http://dx.doi.org/10.18232/116
Reseña

Lacoste, Pablo, La vid y el vino en el cono sur de América. Argentina y Chile (1545-2019). Aspectos políticos, económicos, sociales, culturales y enológicos, Inca Editorial y Talleres Gráficos Cooperativa de Trabajo Ltda. Mendoza, Argentina, 2019, 172 pp.

Jośe de Jesús Hernández López1, *, ORCID: 0000-0003-0507-6816

1 El Colegio de Michoacán.

Correspondencia: yacatzo@colmich.edu.mx

¿Cómo llegaron el cultivo de la vid y el vino al cono sur de América? ¿Por qué la producción y el consumo de esta bebida fermentada se arraigaron en esa parte del continente con mayor fuerza que en otras? ¿Qué explicaciones pueden ofrecerse desde diferentes aristas respecto a la apropiación cultural del vino por grupos humanos tan diversos en casi 500 años? Estas y muchas otras explicaciones son presentadas en la erudita obra del historiador Pablo Lacoste.

Como el título lo indica, el autor realiza una historia de la vid y el vino desde su llegada a Perú, Argentina y Chile hasta la actualidad, realizando cortes temporales para marcar acontecimientos precisos. El libro está escrito con presteza y con un rigor académico necesario pero asequible a una ágil lectura. La obra es de lectura obligada para quien esté interesado en procesos y en el desarrollo de los acontecimientos de diferente cuño, como enterarse de cómo la viticultura de esa parte del continente americano transitó de un carácter artesanal a uno industrial, para después complejizarse y adoptar varios paradigmas.

La obra está compuesta por cuatro capítulos. El primero abarca el periodo de tiempo más largo del libro, comprendido entre 1545, cuando los conquistadores introdujeron las primeras vides, hasta 1860, cuando los libertadores adoptarían otras políticas que tendrían impacto en la organización y producción del vino. Ante todo este es un periodo caracterizado por la vitivinicultura artesanal y vernácula, puesto que se utilizaban materiales locales y las construcciones convivían con el entorno.

Como punto de partida, el autor nos ubica en la importancia del vino como factor identitario para los conquistadores y colonizadores europeos; era un elemento integrante de la dieta de esos personajes que, una vez introducido en América, era producido por ellos mismos, sobre todo por los frailes para satisfacer la sed de sus coterráneos.

Esta labor se identificaba con un sentimiento de conexión a la patria de origen, así como de prestigio: no cualquiera puede beber ni disfrutar un buen vino de uva. Ante esto, al lector le queda claro que el vino de uva llegó a América no para ser consumido por los pueblos originarios, ni como un producto comercial, sino más bien como un elemento vertebral en la cultura alimentaria del recién establecido.

Empero, la creación de los nuevos paisajes vitícolas en ambas vertientes de la cordillera de los Andes, y producto de ensayo y error en los primeros años, requirió de mano de obra no sólo local, que dicho sea de paso por esta vía fue entrando en contacto con la novedad representada por plantas como la vid o la caña de azúcar.

Además, la cercanía entre estos cultivos no era sólo geográfica, puesto que el manejo de las plantaciones tenía como base una forma de organización para el trabajo semejante basada en esclavos, principalmente en el caso de Perú, en donde se desarrolló primero la viticultura debido a la importancia de la minería en el Potosí. De hecho, la suerte del vino peruano quedaría ligada a la bonanza del Potosí, y la decadencia en la extracción de metales preciosos también tendría su efecto en la vitivinicultura y en el poder de atracción de fuerza de trabajo. En Chile, por el contrario, la viticultura se incorporó en las tierras de pan, donde se cultivaba el trigo, y que no demandaban de esclavos para su mantenimiento.

En este punto el autor nos adentra en la historia social de la viticultura en esas colonias españolas. Para lograr la instauración de esta actividad, dentro y fuera de los monasterios, se requería de una estrategia organizativa y de los aportes sociales de diferentes grupos participantes, sobre todo de manera involuntaria, en la elaboración del vino. Así, Pablo recupera el patrimonio social que formaba parte del mundo del vino colonial: los afrodescendientes, negros, mulatos y libertos, en el caso de Perú, y cuyo dominio técnico en varios oficios fue clave.

De la misma manera surgieron albañiles, carpinteros, herreros, fragüeros de cobre, caldereros, botijeros, toneleros, arrieros entre muchos otros, quienes con sus actividades iban confiriéndole un toque particular a los vinos del otro lado del Atlántico que, todavía siendo elaborados para paladares europeos, en el cultivo, la cosecha, la transformación de la uva en vino y en su distribución, las manos, los pies y la técnica de poblaciones indígenas y afrodescendientes ya estaban presentes. Tal vez estos aspectos poco atendidos ayudarían a entender lo que significa elaborar un producto típico en ese momento histórico.

Asimismo, el papel de la mujer es inobjetable, a pesar de permanecer desapercibida e invisibilizada por mucho tiempo. Ellas, limitadas y excluidas por la ley y la moral, debido a los usos y costumbres, y relegadas a un papel secundario por su incapacidad y presunta debilidad, encontraron en la viticultura y en el tejido dos espacios de desarrollo. La vía de acceso fue mediante la compra de tierras, después la plantación de vides y finalmente aparecerá como productoras, expendedoras y empresarias.

Las pulperías, cuya función era la de ser espacios de consumo y socialización, congregaban a parroquianos de diferentes niveles, esto favorecía negociaciones, por ejemplo, entre proveedores y vendedores. Aprender a tratar con los clientes era una de las virtudes que las mujeres tenían. Esa interacción y el acceso a información de relevancia favoreció el empoderamiento de las mujeres, mismo que fue capitalizado para mejorar sus negocios y su condición: en desacato de las costumbres de la época, ellas consiguieron ascenso social y desarrollo personal.

En el trayecto, Pablo presenta datos demográficos y un interesante análisis de geografía humana, puesto que muestra el espacio de las actividades en el cono sur, de acuerdo a las condiciones geográficas (altitudinales, climáticas, atmosféricas, de humedad y precipitación), pero también como resultado de la articulación en la economía-mundo de la época. Así, se entiende cómo la actividad extractiva fue un motor importante para la consolidación de la vitivinicultura, pero después lo sería el crecimiento demográfico de ciudades como Buenos Aires.

A todo esto, es importante mencionar que era la suma de los pequeños viticultores –en su mayoría- lo que hacía posible satisfacer la demanda sudamericana de vino. Ello configuraba un patrón vernáculo para la viticultura tradicional compuesta por la casa, el espacio destinado a la viña, las bodegas con la zona para el lagar. La cercanía de las edificaciones daba cuenta, a su vez, del ambiente familiar en el cual se producía el vino, que era un producto íntimo pero que también se exportaba.

No obstante, la diversificación del cultivo de la vid y las posibilidades de transformar su fruto en vino, algunas tecnologías utilizadas seguían siendo un factor de exclusión para pequeños campesinos, asunto que se modificaría con el paso del tiempo y con las innovaciones locales.

Pablo Lacoste es meticuloso, no quiere dejar cabos sueltos, escudriña y le brinda al ávido lector información respecto a la cultura material, las tecnologías, las técnicas para la producción del vino, las rutas y los medios de transporte en cada época, tejiendo cada elemento con acontecimientos locales y otros de mayor alcance como los personajes introductores de ciertas variedades de uva, las circunstancias políticas y económicas, todo ello enmarcado en los contextos históricos respectivos.

De esta manera el lector cae en cuenta de cómo cada introducción que se iba haciendo en la cultura vitícola regional, a la par de las innovaciones locales, cimentaron el patrimonio vitícola americano con características propias, y con una diversidad de prácticas cuyo valor se destacaba poco por tratarse de actividades cotidianas y comunes. En ese tenor, la apropiación local de la uva moscatel de Alejandría, cultivada por el mulato Esteban Carrillo, es una evidencia histórica de cómo otros sectores de la población colonial de esas latitudes ya podían tener acceso a la tierra, al cultivo de uva y a las novedades que iban siendo adaptadas en los contextos locales.

La capacidad del autor para conectar sucesos de diferente calibre exhibe su solidez académica y muchos años de lectura, consulta, trabajo de archivo. Un ejemplo de ello es cuando logra trenzar el significado cultural del cultivo de la vid y el consumo de vino durante procesos como los independentistas, con los cuales cierra el primer capítulo; pero también con contextos específicos en los cuales se requería de esa fuerza de trabajo especializada que hacía posible la producción, distribución y comercialización del vino: Herreros, carpinteros, talabarteros, entre otros, para abastecer a los ejércitos.

El segundo capítulo tiene como título “El despegue de la industria vitivinícola” y comprende un periodo entre 1870 y 1930. En este se analizan las condiciones que posibilitaron el auge de la vitivinicultura en Chile y Argentina, pues para entonces tras el declive de Potosí, Perú había dejado de ser el principal productor de vino. Para el desarrollo del capítulo el autor recurre a factores externos así como a los procesos internos. De entre ellos destaca el aumento de la población, la prosperidad mercantil de la época que se vio favorecida por la crisis filoxérica que vivían los países productores en Europa, y el impacto del positivismo materializado particularmente en la evolución de los transportes, lo mismo con los barcos de vapor que con los ferrocarriles.

No se omite el examen del impacto que tales modernizaciones tuvieron en la organización social previa y en el entramado de relaciones que se fortalecían a través de las redes de caminos tradicionales: el ferrocarril desplazó a la mula, la carreta y al arriero, ya que modificó la percepción de la distancia y el tiempo entre Mendoza y Buenos Aires, por ejemplo, pues el transporte de mercancías pasó de durar 40 días a sólo 24 horas.

Otro asunto destacado es la inmigración masiva de europeos hacia esa parte del continente, máxime cuando se trataba de habituales consumidores de vino. Así, al ensancharse el mercado, la respuesta de algunos productores locales aceitaría tanto el despegue como la industrialización del vino. Es cierto que la gama de posibilidades y formas para elaborar vinos aumentó su rango en ese periodo, pero no todos los productores tuvieron las mismas condiciones o posibilidades de hacerlo.

El que todas las clases sociales tuvieran acceso al vino no significaba que bebieran el mismo tipo de bebida. El paradigma francés adoptado en el contexto de los estragos que el insecto filoxera estaba causando en Europa, pero cuya presencia no era ajena del otro lado del Atlántico sobre todo en Argentina, no se constreñía a la fase de la producción, pues también incluía la distinción de los consumidores.

En Chile aparte de las barreras naturales que contribuyeron a controlar la propagación, la burguesía ya presente en el negocio, y con injerencia política, urgió para tomar las medidas fitosanitarias correspondientes.

Así, la crisis promovió la modernización y expansión de la vitivinicultura, pero no con la misma intensidad ni por los mismos autores, pues mientras en Chile los empresarios iban a la delantera, en el caso argentino la actividad era llevada a cabo por emigrantes pobres entre cuyas características estaba el bajo capital cultural que poseían.

En Chile había dos tendencias claras: los burgueses ponían en operación el paradigma francés, cuyos paisajes se caracterizaban por grandes fábricas y maquinaria en sustitución de obreros como artificios para exhibir poderío económico, y los campesinos y pequeños viticultores, que seguían produciendo vino de manera artesanal con métodos tradicionales.

Otras de las expresiones del cambio de paradigma fueron las escuelas de agronomía y viticultura, la adopción de variedades francesas con base en el desprestigio de las criollas que dejaron de cultivarse pues ideológicamente pasaron a estimarse atrasadas e irracionales. El presupuesto, nos dice Pablo, era que sólo los cepajes franceses tenían calidad enológica. Los vinos finos eran los que se asemejaban a los de aquella nación europea. Con ello por un lado aparecían vinos elaborados con variedades francesas, y por otro los que siendo locales tenían nombres de afamados vinos tintos y blancos de la región bordelesa como Médoc, Margaux, Sauternes, claretes e inclusive Champagne. La falsificación de esas bebidas, como se imaginará, tuvo buenos resultados en el corto plazo.

De nueva cuenta, el autor con evidencias repara en cómo la imposición de ese paradigma afectó los vinos típicos campesinos, estableciéndose en su lugar una modalidad en la cual la industria excluyó referencias territoriales. Con ello la estrategia distintiva se traslada hacia las marcas y las viñas.

Remata este segundo capítulo con una historia cultural del uso de recursos como la publicidad en las revistas dirigidas a diferentes sectores de la población, en las cuales el vino aparecía asociado tanto a la estética como al prestigio, abría espacio para el consumo femenino e incluso se utilizaba como un factor de identidad nacional.

El tercer capítulo abarca el periodo de 1930 a 1990, caracterizado por el fortalecimiento del mercado interno del consumo de vino, también tocado por el paradigma keynesiano, esto es, el Estado pasa a tener un papel importante en el desarrollo vitivinícola del sur del continente, o en su decrecimiento a través de las tarifas arancelarias que se cobraban y que ligadas a la inflación derivaron en prácticas como la de la corrupción. Como se sabe, fue un periodo de golpes de Estado, depresiones económicas, dictaduras militares, que dejó su huella particular en la producción de vino. En el caso de Chile el paradigma neoliberal fue la alternativa, mientras en Argentina sucedió lo contrario, la estatización de las empresas. Por un lado, había condiciones para cooperativas y empresas estatales, mientras por otro se aplanaba el terreno para los oligopolios e inversión extranjera.

Así que, si bien la industria vinícola fue tomada como un motor de desarrollo interno, en su repliegue vio afectada la calidad de sus productos. Las particularidades experimentadas por las bodegas vitivinícolas son ejemplificadas con los casos de Concha y Toro, Tarapacá, en Chile, y Tirasso, Giol, Garganti, Ariz en Argentina, por mencionar algunas.

La relación productividad e innovación en un contexto de crisis también es abordada; se señala cómo en Chile habían persistido los viñedos cultivados con formas tradicionales cultivados por campesinos, pero tras la llegada de Pinochet el viraje hacia plantaciones bajo criterios productivistas fue radical. En Argentina, por su parte, se creó el Instituto Nacional de Vitivinicultura en 1959.

Uno de los eventos que marca el final de este periodo es la disminución en el consumo de vino que retrajo el mercado. Por último, de este capítulo se destaca cómo el autor utiliza un nuevo tipo de fuentes, con seguridad se puede sostener que el autor tuvo acceso a los archivos de algunas bodegas, lo cual le permite reconstruir las trayectorias de vida de éstas.

Un dato no menor de este periodo está en las pugnas por las representaciones sociales del vino, referida como “guerra de baja intensidad” de la imagen del recipiente contenedor, pues “Mientras los sectores populares valoraban pipas, chuicos y damajuanas, las élites estigmatizaban estos recipientes”, de ahí la expresión “cada uno con su dama”, con un halo moralista y estético innegable.

El libro se cierra con un capítulo que abarca un breve periodo de tiempo, correspondiente a los últimos 29 años, esto es de 1990 a 2019, que en compensación al corto alcance cronológico su argumento está tan sólido y sustentado como los anteriores. Es un contexto diametralmente diferente al previo, en éste se presenta una nueva etapa para que la producción vinícola, hasta ese momento nacional, se articule en los mercados mundiales.

Si la alternativa en este momento era la de elaborar vino para exportar, una condición necesaria era la modernización técnica de la industria, lo mismo en equipo, maquinaria, instalaciones que de la fuerza de trabajo. Los adelantos tecnológicos favorecían además el añejamiento del vino, con lo cual mejoraba su calidad.

Pero, dadas las particularidades regionales y las trayectorias nacionales del sector vitivinícola, también fue posible el distanciamiento del paradigma francés, sobre todo en el caso chileno, revalorando así el patrimonio cultural regional, con características vernáculas además de vernaculizadas, de bajo impacto paisajístico y producciones en pequeña escala que podían venderse a mejor precio dada su reputación en los mercados internacionales. Así que un menor volumen de vino, aunque de más calidad, permitía ingresos semejantes a cantidades industriales conseguidas con menor calidad.

En ese contexto “se inventó” el Carmenere, cepa de origen francés que se creía desaparecida. Para no contar esta historia al lector interesado sólo destaco que el tránsito de producciones homogéneas hacia la diversificación de variedades, ahora característica de los vinos chilenos que contrasta con las Denominaciones de Origen europeas, fue un factor radical en la especialización territorial que está aconteciendo en las primeras dos décadas del siglo xxi.

Aquí el historiador, además de documentar el proceso de articulación de vinos chilenos y argentinos en los mercados globales, con mucho tacto vuelve a insinuar su compromiso social con los campesinos herederos de una ancestral tradición vinícola a la par de quienes en las últimas décadas se han involucrado en el sector, pero también por la ecología, los territorios donde se hace la vida, se construyen paisajes, se forja la identidad y se produce una bebida, expresión material de ese devenir histórico.

Las conclusiones son tan jugosas que van más allá de ser una simple síntesis de los hallazgos más relevantes de un largo periodo de tiempo. Deleitan por sí mismas. Solamente destaco que la obra de Pablo Lacoste muestra cómo este tipo de estudios, centrados en productos que llegan a tener alta densidad cultural, semejantes al clásico de Dulzura y poder de Sidney Mintz, pueden servir para conectar procesos de manera interescalar, de mayor complejidad que las explicaciones glocales, esto es donde lo local siempre atraviesa por lo regional y nacional para conectarse con lo global y viceversa.

Para un sector de estudiosos de este tipo de mercancías, la ausencia de un aparato crítico, abundantes notas y una extensa bibliografía podría ser una limitación de la obra, sin embargo, aparecen las suficientes que prueban el control de fuentes que indudablemente tiene el autor, luego de una vida dedicada a estudiar estos fenómenos, de ahí que se permita construir cada uno de los capítulos con diferentes fuentes sin atosigar al lector.

Por último, en el mismo periodo que Pablo Lacoste destaca como de apertura a la globalización, es decir, desde la década de los noventa, muchos productos regionales se han insertado en cadenas globales. En México el tequila, el mezcal, la bacanora, el raicilla, pero también el queso Cotija por ejemplo; en Perú el pisco, en Ecuador el chocolate, en Honduras el café, por sólo mencionar algunos casos. Una de las vías seguidas ha sido la de las indicaciones geográficas o la de las denominaciones de origen, sin embargo, cualquiera sea la opción elegida, ni los productos ni los fenómenos de los cuales forman parte son historias recientes.

Uno de los aportes de esta obra está precisamente en mostrarnos cómo después del paradigma francés, y a veces gracias o debido a él, se han mantenido en la invisibilidad y rusticidad genuinas bebidas que en el contexto actual salen a la luz, pero que deben ser protegidas por los múltiples valores que incorporan ya que se trata de patrimonios históricos, sociales y culturales en los cuales se materializan las biografías de larga data de nuestros pueblos.