Silvia Santa María Martínez, Plantación azucarera, esclavitud y cimarronaje en Jamaica (1660-1795). La Habana, Universidad de La Habana, 2016, 149 pp.

http://dx.doi.org/10.18232/alhe.1161
Reseña

Antonio Santamaría García1, *0000-0002-5344-6925

1 Instituto de Historia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España.

Correspondencia: a_santamaria_garcia@yahoo.es

El libro de Santa María Martínez es un ensayo historiográfico y una reflexión de lo que se infiere mediante el ejercicio de la historia colonial de Jamaica, esto desde que la isla caribeña pasó a dominio británico en 1660. No obstante, el estudio se remonta a fechas anteriores, cuando el territorio era de posesión española, requisito imprescindible para el abordaje, análisis y explicación de los procesos que se analiza. El límite cronológico final del estudio (1795) coincide con el inicio de la revolución e independencia de Haití, otrora bajo la soberanía de Francia (1792), y las inmediaciones del comienzo del proceso abolicionista inglés que partió de la prohibición de la trata negrera en 1808.

El principal valor del libro de Santa María Martínez guarda relación con la lengua en la que está escrito. El conocimiento de la historia de Jamaica tras la llegada de los europeos a América goza de una extensa historiografía, y muchas de las obras que la componen son de excelente calidad, pero básicamente están en lengua inglesa. En 1952 Francisco Morales publicó Jamaica española (Sevilla. Escuela de Estudios Hispanoamericanos-Consejo Superior de Investigaciones Científicas), circunscrito al periodo anterior al que aborda la autora. Desde entonces, salvo algunas traducciones, capítulos de libro y artículos, o el tratamiento de la isla en trabajos con contenido espacial o temático más extenso, ni este periodo ni los posteriores habían merecido la atención en idioma castellano, pese a la intensa relación del territorio con las colonias españolas en el Caribe. De hecho, es geográficamente el más cercano a Cuba y Santo Domingo y el mayor de los dominios insulares bajo la administración del gobierno londinense, situación en la que estuvo hasta avanzado el siglo xx.

En los tiempos en los que Jamaica fue incorporada al dominio de Gran Bretaña, otras posesiones de ese país en el Caribe, comenzando por Barbados, iniciaban la que se ha denominado revolución azucarera. La producción de dulce para exportar con empleo masivo de esclavos traídos de África y las mejores tecnologías disponibles en su momento proporcionaron a las Antillas británicas un crecimiento económico extraordinario, además de grandes rentas a su metrópoli. Además, la historia de esta oferta es la de una extensión en busca de espacios más amplios que los proporcionados por las pequeñas ínsulas en las que se inició su explotación comercial, y enseguida los encontraron en los jamaicanos y en Haití, colonizado por Francia al decidir la corona española despoblar el noreste de Santo Domingo debido a los continuos ataques piratas que sufría, y a que no fuese base para el abastecimiento de los mismos.

Jamaica y Haití, en competencia, se convirtieron rápidamente en los principales territorios productores de azúcar de América –y del mundo. Por ello, la historia de Jamaica ha seguido en ocasiones la linealidad de su crecimiento económico con base en la oferta de dulce, lo que es parcialmente cierto. Santa María Martínez se detiene particularmente en el progreso y desarrollo de otras actividades económicas, muestra cómo la agricultura de la isla fue relativamente diversificada, al menos hasta la fase álgida de expansión de las plantaciones cañeras en ella, la importancia de la ganadería, el cuero, otras siembras tropicales y de abastecimiento del mercado interno.

Otra característica de la historia jamaicana en la que se detiene especialmente Santa María Martínez es el cimarronaje. En todas las islas azucareras, incluso en las que menos progresó la producción de dulce en tiempos remotos, surgieron comunidades habitadas por esclavos huidos, en ocasiones asociadas a los escasos restos de población aborigen, que en su mayoría sucumbió a la conquista europea y a las enfermedades que llevaron consigo los colonizadores. En Jamaica, sin embargo, revistieron especial significación y protagonizaron una historia de enfrentamientos con los blancos imperante más extensa y prolongada que en territorios cercanos. La razón es por su mayor amplitud de espacio, la presencia de elevaciones y áreas selváticas, sobre todo en el interior, lo que dificultaron su control y la propia transición entre dos potencias imperiales. Por supuesto, hubo una presencia cuantitativa de africanos y sus descendientes superior a la de cualquier dominio colonial en el Caribe –con excepción de Haití–, por el contrario, la presencia de escasos moradores británicos de nacimiento o criollos; además mucha de la población de esclavos quedó sin amo y abandonó las zonas de ocupación inglesa para mantener su libertad, esto cuando los españoles desocuparon la isla.

Junto al cimarronaje, también con más intensidad que en otras colonias antillanas, la historia de Jamaica se caracteriza por una especial relevancia de la presencia de piratas en el sentido de que algunos de ellos, que en general habían servido como corsarios a los estados europeos, llegaron a alcanzar elevadas posiciones en la jerarquía política colonial. El caso más relevante fue el de Henry Morgan, que ocuparía la vicegobernación del territorio. La mayor importancia de este fenómeno, al igual que el de los marrons, fue que dio lugar a enfrentamientos y a estrategias de supervivencia y convivencia en la isla sin parangón, al menos por su intensidad, según se ha señalado ya. El estudio de Santa María Martínez se detiene especialmente en ello, y aunque no logra ofrecer el pretendido análisis de sus implicaciones e interrelaciones en todas sus dimensiones que se promete al inicio de la obra, presenta al lector los elementos básicos de dichos procesos.

Un elemento más que ha caracterizado a la historia jamaicana, en esta ocasión no más que las de otras islas del Caribe, es la incidencia devastadora de la naturaleza. A los usuales ciclones que azotan la región, algunos especialmente intensos, se sumó el terremoto que asoló la población principal de Port Royal en 1692, a lo que Santa María Martínez presta especial atención, junto a la continua y creciente beligerancia, ya citada, entre dominantes y dominados, cimarrones, esclavos y gente de color que habitaban los espacios controlados por los colonizadores, y que dio lugar a acuerdos de paz. La autora muestra cómo coexistieron con relaciones de convivencia e intercambio entre partes supuestamente hostiles, cómo las autoridades relajaron su postura cuando los supuestos enemigos fueron necesarios para la defensa del territorio frente a ataques externos o se requirió su colaboración en las campañas contra posesiones de otros países. La combinación de ambos factores desembocaron en dos tratados de paz, a lo que igualmente dedica el libro infinidad de páginas y el apéndice documental.

En síntesis, habría sido interesante la dedicación de la autora a explotar fuentes archivísticas, sobre todo las depositadas en Cuba, su país de origen y residencia, acerca de los tiempos en los que Jamaica fue española, y a las relaciones entre ambas islas. Los ataques hispanos y británicos contra posiciones enemigas solieron prepararse y partir de sus territorios, los azucareros de la mayor de las Antillas obtuvieron en la vecina ínsula conocimientos y tecnología para la mejora y progreso de su producción de dulce. Y son solo unos ejemplos. Aún sin este añadido, que habría sido plausible y necesario como complemente de los que ofrece, el libro de Santa María Martínez tiene, según se ha señalado, el indiscutible valor de acercar el conocimiento de un espacio y un tema al público lector de castellano, a estudiantes e interesados, y lo hace con buen estilo literario, una organización del texto excelente y una síntesis muy completa y rigurosa de lo que se ha investigado y escrito al respecto.