado estos puestos. Si todo esto es así, entonces habría un ciclo de reformas que comienza hacia 1650 (lo cual explica la cronología del título del libro), que los Borbones habrían continuado. En este aspecto, al menos, habría en el cruce de ambas dinastías más continuidades que rupturas.

El argumento puede parecer paradójico, en primera instancia, pero ciertamente amerita una debida consideración. Otra manera de verlo es que abrir el ejercicio de la autoridad a múltiples influencias permitía una mayor flexibilidad y la asociación de los intereses locales al funcionamiento - y a la preservación - de tan vasto y heterogéneo imperio. Y ciertamente, de los autos de la visita no se desprende que quienes habían comprado sus cargos fuesen más corruptos que los que habían llegado a ellos por méritos, o que hubiera una particular reprobación pública hacia la venta de oficios.

Esto nos lleva a un asunto con el que voy a cerrar esta reseña. La fuente principal de esta investigación es en su mayor parte jurídica e intelectual (las leyes escritas y los tratadistas que las interpretaron) y jurisprudencial, sobre todo los autos del visitador Garzarón, que como era característico en este modelo inquisidor de justicia, actuaba simultáneamente como averiguador de la causa, fiscal y juez. Cuentan además los testimonios de varios inculpados, las declaraciones de los testigos de la acusación y la defensa, así como los dictámenes a favor o en contra de diversos letrados.

La cuestión es hasta qué punto estos documentos reflejan la extensión y arraigo social del concepto de corrupción. ¿Había realmente incidido la ampliación de esta idea en las actitudes del común de las personas? Rosenmüller presenta un buen argumento acerca de que la visita tuvo apoyo público, y que la corrupción y fraude eran una real preocupación para los novohispanos del común y no solamente para la corte de Madrid. A veces así parecería ser, de manera muy notable cuando hay quejas y denuncias contra los “excesos”, como era muy notorio en los repartimientos de mercancías y los procedimientos arbitrarios de los jueces. Una airada denuncia de los nobles indios de Santiago Tecali (Puebla) contra su alcalde mayor parece una buena demostración.

En esto, sin embargo, hay que irse con cuidado. Rosenmüller también señala que las quejas contra la compra forzosa y monopólica de la grana cochinilla que realizaban los alcaldes mayores pudieron ser el efecto indirecto del descenso en de precios del colorante en el mercado internacional, y que lo que vemos es en realidad parte de una pugna por las condiciones establecidas entre productores y compradores. Es un planteamiento que parece sofisticado y convincente, y que señala que los documentos no pueden tomarse literalmente.

Por otro lado, puede haber otras historias menos evidente detrás de las denuncias de abusos y corruptelas. Aún dejando de lado que el testimonio de los quejosos nos llega a través de la mediación de los escribanos y de un juez que buscaba culpabilidades, ocurre que lo que se declara puede ser lo que conviene decir, que no siempre es lo que se piensa. La lectura me deja la impresión de que el problema no era siempre el de los “excesos” de los oficiales reales en sí, sino asuntos de otra índole, y que se denunciaban los repartimientos y procedimientos “corruptos” porque eran aspectos que resultaban muy sensibles e incómodos para los jueces y alcaldes mayores. Cabe, incluso pensar, que las quejas y agravios llegaban allí donde se excedía lo que podría llamarse el margen socialmente tolerable de corrupción, que es una idea diferente, compleja, que valdría la pena explorar en todas sus ambigüedades.

En conclusión, este libro es de gran interés tanto por su asunto particular como por las propuestas que introduce en la discusión sobre la historia de la corrupción, la administración de justicia, la evolución de la sociedad novohispana e incluso del mismo imperio español. La edición consultada es excelente, con una cuidada y muy legible edición. Mi único “pero” es que la representación de la virgen de Nuestra Señora del Refugio de Pecadores, que ilustra la sobrecubierta, acabó parcialmente recortada, seguramente por cuestiones de diseño. Es una pena, porque precisamente debajo de la divina imagen aparecen debidamente sometidos los demoníacos dragones de la avaricia y la soberbia, que vienen muy al caso del tema. Es algo que bien podría corregirse en una versión en español de este libro, que sería realmente muy bienvenida.